Atención, comedor impenitente, que a
éstos hay que seguirlos de cerca. Y que placer da ver algo así en
los tiempos oscuros que vivimos. Al mismo tiempo que los aficionados
al buen comer y los creadores de los platos abrazamos posiciones
conservadoras, todavía podemos ver cómo surgen nuevos valores
valientes que lanzan mensajes honestos, alegres y sorprendentes.
Tiempos en que los clientes medimos hasta el último céntimo
mientras examinamos con lupa los platos que nos ponen delante.
Tiempos en los que los fogones se arrojan a la exhibición fácil de
platos sin riesgo ni alma. Tiempos en los que nos hemos acostumbrado
a comer por Decreto lo mismo y presentado de la misma manera. Tiempos
en los que cada cocina trata de conservar su clientela escondida en
la trinchera, a la espera de que amaine el temporal. Tiempos de
repetir las mismas combinaciones de ingredientes para no desentonar
de cara a la galería. Tiempos de dictadura del mensaje único y
simplón de cocina tradicional renovada (ja,ja,ja…)
Pues en estos tiempos de miedo y
monotonía me he encontrado una iniciativa que nace nadando
contracorriente, y vaya como nada. Tres cocineros son los culpables
de esta aventura. Adrián Armingol, Patricia Eguizábal y Elena
Cantón han unido sus fuerzas y su experiencia culinaria en nuestra
ciudad para iniciar un camino nuevo y sugerente. El punto de partida
se encuentra sobre las cenizas de lo que fue el antiguo y venido a
menos restaurante Don Pascual, ubicado en Residencial Paraíso. El
optimismo del trío se transmite desde la remodelación y puesta a
punto que se han trabajado en la sala. Transformar algo oscuro y
lleno de manifiesta dejadez decorativa en un espacio alegre y vital,
casi eléctrico, no debe de ser tarea fácil. Las ganas de tirar del
carro hacia delante se transmiten al futuro comensal desde el momento
de hacer la reserva. Se palpa la ansiedad por ver la reacción del
cliente ante las propuestas. Importan sus opiniones y, junto a los
cocineros y la comida, el comensal se eleva a la categoría de
protagonista, no de mera comparsa a la que intentar sacar los
cuartos.
En mi visita reciente al restaurante me
hice acompañar de la plana mayor del Comité Central de la
sopaconmosca porque las expectativas eran grandes. Un buen trabajo de
marketing a través de las redes sociales y las primeras impresiones
mostradas por clientes pioneros nos habían puesto en alerta. Si algo
se mueve en los fogones de Zaragoza, tendremos que poner la lupa
sobre ellos y contarlo. Ésta es, pues, nuestra experiencia.
Para comenzar debemos referirnos a su
propuesta insignia, el menú del día, que nace con vocación de ser
cambiado semanalmente. Pudimos ver que también se trabaja la carta,
que se presenta acertadamente corta y plagada de productos de
temporada, commeilfaut, que cansados estamos ya de cartas de
varias páginas que sólo demuestran la calidad de sus congeladores.
Decidimos dejarla para otra ocasión y centrarnos en un menú del que
ya habíamos oído hablar. El precio es de 16 euros entresemana y
18´90 euros el fin de semana, y lo más insólito, tratándose de
Zaragoza, es que no hay sorpresas: incluye el I.V.A., el pan, el vino
aragonés (Bodegas Care) y el agua.
El servicio de sala es de nivel muy
alto en un doble sentido. Por un lado, llevan a cabo su labor con una
impecable atención de escuela; pero el matiz que marca la diferencia
es el hecho de tratar de conocer los intereses de cada mesa y
atenderles de acuerdo a ellos. Hay comidas familiares, de negocios,
de encuentro de amigos, de interés gastronómico o, incluso, las más
interesantes, comidas de amor. En Don Pascual lo saben y diferencian
el trato según interese el grado de intimidad, comodidad o
complicidad con cada mesa.
Podríamos catalogar su estética como
de un bistró moderno y alegre. Sillas cómodas de diseño combinadas
con sofás en las zonas de pared que permiten ganar espacio a la
sala. En el juego cromático ganan los colores claros y un nervioso
naranja que inunda de luminosidad y dinamismo el espacio. En las
mesas siguen dominando los mismos colores sobre los que se dispone
unas relucientes cubertería y cristalería. El pan se sirve caliente
y el rosado de Cariñena bien frío, en una curiosa cubitera de
plástico.
