miércoles, 27 de marzo de 2013

Restaurante Casa de Navarra (Zaragoza)



En la calle de Santiago se encuentra este rincón: Casa de Navarra
Menuda sorpresa me encontré el otro día al elegir al azar uno de los muchos restaurantes que ofrecen menú del día por el Casco Viejo zaragozano. Había pasado centenares de veces por delante, pero no me había decidido a entrar por mis prejuicios contra ciertas manifestaciones regionalistas y folklóricas. Pero este no era el caso, ni mucho menos. Lo que ahí me encontré fue un establecimiento rebosante de una clientela de fieles habituales. Un movimiento tremendo y animado de camareros yendo y viniendo cargados de platos y comandas. Dos grandes comedores dispuestos en dos plantas y repletos hasta los topes. Un gigantón dirige con nervio y buen humor a la legión de camareros y clientes que obedecen sin cuestionar las órdenes que lanza con vozarrón potente.

Cuando crucé el umbral de la calle de Santiago y observé toda esa orgía de vida y barullo, decidí que de ahí no me movía, costase lo que costase conseguir mesa. Uno tiene la vieja costumbre de fiarse de los locales que están llenos a rebosar y de los que mantienen clientelas más o menos fijas, y ahí se conjugaban las dos cosas. Cuando llegó mi turno, el gigante, mirándonos a mi acompañante y a mí a los ojos, nos advirtió de que si queríamos comer ese día deberíamos esperar unos minutos al principio, pero que una vez se nos tomara nota, la cosa iría rápida. Es la marca de la casa y así fue cómo ocurrió. Acomodados en la única pequeña mesa que quedaba se nos sirvió sin preguntar el vino tinto cosechero, el agua y un buen canasto de pan de barra del de toda la vida. A base de pan y vino entretuvimos la espera hasta que, por fin, el hercúleo camarero se acercó a cantar el menú. Con la indicación de que fuese lo más representativo del restaurante, dejamos que decidiera él los platos. Las sugerencias fueron unos garbanzos con bogavante y un arroz de matanza de primeros y un bistec de ternera de Broto y unos salmonetes de segundo. Los postres se piden con antelación y optamos por unos fresones naturales con helado de mandarina y una mousse de yogur.

Postre ilustrativo de lo que ahí se cuece
Los platos llegaron pronto tal y como se nos había advertido. Pero antes de describirlos creo que es necesario destacar algún punto importante y que en muchas ocasiones olvidamos. La vorágine era importante, pero ni siquiera en esos momentos de tensión para el personal la calidad del servicio se vio afectada. El montaje de la mesa fue realizado a la velocidad de la luz. Mantel y servilletas de algodón, copas de vino de verdad, cubiertos que se retiraron tras cada uno de los platos, vajilla con aires modernos… Recordemos que se trata de un menú por el que se cobra un precio muy ajustado (10´50 euros de lunes a viernes). Buena actitud la de reducir el margen de beneficio a cambio de aumentar el número de clientes manteniendo una elevada calidad. El beneficio puede ser el mismo que el de aquel que juegue con mayores márgenes y un reducido número de clientes, pero la seguridad y continuidad del negocio está asegurada y es menos voluble a los cambios de gustos, modas y ataques de la competencia. Lo cierto es que desconozco la actividad y la calidad que ofrece la Casa de Navarra fuera de los horarios de menú del día, pero si trabaja de forma similar el negocio está bien asegurado.

Los garbanzos con bogavante sustanciosos
Volviendo a lo importante, la comida, el festín comenzó con unos garbanzos con bogavante de aupa. Siempre he sido defensor de este plato frente al demasiado valorado arroz caldoso con bogavante tan manido en la ciudad. Sabroso, bien ligado y redondo el caldo, mantecosa la legumbre que ha absorbido el sabor hasta sus entrañas, y tersa la carne del bogavante que aparece generosa en cada plato.
El arroz de matanza estaba en su punto. Ligeramente al dente y con unos ingredientes magníficos. No solo, claro está, por la abundancia de embutidos y jugosa costilla de cerdo, sino por la presencia, nada habitual hoy en día, de cebolla pochada en juliana y tomate natural. Aquel plato se había hecho a base de trabajo, no de artificios. Los ingredientes aparecen, premeditadamente, a la vista como señal de autenticidad. Lo más interesante y llamativo es el hecho de comer un arroz de un menú a las tres y media de la tarde, sin que no sólo no esté pasado, sino que se sirva en su punto adecuado.

