Trio de cebiches que justifican la visita |
Como mosca vieja, uno ya está acostumbrado a su tarrito de
miel que abandona en contadas ocasiones. Sólo estoy dispuesto a moverme por
causas de fuerza mayor, y la curiosidad que tenía por descubrir la cocina
peruana actual era, sin duda, una de ellas. Así que abrí las alas y puse rumbo
a la vecina ciudad condal.
Si hay una cocina emergente en nuestros días a nivel
internacional, ésta es la bautizada como
novoandina. Y no lo digo por decir, hagamos un poco de historia para situarnos
en el contexto actual. La primera verdadera revolución gastronómica ocurrió
hace muy poco tiempo en nuestra vecina Francia. La nouvelle cuisine abanderada
por Paul Bocuse no sólo renovó la
tradición culinaria francesa, sino que se extendió por todo el mundo como la
forma ortodoxa de entender la alta cocina. Cierto que apenas trascendió a nivel
popular, pero tampoco era esa su vocación. Nuevas técnicas y presentaciones se
extendieron por doquier. Se emplataba en la cocina y menguaban unas raciones que,
por otro lado, aparecían más sofisticadas y mejor guarnecidas. El caso es que como casi toda revolución, el
sistema se estancó e institucionalizó. Asistimos así al periodo de la dictadura
de la cocina francesa que puso punto final al movido siglo XX.
Espacios amplios y cómodos |
Fue en el otro lado de los Pirineos donde se gestó el nuevo
asalto al poder de la mano de una generación de cocineros, precisamente
educados bajo las directrices bocusianas. Si la cocina francesa fundamenta su
esencia en las presentaciones dignificadas de elementos clásicos, el ataque
español llegará desde el mundo de la renovación técnica, de ahí su catalogación
como cocina molecular. No merece la pena detenerse mucho en cuestiones de
encasillamientos y ránquines, pues en síntesis, lo que ocurrió en el cambio de
milenio fue la derrota francesa ante una cocina que, al principio, minusvaloró,
y que terminó por dejarla anticuada, superada y arrinconada en restaurantes
rancios más propios de bodas y banquetes. España estaba de moda, su cocina,
como su deporte, llenaron portadas por todo el mundo. Nadie se quería perder
aquello. El ingrediente, siempre de calidad, había desaparecido durante el
cocinado y volvía a la vida en el plato del comensal en formas nuevas, con
texturas, colores y apariencias diferentes a las esperadas. Se estableció una
carrera por ver quién era capaz de hacer la mayor pirueta acrobática con
cualquier elemento. Nuestro Bulli se convirtió en el buque insignia de la
cocina de vanguardia, donde se formaron los mejores chefs que comenzaban a exportar
la idea como una marea. Su expansión fue rapidísima y dio lugar a multitud de
variantes y ramificaciones, pero siempre con la investigación y la innovación
técnica como bandera y con los últimos avances científicos como compañeros de
viaje.
Tras el guirigay montado por los españoles llegó la reacción
desde el frío norte de Europa. Las sorpresas terminaron por aburrir. A todo
periodo clásico le sigue su barroco, y al fin, su rococó. La revolución
española fue profunda, pero cumplió sus ciclos de vida de manera muy rápida.
Nada que se fundamente en la sorpresa y la novedad puede durar mucho por
definición. El ataque al dominio cientifista español llegó de la mano del
regreso a la naturaleza y al paisaje del entorno. Y hablando de paisajes y terruños, el mundo nórdico los tiene para
cansar. Vuelve a aparecer el ingrediente en su forma más elemental y simple
sobre el plato. Aquí no hay trampa ni cartón. Acusando de artificiales a los
vanguardistas y con el famoso Noma por bandera, la vuelta a la pureza de la
madre tierra se impuso como nuevo referente culinario. Lo más chic llegaron a
ser los restaurantes con huerto, donde el comensal puede ver lo que se va a
comer, o incluso recolectarlo él mismo. Casi supuso el regreso al neolítico
como punto de partida de nuevo. Desde las orillas del Mar del Norte se nos
invitó a reflexionar sobre lo inútil de tanto viraje gastronómico, si al final
volvíamos a la línea de salida. No había posibilidad de avanzar más. Era el fin
de la historia. De la historia culinaria.
