lunes, 11 de marzo de 2013

Restaurante Flor (Barbastro, Huesca)


RestauranteFlor | Tel. 974 31 10 56
Elaboraciones modernas sin perder
la referencia del ingrediente

Tras una mala racha en mis andanzas culinarias aragonesas me ha llegado una sorpresa en forma de Flor. Y el hecho es que reconozco que acudí a este establecimiento del Somontano algo cargadito de prejuicios, pero estos fueron deshaciéndose gracias a un trabajo bien hecho. Tantas veces he visto caer el nivel de cocinas fantásticas cuando se han lanzado a aventuras empresariales, que pensé que este caso sería otro más de lo mismo. Abierto con esfuerzo en los años ochenta, se ganó el reconocimiento a base de trabajo e innovación permanente. Su vocación siempre ha sido la de ofrecer un concepto gastronómico moderno con base en la cocina tradicional. Qué fácil resulta decirlo, y que difícil encontrar un local que lo busque con verdadera vocación. La historia de la restauración aragonesa de las últimas décadas se resume en esa idea, pero en la mayoría de las ocasiones se queda en un plato de toda la vida presentado con algún toque decorativo vanguardista. Que si unas hojitas de colores por ahí, que si un chorro de reducción de algo por allá. El nivel de imaginación es nulo, pero todavía lo es más el de riesgo. Y no es que no sea consciente de que se trata de negocios y, como tales, deben intentar vender el mayor número de platos posibles. Este es el juego y hay quien lo juega muy bien. Pero eso no lo es todo. Cada vez somos más los que buscamos algo diferente cuando entramos en un restaurante que cuando lo hacemos en unos grandes almacenes. Cada vez somos más los que valoramos la comida por encima de otros bienes o servicios porque nos da el placer que no hallamos en otros productos. Cada vez somos más los que entendemos la labor del cocinero como la de un artista o, al menos, como alguien que nos lanza un mensaje personal, que se expresa a través de la técnica y los ingredientes. Cada vez somos más los que entendemos que la cantidad y la calidad de los productos no están reñidas con la visión moderna de la cocina. Y sobre todo, cada vez somos más los que no estamos dispuestos a dejarnos engañar cambiando oro por cuentas de oro.

El look ochentero tan de moda
luce auténtico en el Flor
Mi visita al restaurante de Barbastro me demuestra que es posible ofrecer una cocina moderna y digna, y que no toda intento de crecimiento empresarial en este sector tiene que llevarse por delante la calidad de su cocina. Desde 1980, cuando José Antonio Pérez inauguró el Restaurante Flor, el concepto de cocina moderna se ha instalado en Barbastro, y se ha convertido en referente de toda la provincia, cautivando poco a poco los exigentes paladares oscenses. La apertura del nuevo Flor&Laus en la afueras de la localidad, una alianza del restaurante y una bodega, era la cuestión que me hacía dudar sobre el nivel del establecimiento. ¿Habrá sacrificado su concepto culinario para ampliar el potencial mercado? Esa era la pregunta que me rondaba la cabeza al cruzar la puerta del restaurante. ¿Se habrá impuesto la visión comercial sobre la gastronómica? Así que lleno de dudas y con la determinación de poner a prueba nada menos que el menú del día me senté en la mesa. Elegí el menú porque siempre he pensado que es donde se puede husmear con mejor ángulo cualquier cocina y porque me interesa sobremanera comprobar si se atiende a todos los comensales por igual o se trata de un restaurante elitista y clasista.

El ambiente es cálido y, por decirlo en lenguaje actual, ochentero. Pero no se trata de la típica esclavitud de la moda retro que tanto se lleva en las reformas actuales. Este es de verdad. Mantiene su estética original donde a base de combinar baldosa y madera  logra un saborcillo muy auténtico. Manteles de calidad que muestran el emblema de la casa y cubertería y vajilla de calidad y variedad significativas. La gran sala queda dividida en pequeños espacios por unos iluminados separadores que dan una sensación de calma y amplitud al local. Quizá el replantearse desenfundar las sillas sería un punto estético positivo.