El menú se estructura en dos medias
raciones de entrantes, un plato principal y un postre artesano. Al ir
tres personas con voluntad de probarlo todo, abarcamos casi todas las
combinaciones. Entre los entrantes optamos por probarlos todos: el
Gazpacho de cerezas, la Ensalada de caramelos de queso con vinagreta
de frutos secos, el Arroz de bacalao con alcachofas y las Migas Don
Pascual. Como principales pudimos seleccionar los Medallones de
solomillo blanco con calabacín y salsa de ajetes y mostaza, los
Rollitos de berenjena rellenos de carne con tomate especiado y
crujiente de parmesano y un Bonito rojo al Orio de cítricos. El
yantar se culminó con los tres postres que proponía el menú: el
Hojaldre de piña caramelizada, la Sopa de yogur con helado de
Ferrero Rocher y las Peras al vino con helado de mandarina.
Recibimos con alegría unos aperitivos
que la casa ofrece como gentileza mientras esperamos los entrantes.
Se trataban de unos mejillones al vapor como puños aliñados con
vinagreta y dispuestos sobre brillantes cucharas y unos chupachup de
queso crema y frutos secos. No se llevan el premio a la originalidad,
pero ya pudimos apreciar que los ingredientes que se manejan ahí son
de calidad importante. Y el detallazo de marcarse un aperitivo en un
menú del día dice mucho de la voluntad de conquista del cliente.
Nos dejamos querer, que a nadie le amarga un dulce.
Desde que, hace un par de años,
alguien decidió añadir cerezas al gazpacho, la cosa se ha extendido
por todas las cartas nacionales. Así que, sin ganar el premio a la
originalidad, pero quedando en buen puesto en cuanto a la calidad,
comenzamos la comida con este entrante fresco y muy agradecido. Se
agradece que hayan huido de espesuras artificiales y se sirva bien
aligerado. El toque de hierbabuena agudiza la sensación de frescura
de la fruta, y el aceite de intenso verde con el que viene rociado,
le aporta un aroma que emparenta el plato con sus sureños orígenes.
Buena elección para comenzar ligero y poner a punto el paladar para
platos de mayor envergadura.
El arroz resultó sencillamente
delicioso. El punto era el idóneo, lejos del habitual pasado que
suelen habitar los menús, aquí se trabajan unos granos
afortunadamente justitos de cocción. El bacalao siempre es un
invitado bienvenido, pero lo destacable del plato lo aportaron las
alcachofas. No tanto por su sabor natural y la sutileza de su
amargor, sino por haber volcado toda su esencia sobre un arroz sin
engaños. Eso es integrar sabores, que cansados estamos de arroces
cocidos a base de caldos con sabor a polvo a los que se añade a
última hora el ingrediente principal como un convidado de piedra.
Aquí todo estaba impregnado del sabor de la reina de las verduras.
Se sirve con escaso aporte de sal, que es la mejor forma de disfrutar
un arroz tan bien trabado.
La ensalada, como en casi todos los
casos, tiene poco que comentar. Y eso es bueno porque, al tratarse de
un plato de escasa complejidad, es un campo donde hay poco que ganar
y mucho que perder si se cometen errores. La originalidad, en este
caso, vino de la mano de los caramelos de queso. Se trata de un
lingote de queso tierno, cremoso e intenso envuelto, al estilo Sugus,
por una finísima y endulzada masa a la que se le ha aplicado una
reciente fritura, que la ha convertido en la reina del crujiente. Una
vinagreta afrutada sirve de aliño a las hojas de ensaladas variadas
y coloristas.
Las migas al estilo Don Pascual son un
exquisito fraude. Y no lo afirmo de manera peyorativa. Digo que son
fraudulentas, porque ese no puede ser el estilo Don Pascual, cuando
se trata del estilo de mi abuela. Justitas de apaño, dejan el
protagonismo a las migas de pan, como debe de hacerse si se quiere
respetar su origen humilde y pastoril. Resuenan mis carcajadas al ver
platos de migas inundados de jamón, longaniza, panceta, morcilla o
ingredientes todavía más atrevidos. Como si los pastores se
subieran a los puertos con medio tocino embutido a la espalda. Un
poco de sebo y algún retazo de lo haya por ahí sirven y sobran como
apaño. La concesión de los granos de uva, no sólo la tolero, sino
que la aplaudo. Evita atragantarse y desengrasa un poco el asunto.
Éstas llegaron bien sueltas y recién salteadas y con el ingrediente
que siempre echo a faltar cuando las como fuera de casa, la patata.
Ese es el gran secreto para suavizar la receta y hacerla totalmente
digerible. La sorpresa fue tal, que no levanté la cabeza del plato
hasta no dejar una miga viva sobre él.
El criterio para elegir los platos
principales me pareció ingenioso. Uno basado en la calidad del
producto, como es el solomillo blanco. Otro basado en la originalidad
y el exotismo, como los rollitos de calabacín. Y el último en la
frescura del ingrediente, el bonito rojo a la plancha.