Pero parece que la cosa no estaba tan clara. Los nórdicos
habían olvidado un ingrediente importante de toda cocina. El más importante, el
ser humano. Desnudar la gastronomía de su condición de manifestación cultural y
escaparate de cualquier civilización es despojarla de su elemento esencial.
Llevamos diez mil años domesticando la naturaleza y construyendo sociedades
donde desarrollarnos como seres humanos, y a cada paso dejamos huellas en el
camino y acumulamos conocimientos que hoy nos hacen ser quienes somos. Las
cocinas del mundo se forjan a base de todas estas vivezas. Son uno de nuestros
patrimonios de mayor envergadura. No hay mejor manera de comprender lo
relevante de esta afirmación que viajar comiéndoselo todo. Uno llega a
impregnarse de la personalidad y de la historia de cualquier sociedad probando
sus guisos y oliendo sus pucheros. Y si hay una característica que defina el
desquiciante mundo actual es la mezcla, el mestizaje y la globalización
cultural. No son días de purezas de sangre y conservadurismo. Es importante no
perder nuestros orígenes, pero más lo es comprender lo cerca que estamos hoy
unos de otros. Y si hay un lugar del mundo que aglutine la mezcla y la
confluencia como fundamento de su sociedad, ese es el Perú.
Profundidad hacia el patio |
Como todas las cocinas triunfantes que le precedieron, la
nueva cocina peruana tiene un buque insignia que pone rostro a su filosofía:
Gastón Acudio. Hay muchísimos otros que, junto a él, llevan a cabo la labor de
difusión de esta cocina por el mundo, pero el hombre moderno necesita de iconos
con los que identificar cualquier manifestación cultural, y el cocinero Gastón se
ha erigido en los últimos años como la imagen del movimiento de recuperación y
puesta a punto de la tradición culinaria peruana. Se ha hablado mucho de este
creador polifácetico, pero uno tiene sus querencias literarias y no puede
evitar regresar al primer artículo que leyó sobre él, nada menos que del
peruano más universal, Mario Vargas Llosa. Nos cuenta, don Mario, su infancia
entre los pucheros y faldas de la cocina de su hogar, tras la que vino una
formación de lo más ortodoxa encaminada al mundo del Derecho, que le hizo
recalar en España. Fue ahí donde se rebeló contra lo que parecía su destino y
salió del armario confesando su pecado. Amaba la cocina y se iba a entregar a
ella. Tras el viraje se escapó a París y formó en la alta gastronomía,
adquiriendo una base que le permitió acometer su gran obra. Recopilar,
recuperar y traducir al lenguaje moderno toda la tradición gastronómica de su
tierra natal. Y vaya tradición. Nada menos que influenciada hasta la médula
por, al menos, cinco grandes culturas gastronómicas. De la confluencia de todas
ellas y con una base de ingredientes autóctonos de enorme enjundia, nace una
cocina con ambición universal.
Los cimientos gastronómicos los aporta, como no podría ser
de otro modo, la tradición del Antiguo Perú precolombino de los Incas. Cocina
indígena donde se gestó la domesticación de vegetales como la patata, el tomate
o el maíz, que no es decir poco. La primera aportación la provocó la llegada de
los españoles con toda su cocina a la espalda. Una cocina, ya de por sí,
fuertemente definida por la tradición mediterránea y árabe. A esta coctelera
vino a sumarse las exóticas aportaciones, llegadas de la costa atlántica del
África Subsahariana, de la población esclava que llegaba como mano de obra en
las bodegas de los barcos de los colonizadores. Por si fuera poco, los
franceses expulsados por los revolucionarios de finales del siglo XVIII,
escogieron Lima como destino de su exilio. Enriquecieron los platos
configurando casi definitivamente la cocina peruana que hoy podemos disfrutar
casi en cualquier rincón del mundo. Y digo casi, porque falta la última y
poderosa aportación. La última oleada de inmigrantes llegará en el siglo XIX
desde el otro lado del Índico. Chinos, cantoneses y japoneses llegan desde el
océano aportando el que va a ser uno de los protagonistas de las cocinas del
Perú, el arroz. Quienes consideramos el mestizaje como elemento de riqueza
cultural no encontraremos en todo el planeta una confluencia de caminos
similar. Una bomba de relojería a la que se debe encauzar. Un mundo de
posibilidades casi infinito.