A la plancha no hay secretos para un buen pescado
Los segundos aparecieron con rapidez una vez recogidos los platos y cambiados los cubiertos. El del pescado era un canto a la sinceridad. Aquellos salmonetes simplemente estaban pasados por la plancha y punto. Y es mucho decir acostumbrados a que en los menús el pescado sea siempre rebozado o salseado para camuflar el congelado. Aquí se sirven siempre a la plancha, nos advirtió el camarero. Unos pimientos de guarnición completaban y daban color al plato. El pescado ni estaba seco ni soso, que son dos de los peligros más habituales. Se pueden apreciar dorados por fuera y nada pasados en su interior.

Bistec sonrosadito de ternera de Broto
Pero quizá el despliegue mayor estuvo en el enorme bistec de ternera, de Broto nos aseguraron. El punto era el único en el que este corte es aceptable, poco hecho. El detalle me gustó, pues cuando pedí que si podía ser muy poco hecho me aseguraron que no lo servían de otra manera fuese cual fuese la preferencia del cliente. Maravilloso esto de amar más tu obra que la cartera, si señor. En ese punto rosadito la carne permanece sabrosa y jugosa. Un detallazo.

Mousse de yogur con mermelada de frambuesa
En cuanto a los postres, se debe indicar que no son el típico producto industrial al que se le quita la tapa y se sirve por decreto. Son una parte más de la comida y así se tratan. La Mouse quizá estaba demasiado suave para mi gusto, pero en fin, en eso debe de consistir una Mouse. En cambio, el plato de fresones resultó un acierto, tanto por la calidad de las mismas como por su combinación con una enorme bola de helado de mandarina.

Felices por ver hacer bien las cosas. Les dejamos dignificando el denostado mundo de los menús del día. La calidad y el precio no están reñidos. Hay quien lo demuestra cada día sea cual sea el nivel culinario en el que se mueve. Por mi parte salí reconciliado con el mundo del menú, por lo que el regreso está asegurado mientras mantengan el mismo nivel.

lunes, 18 de marzo de 2013

Taberna d´Aragón (Zaragoza)


Turistas incautos se ven atraidos por sus promesas

Mal, fatal. Y ya va siendo hora de cambiar estos malos hábitos, desterrados de otras ciudades mucho más preocupadas de su imagen, que nos perjudican a todos los zaragozanos. Hubo un tiempo en el que se abrió a nivel nacional la caza del guiri. Todo valía con tal de sacar los cuartos a esas hordas de europeos, que llegaban cargados de divisas, para torrarse al sol mediterráneo. Poco a poco fuimos entrando en el mundo desarrollado y aumentando la calidad de los servicios ofertados hasta llegar a ser un destino turístico de cierta calidad. Pero parece que esta tendencia se ha olvidado, en ocasiones, de la capital del Ebro. Aquí todavía podemos sufrir establecimientos que piensan que la calidad no es, ni mucho menos, necesaria a la hora de regentar un negocio de hostelería. Deben pensar que con buscar un local bien situado, un menú ajustado en el precio, un poco de madera y un nombre llamativo, ya se pueden sentar a esperar que los billetes se agolpen en la registradora.

Canto a la insipidez
Hoy vengo a relatar una experiencia culinaria que no sólo me dejó mal sabor de boca por la escasa calidad de sus platos, sino por sentir que se está pisoteando la imagen de la ciudad, que tantos se esfuerzan por reivindicar. El lugar en cuestión se encuentra, nada menos que, en la céntrica Plaza Ariño. Un lujo de enclave a escasos metros de la concurrida Plaza del Pilar; de la coqueta Plaza Santa Cruz; del castizo, y ahora moderno, Tubo; de la mayor parte de los hoteles de la ciudad y de todos los atractivos turísticos que esconde Zaragoza. El nombre llama la atención del visitante por su carácter local, Taberna d´Aragón, y hasta puede llegarle a convencer de que se trata de uno de esos restaurantes que ofrecen un buen repertorio de la gastronomía local. Quizá el turista espere encontrar platos de Ternasco de Aragón,  buenos embutidos aragoneses a la brasa, ensaladas alegradas con cebolla de Fuentes y Aceites de Oliva de nuestras Denominaciones de Origen, tersas borrajas o cardos blanquecinos con salsa de almendras, incluso es posible que alguien espere un plato de migas bien apañadas con sebo o longaniza. Nada más lejos de la realidad. Productos de baja calidad y precio, abuso de congelados y rebozados, malos vinos helados para camuflar su profunda acidez. El sabor a hacendado supermercado valenciano invade todos los platos. Un desatino desde el primer momento vendido como tradición aragonesa, que no se queda en otra cosa que en traición.

