RestauranteFlor | Tel. 974
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Elaboraciones modernas sin perder
la referencia del ingrediente
|
Tras una mala racha en mis andanzas culinarias aragonesas me
ha llegado una sorpresa en forma de Flor. Y el hecho es que reconozco que acudí
a este establecimiento del Somontano algo cargadito de prejuicios, pero estos
fueron deshaciéndose gracias a un trabajo bien hecho. Tantas veces he visto
caer el nivel de cocinas fantásticas cuando se han lanzado a aventuras
empresariales, que pensé que este caso sería otro más de lo mismo. Abierto con
esfuerzo en los años ochenta, se ganó el reconocimiento a base de trabajo e
innovación permanente. Su vocación siempre ha sido la de ofrecer un concepto
gastronómico moderno con base en la cocina tradicional. Qué fácil resulta
decirlo, y que difícil encontrar un local que lo busque con verdadera vocación.
La historia de la restauración aragonesa de las últimas décadas se resume en
esa idea, pero en la mayoría de las ocasiones se queda en un plato de toda la
vida presentado con algún toque decorativo vanguardista. Que si unas hojitas de
colores por ahí, que si un chorro de reducción de algo por allá. El nivel de
imaginación es nulo, pero todavía lo es más el de riesgo. Y no es que no sea
consciente de que se trata de negocios y, como tales, deben intentar vender el
mayor número de platos posibles. Este es el juego y hay quien lo juega muy
bien. Pero eso no lo es todo. Cada vez somos más los que buscamos algo
diferente cuando entramos en un restaurante que cuando lo hacemos en unos
grandes almacenes. Cada vez somos más los que valoramos la comida por encima de
otros bienes o servicios porque nos da el placer que no hallamos en otros
productos. Cada vez somos más los que entendemos la labor del cocinero como la
de un artista o, al menos, como alguien que nos lanza un mensaje personal, que
se expresa a través de la técnica y los ingredientes. Cada vez somos más los
que entendemos que la cantidad y la calidad de los productos no están reñidas
con la visión moderna de la cocina. Y sobre todo, cada vez somos más los que no
estamos dispuestos a dejarnos engañar cambiando oro por cuentas de oro.
El look ochentero tan de moda
luce auténtico en el Flor
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Mi visita al restaurante de Barbastro me demuestra que es
posible ofrecer una cocina moderna y digna, y que no toda intento de
crecimiento empresarial en este sector tiene que llevarse por delante la
calidad de su cocina. Desde
1980, cuando José Antonio Pérez inauguró el Restaurante Flor, el concepto de
cocina moderna se ha instalado en Barbastro, y se ha convertido en referente de
toda la provincia, cautivando poco a poco los exigentes paladares oscenses. La
apertura del nuevo Flor&Laus en la afueras de la localidad, una alianza del
restaurante y una bodega, era la cuestión que me hacía dudar sobre el nivel del
establecimiento. ¿Habrá sacrificado su concepto culinario para ampliar el
potencial mercado? Esa era la pregunta que me
rondaba la cabeza al cruzar la puerta del restaurante. ¿Se habrá impuesto la
visión comercial sobre la gastronómica? Así que lleno de dudas y con la
determinación de poner a prueba nada menos que el menú del día me senté en la
mesa. Elegí el menú porque siempre he pensado que es donde se puede husmear con
mejor ángulo cualquier cocina y porque me interesa sobremanera comprobar si se
atiende a todos los comensales por igual o se trata de un restaurante elitista
y clasista.
El ambiente es cálido y, por decirlo en lenguaje actual,
ochentero. Pero no se trata de la típica esclavitud de la moda retro que tanto
se lleva en las reformas actuales. Este es de verdad. Mantiene su estética
original donde a base de combinar baldosa y madera logra un saborcillo muy auténtico. Manteles
de calidad que muestran el emblema de la casa y cubertería y vajilla de calidad
y variedad significativas. La gran sala queda dividida en pequeños espacios por
unos iluminados separadores que dan una sensación de calma y amplitud al local.
Quizá el replantearse desenfundar las sillas sería un punto estético positivo.