Priorat, ese gran compañero |
Con estas disquisiciones previas decidí iniciarme en el
mundo de esta atractiva propuesta y me dirigí al lugar más cercano donde poder
masticar toda esta teoría. El resultado no pudo ser más satisfactorio. Y eso
que también llevaba mis reparos, pues la cocina de Gastón Acudio también
contiene muchos de los peligros ante los que suelo tomar precaución. Al
contrario de nuestro Ferrán Adrià, que nunca optó por la visión empresarial de
su marca El Bulli y no abrió sucursales ni franquicias de las que llenan
bolsillos y vacían prestigio, Gastón es un empresario exitoso. Viene inundando
el mundo a base de varias líneas de franquicias y marcas con distintas
orientaciones y dirigidas a diferentes sectores de la población. Todo un
ejemplo de segmentación socioeconómica. Esto siempre me huele mal y me pone en
alerta. Astrid&Gaston es la madre de todo el imperio. Familia que pronto se
vio incrementada por la cadena de, más informales, bristó Tanta; las
cebicherías La Mar; la especializada en anticuchos Panchita; la fusión
italoperuana de los Bachiche; las hamburgueserías Papachos o la chocolatería
Melate, dirigida por su mujer, Astrid, o los más populares Chicha, entre otras
muchas fórmulas. Un ingenio empresarial que le pudo reportar sólo en 2008 la
cantidad de 60 millones de dólares, ahí es poco.
Decidí introducirme en su mundo desde el Tanta Barcelona.
Nada mejor que dejarse aconsejar por el impecable servicio de sala del local.
Acudimos cuatro comedores no iniciados en esta cocina y, lógicamente, queríamos
probarlo todo. Así que nos desabrochamos los cinturones y pusimos manos a la
obra. El ambiente acompañaba, pues la excelente decoración del local, su
especial distribución alargada que se abre al final a un patio selvático y un
servicio de mesa impecable y original dejaron el protagonismo a los platos que
enseguida comenzaron a llegar. Comida de calle y de abuela recuperada y
presentada para servir en restaurante moderno, todo un reto.
Jugoso pan de patata y tomate |
Merece la pena detenerse a comentar la calidad de la bodega
y el pan que se gastan en el local. Decidimos acompañar el yantar con un par de
botellas de un Priorat gracioso y muy peligroso, por su subido afrutado, nada
menos que un ya inolvidable, Les Cousins. El pan de patata tremendamente jugoso
llegó acompañado de tomate natural triturado en un claro guiño a la cocina
catalana.
La estrella, el cebiche clásico |
Comenzamos con el principal y más
conocido argumento que nos llega del Perú: los cebiches. Según dicta la carta es el arte de convertir el
mar en un mundo cítrico, picante y refrescante.
Elegimos el trio de cebiches que incluía el de jurel, el de corvina y el
de corvina y mariscos. Todos ellos vienen en una leche de tigre distinta que
permite hacerse una idea de la variedad de esta especialidad. El impacto que
nos provocó fue tal, que podemos afirmar que se trató de la mejor sorpresa de
la comida. Carne de pescado tersa y perfectamente marinada con un toque de
cítrico muy sutil, que no devora el sabor a mar de un excelente pescado. El
aliño se empapa del pescado de manera brutal. Quizá será por la falta de
costumbre de nuestros paladares a estos sabores, pero la combinación
extraordinaria justifica la fama que el cebiche está adquiriendo en el mundo.