Es cierto que el ambiente, y el local en sí, no resultan desagradables. Mesas de madera sobre las que se disponen manteles de papel a cuadros individuales. Hasta aquí no se atisba todavía el verdadero carácter del establecimiento. También da el pego el menú propuesto. Ensaladas, verduras y pasta a elegir para el primer plato, varias carnes y pescados a la plancha como segundo y unos postres que se anuncian como caseros. El precio está ajustado a los del resto del entorno, lindando los diez euros. Aunque resulte llamativo que varios de los platos acarreen un suplemento de dos o tres euros.

Nuestra elección fue poco original, pero la idónea para poder hacer una buena valoración del menú. Dos primeros platos de verduras en forma de cardo y borraja, un chuletón al que hubo de sumarse tres euros a la cuenta y unas pechugas de pollo con guarnición. El canastillo de pan de baguette, descongelado en un horno sin piedad, llegó a la vez que el vino cosechero al que le goteaba un carambullo helado del cuello. Gracias a la mirada aterradora que lanzamos al arisco camarero no fue necesario pedir la botella de gaseosa, que nos arrojó raudo encima de la mesa. Se ve que están acostumbrados a que los ingenuos turistas camuflen el sabor de ese infame caldo a base de burbujas y sacarina. Una pena, sobre todo estando en el centro de una provincia con tres espléndidas Denominaciones de Origen.

Ni con un baño de aceite se disimula el patinazo
El verdadero horror llegó después. Tras una eternidad llegaron los primeros. Baste observar las fotografías de los mismos para comprobar que se tratan de verduras cocidas de bote. Además de las peores. Aquellas a las que se le ha quitado absolutamente todo su sabor, color, tersura y nutrientes, probablemente para hacer caldos u otros engendros industriales. En mis peores pesadillas, me veo encerrado entre los pasillos de cierto supermercado, torturado a tener que elegir entre aquellos botes para alimentarme. Pero casi puedo afirmar que en ninguno de mis malos sueños aparecían aquellas verduras. Además venían sin aliño alguno, por lo que tuvimos que pedir la aceitera y el salero para camuflar todo aquello. Terminamos los platos por voluntad, educación y tradición.

Minichuletón con suplemento
A esas alturas, ya me había arrepentido de haber pedido el chuletón, pero no podía imaginarlo tan irrisorio como vino a la mesa. Pequeño, muy quemado, reseco, con dos pimientos extremorientales de acompañamiento y un color blanquecino que no delataba precisamente su procedencia avilense. Mastica que te mastica, logré hacerme poco a poco con él, dominándole y no dejándome vencer. Son muchos años de experiencia, no siempre grata, como para tirarlos por la borda por culpa de ese pedazo de goma. Terminé sin encontrar el sabor, que se habría quedado pegado a la pared del congelador. Sólo tuve un consuelo durante mi particular duelo a muerte, ver el plato de la persona que me acompañaba y que había sido tan incauta de pedirse una pechugas a la plancha.

Resumen de lo que ahí se cuece
La fotografía no hace honor, siendo muy reveladora, a lo que hay se presentó. Ni todos los limones de todos los limoneros de la Comunitat Valenciana hubiesen podido camuflar la insipidez y la dureza de los filetes de ave. Y si triste era la carne, mejor no describir la blanquecina lechuga que la acompañaba. A base de pimienta mi compañía dejó el pabellón alto al meterse entre pecho y espalda aquellos engendros de pechugas.


Los postres eran caseros. Eso es cierto. Lo cual quiere decir que estaban reconstruidos desde su origen de polvo de sobre. Con un puñado de canela para enmascarar la falta de sabor, nos sirvieron unas natillas que jamás olieron huevo y un arroz con leche totalmente engrudado. Los comimos con cierto alivio al divisar ya el final de la experiencia.