Panes variados para entretener al comensal
 El servicio es impecable desde la recepción. Aunque, es de justicia advertirlo, pude comprobar un hecho del que ya tenía referencias. Es de los pocos lugares donde no se ofrece el menú al comensal a no ser que se demande. Laguna que pronto se compensó cuando comenzó el festín. El vino, incluido en el menú, recomendado fue todo un acierto. Nada menos que un Pirineos Mesache syrah que resultó excelente. La cestilla de pan era completa. Panecillos blancos, integrales y varios tipos de colines y grissini acompañaron la comida.

Tarrina de mousse y vinagrillos de bienvenida
La tanda de aperitivos de la casa fue muy generosa. Comenzamos con una tarrina de mousse de foie con unas aceitunas de entretenimiento. Pero cuando esperábamos comenzar con el entrante llegó otro aperitivo en forma de plato complejo y muy bien presentado. Se trataba de una montadito de tomate dulce con arenque, hongos, lasca de parmesano y rúcula acompañado de una falsa trufa de mondongo, que era como paladear una esencia de steak tartar trufado que nos dejó sin respiración. Si esto eran los aperitivos, ¿qué nos esperaría luego?

Montadito de tomate dulce, arenque, hongos
y lasca de parmesano y falsa trufa de mondongo
A la hora de escoger los platos del menú, dos hechos demostraron la grandeza del restaurante y lo que les ha llevado a ser considerado como mejor restaurante aragonés del 2012 por la Academia de Gastronomía Aragonesa. No sólo el maître nos ayudó con sus recomendaciones, hecho nada usual hoy en día, sino que se nos ofreció la posibilidad de compartir los entrantes en medias raciones, casi convirtiendo un menú del día en uno de degustación. Comprenden al cliente e intuyen sus intenciones. Eso son tablas de verdad.

Bisaltos y cebolla dulce asada
rellena de pan de algas y vinagreta de fresas
El primer entrante fue el mejor plato de la comida. Y no es sólo por mi amor confeso a los bisaltos, sino porque es el que mejor resume el espíritu del restaurante. Los ingredientes aparecen desnudos, de verdad. La técnica no debe orientarse sólo a esconderlos para que al final el comensal descubra lo que realmente es y se sorprenda. Este juego está muy bien, pero cuando lo has jugado un millón de veces, la cosa empieza a patinar. Los bisaltos con cebolla dulce rellena de pan de algas y vinagreta de fresas aparecieron tal y como se presumen. Sobre una cama de bisaltos crujientes y al dente, aparece una cebolla bien asada de un dulzor extremo que acoge una masa ligera de puro océano. Mi acompañante y yo fuimos incapaces de seguir la conversación hasta que todo el plato desapareció. Síntesis de imaginación, sabores puros y contrastes meditados y bien realizados.

Pochas frescas con pato
La siguiente elección la hicimos en honor de la contundencia. Si cabalgas ciento cincuenta kilómetros para comer, hay que hacerlo con total vocación y sin reservas. Llegaron los siguientes entrantes en forma de pochas frescas con pato de lo más tradicional. Un apaño fuerte y sabroso de verduras espesó el caldo donde se cocieron las pochas, pero no resulto lo más llamativo. La mantecosidad extrema de las legumbres, que nos informaron que eran de un pueblo cercano, era tan importante que no pudimos evitar comerlas con la técnica asturiana, aunque eso nos llevase un tiempo hacerlo. El sistema es sencillo: cucharada con una o dos judías que se depositan en la lengua para después chafarlas contra el paladar. Un fino puré se escurre de nuevo por la lengua para dejar toda la boca harinosa. Muy poca legumbre soporta la prueba. Éstas lo hicieron con creces. Uno no puede evitar pensar con pena lo mal que nos sabemos vender en tierras aragonesas. Pensar que los franceses del sur tienen rutas gastronómicas en torno a la garbure, y nosotros tenemos que descubrir casi por casualidad un guiso con productos locales de este nivel, dice poco de nuestra ajada autoestima. El asunto del pan empapado en el caldo sustancioso lo dejo sin relatar, porque me consta que mi cardiólogo leerá estas líneas.