Juegos entrepanes |
Por juguetear un poco antes de atacar los platos fuertes,
decidimos pedir un par de elaboraciones que nos llamaron la atención. Un
vistoso pan con pescao y una minihamburguesa. El primero se trataba de un
bocadillo de pez mantequilla, ejemplificando la influencia que la cocina
japonesa tiene en la peruana. Sin duda se trata del pescado de moda y el más
apto para consumir en crudo, debido a su alto contenido en grasa que da nombre
al pescado. La hamburguesa resultó algo más normalita. Buena carne de buey con
un toque original de salsa tártara.
Piqueos para compartir y probarlo todo |
Pero la cosa comenzó a ponerse seria cuando llegó la hora de
los piqueos. Nos decidimos por ellos, porque es la manera de poder descubrir un
poco de todas las propuestas. Son bandejas grandes donde se presentan muestras
variadas de las especialidades. La primera contenía el llamado piqueo criollo
que incluye el anticucho
de ternera, la papa rellena, la causa, las croquetas de ají de gallina y las
boliyucas. Destaca el gran colorido de la muestra así como lo logrado del sabor
callejero de los bocados. Excelentes los bocados a base de patata y yuca,
original la textura y fondo de las croquetas y más corrientes las carnes
guisadas.
El segundo de los piqueos que elegimos era el chifero, donde
encontramos wantanes,
chiferos cha siu, alitas y berenjekaos. Los primeros resultaron ser unas
sensacionales empanadillas de masa oriental y relleno fresco, picante y
aromático a base de cerdo y langostinos con salsa de tamarindo. Las alitas
estaban alegradas, y de qué manera, con un manto gelatinoso de salsa barbacoa
punzantemente agradable e intensa. Los bocadillitos pasaron sin pena ni gloria
con un pan que desmerecía el contenido, en cambio, las berenjenas rellenas de
cerdo se sumergían en una salsa chi jao kay, que resultó de lo más excelente de
la comida. Sabor intenso a olla vieja y sustancia que relamimos limpiando en
plato y peleando por sumergir pan en ella.
Ají de gallina, habla la tradición |
Tras el muestreo de los piqueos centramos la atención en los
platos principales, que es donde se jugaba el tipo nuestra experiencia peruana.
El resultado fue excelente, como puede verse a continuación. La primera
elección fue el imprescindible ají de gallina, un guiso de pollo limeño, ají
amarillo, pecanas, papas y arroz con choclo. Creo que es suficiente la imagen
para comprender la magnitud del asunto. Se necesitan kilómetros de migoso pan
para llegar al fondo del asunto. La integración de sabores es espectacular. La
peor y más sosas de las carnes, la de pollo, posee una cualidad que la eleva al
panteón de las grandes, su alta capacidad de absorber todo lo que se encuentra
a su alrededor. Y si lo que se encuentra es este ají amarillo, el resultado
quita el hipo. Un diez.
Muslo de pato con arroz de cilantro y caldo de cebiche |
La mejor muestra de la huella francesa en la cocina peruana
es el tratamiento que recibe el pato. Por ello nos decidimos a probar el muslo
de pato norteño. La carne estaba estofada hasta su máxima ternura, pero no fue
eso lo que nos llamó la atención. El aplauso general de la concurrencia llegó
con el arroz sobre el que descansaba el enorme muslo. Arroz de cilantro
salseado con el jugo de cebiche caliente. He de reconocer, y me duele como
paellero confeso, que aquel arroz es uno de los mejores que me he encontrado
sobre un plato ante mí. Punto perfecto, suelto y refrescado a base de cilantro,
acumula en cada grano la esencia del ánade que reposa sobre él gracias al caldo
de cocción, y la que el pescado ha vertido sobre el jugo de su aliño. Una nota
de mar y una de tierra que expresa la esencia de una nación que contiene ambos
mundos conviviendo. Síntesis de litoral y altiplano que resulta deliciosamente
poética.