Con la mente divagando salimos por fin a la calle. Vaya pena de comida, pero sobre todo vaya pena que, día tras día, vea a los escasos turistas que nos visitan cayendo en las redes del restaurante. Quizá sea esta una de las razones de que sean tan escasos.


viernes, 15 de marzo de 2013

Restaurante El Puerto de Santa María (Zaragoza)




Sólo por estos pescaditos con huevo frito
ya valdría la pena la visita
La otra tarde me entretuve leyendo una curiosa anécdota. El poeta Nicolás Guillén regala un jamón a Rafael Alberti el 25 de noviembre de 1958. Ambos se encontraban en Buenos Aires en calidad de exiliados por de las respectivas dictaduras cubana y española. El obsequio se entregó en una fiesta con una veintena de invitados, y en agradecimiento al regalo, el poeta gaditano recitó el soneto que viene a continuación:

Al poeta cubano Nicolás Guillén agradeciéndole un jamón (soneto)

Hay vino, Nicolás, y por si fuera
poco para esta nalga de porcino,
con una champaña que del cielo vino
hay los huevos que el chancho no tuviera.

Y con los huevos, lo que más quisiera
tan buen jamón de tan carnal cochino:
las papas fritas, un manjar divino
que a los huevos les viniere de primera.

Hay mucho más, el diente agudo y fino
que hincarlo ansiosamente en él espera
con huevo y papa, con champaña y vino.

Mas si tal cosa al fin no sucediera,
no tendría, cual dijo un vate chino,
la más mínima gracia puñetera.

No es necesario señalar la afición por el buen vivir del poeta, así como su gusto por la buena comida. Leyendo y reyelendo el poema, mi estómago comenzó a protestar. Necesitaba zamparme algo que me quitara la desazón que don Rafael había conseguido insuflarme con sus palabras. Entonces, por asociación de ideas, recordé que me habían hablado de una taberna andaluza en el Paseo de la Mina. Busco en internet y la cosa mejora por momentos, se llama El Puerto de Santa María. Nada menos que la localidad de canoso poeta. Llamé con urgencia a un amigo, pues todavía no he superado la fobia a comer solo, y sin dudarlo un minuto, me lancé a la calle, y nuestros pasos nos dirigieron hacia ella.

Decoración andaluza con gusto
en un ambiente pulcro y curioso
 Esperábamos encontrar una típica tasca de vinos y tapas y la primera sorpresa apareció en forma de enorme restaurante dispuesto en dos grandes salas. Una larga barra acompaña al cliente a lo largo del comedor de entrada. En ella aparecen, en forma de tapas y platillos, todas las especialidades gaditanas que a uno se le puedan venir a la cabeza. El aspecto era inmejorable, las huevas aliñadas brillaban entre los lomos de atún de almadraba y los chochos. Varias ensaladillas de marisco, tersos boquerones y doradas croquetas se alinean tras el expositor. Ante aquel panorama decidimos tomar en la barra una cañita mientras esperábamos la mesa que habíamos pedido. Aquí llegó uno de los pocos fiascos de la noche. Con ese nombre no se puede consentir que no pongan una tapita con la caña. Si se enteran en Cádiz, a buen seguro que les prohíben usar su nombre en vano.
 
Servicio de mesa impecable
incluso para ir de raciones
 El comedor de arriba estaba lleno, así que nos dirigieron para el subterráneo. Pero no piense el lector que se trata de uno de esos espacios claustrofóbicos de relleno. Una de las paredes del mismo se abre a una pequeña galería que hace las veces de patio andaluz, con sus macetas colgadas y todo. El servicio de mesa y la decoración eran de una dignidad muy superior a las acostumbradas en las tabernas del sur. El personal de sala es atento, dispuesto y tan rápido como se lo permite la cocina. En ese ambiente tan prometedor y a la vista de la carta, nos decidimos por pedir varias raciones y así probar de todo un poco.
 
Laus y Chardonnay
dos aciertos seguros
 Para acompañarlo, y a riesgo de caer en sacrilegio, pedimos un Chardonnay de Laus. No es nada ortodoxo, pero el caso es que, será por falta de cultura o de tradición, pero los vinos del sur nos resultan algo incómodos. Dejaremos para otra ocasión las manzanillas, amontillados y olorosos, aquella noche maridamos el norte y el sur sin complejos. Con la cestilla de pan llegaron los esperados picos. Producto de calidad inversamente proporcional a la del pan de miga andaluz. A cada cual lo suyo. Ni que decir tiene que nos tuvieron que sacar varias bolsas de los mismos, quedando los vulgares panecillos intactos en su escondite.
 