Panes variados para entretener al comensal |
El servicio es impecable desde la recepción. Aunque, es de
justicia advertirlo, pude comprobar un hecho del que ya tenía referencias. Es
de los pocos lugares donde no se ofrece el menú al comensal a no ser que se
demande. Laguna que pronto se compensó cuando comenzó el festín. El vino,
incluido en el menú, recomendado fue todo un acierto. Nada menos que un
Pirineos Mesache syrah que resultó excelente. La cestilla de pan era completa.
Panecillos blancos, integrales y varios tipos de colines y grissini acompañaron
la comida.
Tarrina de mousse y vinagrillos de bienvenida |
La tanda de aperitivos de la casa fue muy generosa.
Comenzamos con una tarrina de mousse de foie con unas aceitunas de
entretenimiento. Pero cuando esperábamos comenzar con el entrante llegó otro
aperitivo en forma de plato complejo y muy bien presentado. Se trataba de una
montadito de tomate dulce con arenque, hongos, lasca de parmesano y rúcula
acompañado de una falsa trufa de mondongo, que era como paladear una esencia de
steak tartar trufado que nos dejó sin respiración. Si esto eran los aperitivos,
¿qué nos esperaría luego?
Montadito de tomate dulce, arenque, hongos
y lasca de parmesano y falsa trufa de mondongo
|
A la hora de escoger los platos del menú, dos hechos
demostraron la grandeza del restaurante y lo que les ha llevado a ser
considerado como mejor restaurante aragonés del 2012 por la Academia de
Gastronomía Aragonesa. No sólo el maître nos ayudó con sus recomendaciones,
hecho nada usual hoy en día, sino que se nos ofreció la posibilidad de
compartir los entrantes en medias raciones, casi convirtiendo un menú del día
en uno de degustación. Comprenden al cliente e intuyen sus intenciones. Eso son
tablas de verdad.
Bisaltos y cebolla dulce asada
rellena de pan de algas y vinagreta de fresas
|
El primer entrante fue el mejor plato de la comida. Y no es
sólo por mi amor confeso a los bisaltos, sino porque es el que mejor resume el
espíritu del restaurante. Los ingredientes aparecen desnudos, de verdad. La
técnica no debe orientarse sólo a esconderlos para que al final el comensal
descubra lo que realmente es y se sorprenda. Este juego está muy bien, pero
cuando lo has jugado un millón de veces, la cosa empieza a patinar. Los
bisaltos con cebolla dulce rellena de pan de algas y vinagreta de fresas
aparecieron tal y como se presumen. Sobre una cama de bisaltos crujientes y al
dente, aparece una cebolla bien asada de un dulzor extremo que acoge una masa
ligera de puro océano. Mi acompañante y yo fuimos incapaces de seguir la
conversación hasta que todo el plato desapareció. Síntesis de imaginación,
sabores puros y contrastes meditados y bien realizados.
Pochas frescas con pato |
La siguiente elección la hicimos en honor de la contundencia.
Si cabalgas ciento cincuenta kilómetros para comer, hay que hacerlo con total
vocación y sin reservas. Llegaron los siguientes entrantes en forma de pochas
frescas con pato de lo más tradicional. Un apaño fuerte y sabroso de verduras
espesó el caldo donde se cocieron las pochas, pero no resulto lo más llamativo.
La mantecosidad extrema de las legumbres, que nos informaron que eran de un
pueblo cercano, era tan importante que no pudimos evitar comerlas con la
técnica asturiana, aunque eso nos llevase un tiempo hacerlo. El sistema es
sencillo: cucharada con una o dos judías que se depositan en la lengua para
después chafarlas contra el paladar. Un fino puré se escurre de nuevo por la
lengua para dejar toda la boca harinosa. Muy poca legumbre soporta la prueba.
Éstas lo hicieron con creces. Uno no puede evitar pensar con pena lo mal que
nos sabemos vender en tierras aragonesas. Pensar que los franceses del sur
tienen rutas gastronómicas en torno a la garbure, y nosotros tenemos que
descubrir casi por casualidad un guiso con productos locales de este nivel,
dice poco de nuestra ajada autoestima. El asunto del pan empapado en el caldo
sustancioso lo dejo sin relatar, porque me consta que mi cardiólogo leerá estas
líneas.