Buen manejo del wok oriental |
No quisimos dejar pasar la ocasión de degustar una de las
especialidades más relacionadas con el mundo oriental, el trabajo del wok. El
resultado nos sorprendió menos pese a su vistosidad. Los ingredientes eran de
excelente calidad, pero el resultado, aunque bueno, nos sorprendió bastante
menos que el resto de platos. El toque agridulce que liga el plato y la
correcta integración de todos sus elementos son los aspectos más destacables,
que no es poco si pensamos que incluye además del saltado limeño de buey,
papas, cebollas, tomates, ají y arroz.
Pez mantequilla especiado con patata, ají y maíz |
No se asuste el lector por la brutal cantidad de comida que
devoramos. Sepa que los comensales que aquel día se reunieron tienen el punto
de saturación enfermizamente alto, y además mantienen la curiosidad de un niño
ante lo desconocido. Por ello, y pese a la incredulidad del personal, decidimos
terminar el ágape con un anticucho. No podíamos abandonar el restaurante sin
probar el típico pincho o brocheta peruana. Lo pedimos de pez mantequilla con
ají, patata y maíz, y vaya acierto. De nuevo el pescado nipón ante nosotros.
Esta vez en adobo de fuerte pimentón. Pudimos comprobar en primera persona como
cada bocado de pescado desprende su grasa en la boca acentuando el intenso
sabor a mar. Pero aquello no acababa ahí, porque la guarnición no quedaba en
segundo plato. Todavía quedaban fuerzas para sumergir las tersas patatas en el
ají que recordábamos de platos anteriores. Un canto al exceso y a la gula que
terminó con nuestra ansiedad y con la segunda botella de Priorat antes de
llegar a los postres.
Floreado helado de tamarindo |
Por refrescar un poco los exitados paladares quisimos
comenzar con un postre no demasiado empalagoso que sirviera de transición. Por
ello nos enfrentamos con una original tarta helada de tamarindo. Cimplió su
objetivo con creces y nos alegró la vista con una presentación tan floreada
como puede apreciarse. El tema dulce continuó con el famoso suspiro de limeña, realmente
el único postre tradicional del que habíamos oído hablar. Se sirve en copa alta
y consiste en una
capa del llamado manjar blanco de yemas cubierto por un merengue italiano al
oporto y espolvoreado de canela. La fama que le precede es justa, pues la crema
lograda a base de yemas y azúcar es soberbia, y nos recuerda, con pena, el gran
abanico de postres de yema que poblaron un día la Península Ibérica y que hoy
están casi olvidados y sustituidos por mediocridades industriales. Todavía nos
permitimos el caprichito de incluir un postre de dulce de leche bajo una gruesa
capa de merengue flambeado. Este remate no es apto para aquellas personas a las
que cualquier cantidad de azúcar les parece mucho por definición. Un postre
dulce es un postre dulce, y uno ultradulce también lo es, lógicamente. Así que,
con el subidón de glucosa y un buen café cargado pusimos fin a la aventura
peruana.
Excepcional labor de merengue |
Como conclusión puedo decir que el poso que me dejo este
tipo de cocina es importante. Ya sé que no se trata de la comida de calle
peruana, que en el camino se han quedado muchos matices y sensaciones, pero
como cata inicial de lo que me espera me pareció sensacional. En Tanta
Barcelona podemos agrandar el repertorio de sabores a los que estamos
acostumbrados, conocer un lenguaje nuevo y acercarnos a una tradición
construida mirando siempre más allá del propio horizonte. La adaptación de las
recetas, suavizando los sabores, al gusto del gran público es lógica tratándose
de una marca con vocación internacional, pero el hecho de introducirnos de
manera sutil y suave en el mundo culinario del Perú resulta muy interesante.
Terminar con un Suspiro de limeña es de obligado cumplimiento |
Muy bueno tu artículo pero el título de sopa con mosca me desconcierta.
ResponderEliminarCon los restaurantes tan cojonudos que tenemos en nuestro pais,,, yo no voy a éste restaurante ni harto de vino!!!
ResponderEliminar