Los ojos se nos fueron a los picos.
El pan para otro día
 Las raciones fueron llegando en orden de comanda: tomate aliñado, calamares fritos, albóndigas de sepia, bacalao dorado, pescaditos con huevo frito y boquerones rebozados. Merece la pena detallar cada uno de ellos, pero hemos de advertir que se tratan de raciones bastante pequeñas y con un precio muy ajustado, así que el comensal puede pedir varias de ellas sin miedo a tener que quedarse a fregar los platos.
 
El aceite emborracha de oliva
y el tomate abre el apetito
 El tomate aliñado es cortesía de la casa, un detalle que compensó la falta de tapa de la barra. Con un buen chorro de verde y aromático aceite de oliva, el tomate abre el apetito y anima a pedir raciones sin límite.
 
Fritura de calidad y recién hecha

Comenzamos con los calamares. Se debe destacar la calidad del enharinado, sin duda cordobés. Lo fundamental en una fritura es la calidad y limpieza del aceite. En esto nuestros primos andaluces son unos maestros. Buen aceite de oliva caliente y el resto es trabajo fácil. Del mismo modo, pudimos comprobar la calidad de la fritura en los boquerones y los pescaditos. Por momentos creí sentirme, de nuevo, en mi freiduría habitual cuando caigo por el Puerto de Santa María, el famoso Romerijo. Local donde aprendí la diferencia entre fritos y fritanga, y el hecho de que se puede comer freiduría sin afectar gravemente a la salud.
 
Albóndigas de sepia, de verdad

Las albóndigas de sepia hubiesen hecho las delicias de mi querido Manolo Vázquez Montalbán, un gran enamorado de las mismas en su versión desestructurada. El mundo albondiguil, en lo que a sepia se refiere, se divide en dos tendencias irreconciliables. Unos las prefieren hechas con carne de cerdo y ternera, y agregan la sepia aparte en una salsa marinera. Es cierto es que quedan más jugosas, pero el sabor de la sepia no llega a integrarse en ellas. Sacrificar la autenticidad del sabor por la jugosidad no me parece un buen negocio. Yo pertenezco más a la segunda especie de albondigueros. Las que las preferimos elaboradas a base de sepia, miga de pan y huevo. Quedan, quizá, menos compactas y algo más secas, pero el sabor no tiene parangón. Aquí las sirven de esta última especie, algo de agradecer pues no es lo habitual por el norte.
 
Guiño a la vecina Portugal
Bacalao dorado
 Continuamos con una buena ración de bacalao dorado, que no es otra cosa que el contagio a la andaluza de portugués bacalhau a bras. Sencillas patatas fritas estilo paja, huevo batido y migas de bacalao. Aquí venían acompañadas de un excelente pan frito. Con decir que estaban en su punto es suficiente, pues los únicos peligros que puede tener este plato es que se cocine mucho y quede reseco o que falte bacalao. No era el caso, estaba en su punto.
 
La estrella de la casa en forma de
huevo estrellado sobre pescadito frito
 Los pescaditos con huevo frito nos sorprendieron gratamente a la pareja de descarriados que ahí nos encontrábamos. La combinación del crujiente enharinado con el huevo cremoso fue encomiable. La yema se derretía, como debe ser, entre los pescaditos sin reblandecerlos. El huevo frito del poema de Alberti me volvió a la cabeza, esta vez acompañado, no de jamón, sino de aquellos pescaditos que en otras ocasiones he comido a puñados envueltos en cucuruchos de papel por las calles de su pueblo. Una gozada y una ocasión para que asalten los recuerdos y se estimule la imaginación.
 
Boquerón, harina y aceite
¿Para qué más?
 Terminamos ya porque llegan a la mesa los boquerones. Carnes blanquísimas, frescas  y apretadas. Crujientes a base de buena freidora. Ni que decir tiene que nos devoramos hasta las cabezas y raspas. Es un platillo sin desperdicios. Sabor a mar que necesito de un complemento extra de vino blanco y picos para disfrutarlos más a fondo. Remate perfecto para una auténtica cena gaditana a dos pasos del centro de Zaragoza.
 