Bacalao de salazón con guiso de alcachofas
a la mostaza y col de pella
Llegamos a las palabras mayores, los principales. Como estaba planeado, nos decidimos por un plato de carne y uno de pescado que quedaron a la libre elección del maître. El pescado elegido, como no podía ser de otro modo, fue el bacalao de salazón. Éste venía acompañado con un guiso de alcachofas a la mostaza y guarnecido por una col de pella que terminó de fusionar el mar y la huerta. Resultó muy destacable la calidad del pescado. Sus gruesas láminas se abrían como un abanico. Para mi gusto extremo le sobraba un minuto de calor, pero he de reconocer que el punto sería el idóneo para los comunes paladares. La salsa de alcachofas y la tersa pella jugaron el papel que les indicaron en la cocina, el de los grandes invitados. El bacalao hizo de buen anfitrión empapándose de los jugos y aromas de la creación. Soberbio. Plato muy arriesgado que obtiene la medalla al buen gusto sin ambages.

Guiso de meloso de ternera tradicional
En el plato de carne el asunto resultó igual de interesante pero de manera bien distinta. Se trataba del guiso de meloso de ternera tradicional, donde la carne se combinaba con trigueros y alcachofas en una rectilínea hilera que resultó el camino hacia el cielo. Se agradeció que más que salseada la presentación viniese napada, pues la sustanciosa salsa se hubiese adueñado del plato impidiendo a las verduras ejecutar su rol. No puedo dejar de destacar que la carne no respondía a la cutre definición de “jugosa como el agua”, o a la peor y timorata “se deshace como la mantequilla”. Y esto resulta ya una alegría en esta tierra de sosos. Si quiero agua o mantequilla la pido, pero si elijo carne de vacuno, se me supone un animal carnívoro. Adoro sentir la carne sabrosa, suave y melosa, pero que la fibra no desaparezca. No tiene que ver con carnes pasadas o secas. Nuestros antepasados aprendieron que la exposición de la carne al fuego ablandaba la fibra y facilitaba el masticado, pero de ahí a los guisos de carne descompuesta, con la esencia perdida y de rodillas ante sus guarniciones y salsas hay un camino muy largo. A quien no le guste la carne que no la coma, pero leche, que nos dejen al resto en paz. Adoramos ver como las fibras se deshacen en nuestra boca, y no en la cazuela, queremos que sepa a animal, no a verduras, quesos y demás. La ternera del Flor no es salvaje, pero no ahí no se abusa de ultracocinados ni embustes. Las vitaminas y proteínas se desprenden de unos bocados jugosos y suculentos que no han sido violentados por el fuego. Buena opción, caballeros, buena opción.

Helado de yogur especiado con cremoso de mango
Los postres también los escogimos contrastados: un helado de yogurt especiado y cremoso de mango, y uno denominado Todo chocolate. EL primero resultó muy ligero, nada empalagoso y con un agradable contraste entre el lechoso helado y el juguetón mango. Un acierto de sabores que solo se hubiese visto mejorado si a la tropical fruta se le hubiese sustituido por el calandino melocotón. Hubiese cumplido la misma función y ahorrado al mundo unos cuantos litros de carburante. Quizá sea una obsesión ecologista, pero así es uno.

Todo chocolate
El chocolate fue muy decente, en especial porque como elemento principal figuraba el chocolate blanco, mucho más goloso que el negro. Normalmente el blanco viene como guiño cromático más decorativo que otra cosa. Aquí se invierte el razonamiento. El chocolate con leche y el puro aparecen en forma de arena, bastoncitos y helado, custodiando a una pieza tremenda de chocolate blanco muy compacto y nada suavizado. Ni espuma, ni praliné, ni crema, ni cremoso. El chocolate aparece en bloque oponiéndose con fuerza a la cuchara. Así puede deshacerse en la boca, que es donde mejor despliega sus aromas golosos.


Calidad extrema, conceptos claros, buen servicio y ambiente por un precio irrisorio en nuestros días de patinazos. No hay excusas para no regalarse un capricho así.

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