El solomillo viene fileteado, alternado
con rodajas de calabacín y salseado con una salsa aromatizada a base
de mostaza y ajetes. Un plato de nivel importante. La carne aparece
jugosa y sonrosadita en su interior, mientras que el calabacín
permanece prácticamente crudo, al dente y crujiente. El salseado es
lo que es, salseado. Y lo digo harto de engullir aburrido carnes
recocidas con su salsa que impiden distinguir el ingrediente
principal. Una buena salsa debe acompañar y, a lo sumo, acentuar o
matizar los sabores principales. Aquí el toque de mostaza y de
ajetes es muy sutil y en ningún momento se apodera del plato.
Mucho más original, pero con menos
valía, se presentó el siguiente plato principal. Muy visual y
efectista, pero no logra armonizarse todo lo que ahí se pone en
juego. Jamón y queso en versiones cruda y en forma de tópica
galleta de parmesano respectivamente. Y a la combinación,
potencialmente tan mediterránea y brillante, de la berenjena y la
carne picada no se le saca todo el partido posible. Todo excelente al
tratarse de buen género, pero con una estructura diferente, se
hubiese logrado un resultado mayor que el de la suma de sus
elementos.
Donde se pone a prueba de verdad un
menú del día es en la plancha. Ahí el ingrediente no puede jugar
sucio. No hay trampa ni cartón. Y aquí es donde mejor parado salió
el restaurante. El filete de bonito estaba trabajado con buen gusto,
riesgo y ganas de conquistar. Sobre una plancha muy caliente y sin
excesos oleosos, la gruesa pieza de pescado rojo quedó crujiente y
sellada por fuera y jugosa y crudita por dentro. No necesitaba nada
más, pero el aliño de aceite que respetaba al pescado sin invadirlo
alegraba el plato; el Orio no camuflaba la intensidad de la carne y
el amargor que aportaba una afortunada naranja estofada, convirtió
en sublime el plato. Éste es uno de los casos en los que ni las
palabras ni las imágenes pueden dar fe verdadera de la magnitud del
asunto. Todavía hoy saboreo aquel filete, que sólo tuvo un punto
negativo, que se terminó.
Comenzamos el capítulo de dulces a
base de un hojaldre sobre el que se disponían varias láminas de
piña caramelizada. El puré de manzana y la cucharada de helado
artesano acompañaron bien a este postre que resultó fresco y nada
abusivo. La virtud principal la encontramos en un hojaldre bien
armado, en el que la mantequilla había abierto el clásico abanico
de capas que evita el riesgo de convertirse en un bollo industrial.
El segundo de los bocados dulces
consistía en una sopa de yogur con fruta fresca y helado de Ferrero.
Agradecimos mucho la sinceridad del restaurante al confesar que el
helado no era de la casa, sino de origen artesanal, rural y
turolense; tres cualidades que le suman un valor añadido importante.
Si no haces algo con tus propias manos, encárgaselas a los mejores.
Al igual que el anterior, nos resultó relativamente ligero gracias
al cremoso yogur en el que navegaba el resto de invitados.
En último lugar llegó el postre que
demostró la potencia que tiene el Don Pascual en el trabajo del
dulce. No lo consideran un añadido a la comida, sino que forma parte
esencial de su estructura. La labor de las peras al vino es
excelente. La carne de la fruta permanece tersa y totalmente embebida
por el tinto caldo. Acompaña a la fruta un helado de mandarina de
una tonalidad subida que lo aproxima a la radiactividad, pero del
mismo origen y sutileza que todos los anteriores. Pero no termina ahí
la cosa, pues lo mejor estaba por llegar. Junto a los elementos
conocidos, apareció un bocado de una tipología indescriptible. A
mitad de camino del bizcocho borracho y del suflé compacto, una
jugosa masa de harina, huevo, leche y azúcar integraba el vino como
una esponja recién estrenada para la ocasión. Resistía sin
desintegrarse en la boca. El dulzor de la masa se matizaba a base de
taninos. Abre este postre una ruta por la que vaticinamos futuros
dulces éxitos.
Poco se puede aportar al asunto como
conclusión. Nos han lanzado una de las propuestas más alegres y
valientes de los últimos tiempos. Sólo resta por ver si serán
capaces de mantener el nivel tan alto de calidad y creatividad. La
intención de renovar continuamente el menú es peligrosa y nada
fácil, así que, por nuestra parte, seguiremos reincidiendo en cada
ocasión que podamos. El comienzo ha sido muy esperanzador y la moral
de la tropa se ve elevada. Un paisaje que nos recuerda a tiempos
menos nublados.
He comido de maravilla a un precio increíble. Merecer la pena disfrutar de está variada, bien trabajada y original carta. El único inconveniente es el frío (era un día de mucho frío en la calle) cada vez que se abría la puerta, entraba mucho frío. A pesar de eso, repetiré (con jersey de lana)
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