No será moderno, pero mola.
Pacharán y licor de hierbas
 No se nos puede olvidar, pues es de bien nacido el ser agradecido, que por sistema, a la hora de los cafés, mantienen la casi perdida costumbre de obsequiar al cliente con el clásico pacharán casero y el licor de hierbas. Así que desde ahora, todos aquellos zaragozanos a los que nos invade, de manera recurrente, la añoranza del sur, ya tenemos donde apaciguarla con dignidad. Va por usted, don Rafael, marinero en tierra.



lunes, 11 de marzo de 2013

Restaurante Flor (Barbastro, Huesca)


RestauranteFlor | Tel. 974 31 10 56
Elaboraciones modernas sin perder
la referencia del ingrediente

Tras una mala racha en mis andanzas culinarias aragonesas me ha llegado una sorpresa en forma de Flor. Y el hecho es que reconozco que acudí a este establecimiento del Somontano algo cargadito de prejuicios, pero estos fueron deshaciéndose gracias a un trabajo bien hecho. Tantas veces he visto caer el nivel de cocinas fantásticas cuando se han lanzado a aventuras empresariales, que pensé que este caso sería otro más de lo mismo. Abierto con esfuerzo en los años ochenta, se ganó el reconocimiento a base de trabajo e innovación permanente. Su vocación siempre ha sido la de ofrecer un concepto gastronómico moderno con base en la cocina tradicional. Qué fácil resulta decirlo, y que difícil encontrar un local que lo busque con verdadera vocación. La historia de la restauración aragonesa de las últimas décadas se resume en esa idea, pero en la mayoría de las ocasiones se queda en un plato de toda la vida presentado con algún toque decorativo vanguardista. Que si unas hojitas de colores por ahí, que si un chorro de reducción de algo por allá. El nivel de imaginación es nulo, pero todavía lo es más el de riesgo. Y no es que no sea consciente de que se trata de negocios y, como tales, deben intentar vender el mayor número de platos posibles. Este es el juego y hay quien lo juega muy bien. Pero eso no lo es todo. Cada vez somos más los que buscamos algo diferente cuando entramos en un restaurante que cuando lo hacemos en unos grandes almacenes. Cada vez somos más los que valoramos la comida por encima de otros bienes o servicios porque nos da el placer que no hallamos en otros productos. Cada vez somos más los que entendemos la labor del cocinero como la de un artista o, al menos, como alguien que nos lanza un mensaje personal, que se expresa a través de la técnica y los ingredientes. Cada vez somos más los que entendemos que la cantidad y la calidad de los productos no están reñidas con la visión moderna de la cocina. Y sobre todo, cada vez somos más los que no estamos dispuestos a dejarnos engañar cambiando oro por cuentas de oro.

El look ochentero tan de moda
luce auténtico en el Flor
Mi visita al restaurante de Barbastro me demuestra que es posible ofrecer una cocina moderna y digna, y que no toda intento de crecimiento empresarial en este sector tiene que llevarse por delante la calidad de su cocina. Desde 1980, cuando José Antonio Pérez inauguró el Restaurante Flor, el concepto de cocina moderna se ha instalado en Barbastro, y se ha convertido en referente de toda la provincia, cautivando poco a poco los exigentes paladares oscenses. La apertura del nuevo Flor&Laus en la afueras de la localidad, una alianza del restaurante y una bodega, era la cuestión que me hacía dudar sobre el nivel del establecimiento. ¿Habrá sacrificado su concepto culinario para ampliar el potencial mercado? Esa era la pregunta que me rondaba la cabeza al cruzar la puerta del restaurante. ¿Se habrá impuesto la visión comercial sobre la gastronómica? Así que lleno de dudas y con la determinación de poner a prueba nada menos que el menú del día me senté en la mesa. Elegí el menú porque siempre he pensado que es donde se puede husmear con mejor ángulo cualquier cocina y porque me interesa sobremanera comprobar si se atiende a todos los comensales por igual o se trata de un restaurante elitista y clasista.