Bacalao
de salazón con guiso de alcachofas
a la
mostaza y col de pella
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Llegamos a las palabras mayores, los principales. Como
estaba planeado, nos decidimos por un plato de carne y uno de pescado que
quedaron a la libre elección del maître. El pescado elegido, como no podía ser
de otro modo, fue el bacalao de salazón. Éste venía acompañado con un guiso de alcachofas a la
mostaza y guarnecido por una col de pella que terminó de fusionar el mar y la
huerta. Resultó muy destacable la calidad del pescado. Sus gruesas láminas se
abrían como un abanico. Para mi gusto extremo le sobraba un minuto de calor,
pero he de reconocer que el punto sería el idóneo para los comunes paladares.
La salsa de alcachofas y la tersa pella jugaron el papel que les indicaron en
la cocina, el de los grandes invitados. El bacalao hizo de buen anfitrión
empapándose de los jugos y aromas de la creación. Soberbio. Plato muy
arriesgado que obtiene la medalla al buen
gusto sin ambages.
Guiso de meloso de ternera tradicional |
En el plato de carne el asunto resultó igual de interesante
pero de manera bien distinta. Se trataba del guiso de meloso de ternera
tradicional, donde la carne se combinaba con trigueros y alcachofas en una
rectilínea hilera que resultó el camino hacia el cielo. Se agradeció que más
que salseada la presentación viniese napada, pues la sustanciosa salsa se
hubiese adueñado del plato impidiendo a las verduras ejecutar su rol. No puedo
dejar de destacar que la carne no respondía a la cutre definición de “jugosa
como el agua”, o a la peor y timorata “se deshace como la mantequilla”. Y esto
resulta ya una alegría en esta tierra de sosos. Si quiero agua o mantequilla la
pido, pero si elijo carne de vacuno, se me supone un animal carnívoro. Adoro
sentir la carne sabrosa, suave y melosa, pero que la fibra no desaparezca. No
tiene que ver con carnes pasadas o secas. Nuestros antepasados aprendieron que
la exposición de la carne al fuego ablandaba la fibra y facilitaba el
masticado, pero de ahí a los guisos de carne descompuesta, con la esencia
perdida y de rodillas ante sus guarniciones y salsas hay un camino muy largo. A
quien no le guste la carne que no la coma, pero leche, que nos dejen al resto
en paz. Adoramos ver como las fibras se deshacen en nuestra boca, y no en la
cazuela, queremos que sepa a animal, no a verduras, quesos y demás. La ternera
del Flor no es salvaje, pero no ahí no se abusa de ultracocinados ni embustes.
Las vitaminas y proteínas se desprenden de unos bocados jugosos y suculentos
que no han sido violentados por el fuego. Buena opción, caballeros, buena
opción.
Helado de yogur especiado con cremoso de mango |
Los postres también los escogimos contrastados: un helado de
yogurt especiado y cremoso de mango, y uno denominado Todo chocolate. EL
primero resultó muy ligero, nada empalagoso y con un agradable contraste entre
el lechoso helado y el juguetón mango. Un acierto de sabores que solo se
hubiese visto mejorado si a la tropical fruta se le hubiese sustituido por el
calandino melocotón. Hubiese cumplido la misma función y ahorrado al mundo unos
cuantos litros de carburante. Quizá sea una obsesión ecologista, pero así es
uno.
Todo chocolate |
El chocolate fue muy decente, en especial porque como
elemento principal figuraba el chocolate blanco, mucho más goloso que el negro.
Normalmente el blanco viene como guiño cromático más decorativo que otra cosa.
Aquí se invierte el razonamiento. El chocolate con leche y el puro aparecen en
forma de arena, bastoncitos y helado, custodiando a una pieza tremenda de chocolate
blanco muy compacto y nada suavizado. Ni espuma, ni praliné, ni crema, ni
cremoso. El chocolate aparece en bloque oponiéndose con fuerza a la cuchara.
Así puede deshacerse en la boca, que es donde mejor despliega sus aromas
golosos.
Calidad extrema, conceptos claros, buen servicio y ambiente
por un precio irrisorio en nuestros días de patinazos. No hay excusas para no
regalarse un capricho así.
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