El ambiente es cálido y, por decirlo en lenguaje actual, ochentero. Pero no se trata de la típica esclavitud de la moda retro que tanto se lleva en las reformas actuales. Este es de verdad. Mantiene su estética original donde a base de combinar baldosa y madera  logra un saborcillo muy auténtico. Manteles de calidad que muestran el emblema de la casa y cubertería y vajilla de calidad y variedad significativas. La gran sala queda dividida en pequeños espacios por unos iluminados separadores que dan una sensación de calma y amplitud al local. Quizá el replantearse desenfundar las sillas sería un punto estético positivo.

Panes variados para entretener al comensal
 El servicio es impecable desde la recepción. Aunque, es de justicia advertirlo, pude comprobar un hecho del que ya tenía referencias. Es de los pocos lugares donde no se ofrece el menú al comensal a no ser que se demande. Laguna que pronto se compensó cuando comenzó el festín. El vino, incluido en el menú, recomendado fue todo un acierto. Nada menos que un Pirineos Mesache syrah que resultó excelente. La cestilla de pan era completa. Panecillos blancos, integrales y varios tipos de colines y grissini acompañaron la comida.

Tarrina de mousse y vinagrillos de bienvenida
La tanda de aperitivos de la casa fue muy generosa. Comenzamos con una tarrina de mousse de foie con unas aceitunas de entretenimiento. Pero cuando esperábamos comenzar con el entrante llegó otro aperitivo en forma de plato complejo y muy bien presentado. Se trataba de una montadito de tomate dulce con arenque, hongos, lasca de parmesano y rúcula acompañado de una falsa trufa de mondongo, que era como paladear una esencia de steak tartar trufado que nos dejó sin respiración. Si esto eran los aperitivos, ¿qué nos esperaría luego?

Montadito de tomate dulce, arenque, hongos
y lasca de parmesano y falsa trufa de mondongo
A la hora de escoger los platos del menú, dos hechos demostraron la grandeza del restaurante y lo que les ha llevado a ser considerado como mejor restaurante aragonés del 2012 por la Academia de Gastronomía Aragonesa. No sólo el maître nos ayudó con sus recomendaciones, hecho nada usual hoy en día, sino que se nos ofreció la posibilidad de compartir los entrantes en medias raciones, casi convirtiendo un menú del día en uno de degustación. Comprenden al cliente e intuyen sus intenciones. Eso son tablas de verdad.

Bisaltos y cebolla dulce asada
rellena de pan de algas y vinagreta de fresas
El primer entrante fue el mejor plato de la comida. Y no es sólo por mi amor confeso a los bisaltos, sino porque es el que mejor resume el espíritu del restaurante. Los ingredientes aparecen desnudos, de verdad. La técnica no debe orientarse sólo a esconderlos para que al final el comensal descubra lo que realmente es y se sorprenda. Este juego está muy bien, pero cuando lo has jugado un millón de veces, la cosa empieza a patinar. Los bisaltos con cebolla dulce rellena de pan de algas y vinagreta de fresas aparecieron tal y como se presumen. Sobre una cama de bisaltos crujientes y al dente, aparece una cebolla bien asada de un dulzor extremo que acoge una masa ligera de puro océano. Mi acompañante y yo fuimos incapaces de seguir la conversación hasta que todo el plato desapareció. Síntesis de imaginación, sabores puros y contrastes meditados y bien realizados.

Pochas frescas con pato
La siguiente elección la hicimos en honor de la contundencia. Si cabalgas ciento cincuenta kilómetros para comer, hay que hacerlo con total vocación y sin reservas. Llegaron los siguientes entrantes en forma de pochas frescas con pato de lo más tradicional. Un apaño fuerte y sabroso de verduras espesó el caldo donde se cocieron las pochas, pero no resulto lo más llamativo. La mantecosidad extrema de las legumbres, que nos informaron que eran de un pueblo cercano, era tan importante que no pudimos evitar comerlas con la técnica asturiana, aunque eso nos llevase un tiempo hacerlo. El sistema es sencillo: cucharada con una o dos judías que se depositan en la lengua para después chafarlas contra el paladar. Un fino puré se escurre de nuevo por la lengua para dejar toda la boca harinosa. Muy poca legumbre soporta la prueba. Éstas lo hicieron con creces. Uno no puede evitar pensar con pena lo mal que nos sabemos vender en tierras aragonesas. Pensar que los franceses del sur tienen rutas gastronómicas en torno a la garbure, y nosotros tenemos que descubrir casi por casualidad un guiso con productos locales de este nivel, dice poco de nuestra ajada autoestima. El asunto del pan empapado en el caldo sustancioso lo dejo sin relatar, porque me consta que mi cardiólogo leerá estas líneas.

Bacalao de salazón con guiso de alcachofas
a la mostaza y col de pella
Llegamos a las palabras mayores, los principales. Como estaba planeado, nos decidimos por un plato de carne y uno de pescado que quedaron a la libre elección del maître. El pescado elegido, como no podía ser de otro modo, fue el bacalao de salazón. Éste venía acompañado con un guiso de alcachofas a la mostaza y guarnecido por una col de pella que terminó de fusionar el mar y la huerta. Resultó muy destacable la calidad del pescado. Sus gruesas láminas se abrían como un abanico. Para mi gusto extremo le sobraba un minuto de calor, pero he de reconocer que el punto sería el idóneo para los comunes paladares. La salsa de alcachofas y la tersa pella jugaron el papel que les indicaron en la cocina, el de los grandes invitados. El bacalao hizo de buen anfitrión empapándose de los jugos y aromas de la creación. Soberbio. Plato muy arriesgado que obtiene la medalla al buen gusto sin ambages.

Guiso de meloso de ternera tradicional
En el plato de carne el asunto resultó igual de interesante pero de manera bien distinta. Se trataba del guiso de meloso de ternera tradicional, donde la carne se combinaba con trigueros y alcachofas en una rectilínea hilera que resultó el camino hacia el cielo. Se agradeció que más que salseada la presentación viniese napada, pues la sustanciosa salsa se hubiese adueñado del plato impidiendo a las verduras ejecutar su rol. No puedo dejar de destacar que la carne no respondía a la cutre definición de “jugosa como el agua”, o a la peor y timorata “se deshace como la mantequilla”. Y esto resulta ya una alegría en esta tierra de sosos. Si quiero agua o mantequilla la pido, pero si elijo carne de vacuno, se me supone un animal carnívoro. Adoro sentir la carne sabrosa, suave y melosa, pero que la fibra no desaparezca. No tiene que ver con carnes pasadas o secas. Nuestros antepasados aprendieron que la exposición de la carne al fuego ablandaba la fibra y facilitaba el masticado, pero de ahí a los guisos de carne descompuesta, con la esencia perdida y de rodillas ante sus guarniciones y salsas hay un camino muy largo. A quien no le guste la carne que no la coma, pero leche, que nos dejen al resto en paz. Adoramos ver como las fibras se deshacen en nuestra boca, y no en la cazuela, queremos que sepa a animal, no a verduras, quesos y demás. La ternera del Flor no es salvaje, pero no ahí no se abusa de ultracocinados ni embustes. Las vitaminas y proteínas se desprenden de unos bocados jugosos y suculentos que no han sido violentados por el fuego. Buena opción, caballeros, buena opción.

Helado de yogur especiado con cremoso de mango
Los postres también los escogimos contrastados: un helado de yogurt especiado y cremoso de mango, y uno denominado Todo chocolate. EL primero resultó muy ligero, nada empalagoso y con un agradable contraste entre el lechoso helado y el juguetón mango. Un acierto de sabores que solo se hubiese visto mejorado si a la tropical fruta se le hubiese sustituido por el calandino melocotón. Hubiese cumplido la misma función y ahorrado al mundo unos cuantos litros de carburante. Quizá sea una obsesión ecologista, pero así es uno.

Todo chocolate
El chocolate fue muy decente, en especial porque como elemento principal figuraba el chocolate blanco, mucho más goloso que el negro. Normalmente el blanco viene como guiño cromático más decorativo que otra cosa. Aquí se invierte el razonamiento. El chocolate con leche y el puro aparecen en forma de arena, bastoncitos y helado, custodiando a una pieza tremenda de chocolate blanco muy compacto y nada suavizado. Ni espuma, ni praliné, ni crema, ni cremoso. El chocolate aparece en bloque oponiéndose con fuerza a la cuchara. Así puede deshacerse en la boca, que es donde mejor despliega sus aromas golosos.


Calidad extrema, conceptos claros, buen servicio y ambiente por un precio irrisorio en nuestros días de patinazos. No hay excusas para no regalarse un capricho así.