Gastrosidrería El Trasgo, un valor seguro para todo el abanico gastronómico
La mosca tiene un antojo, y cuando eso
ocurre nada puede interponerse en su camino. La mosca quiere un
chuletón, y lo quiere de El Trasgo, como Dios manda. No hay nada
cómo sentir ese apetito de carnaza del Cromagnon que todos llevamos
dentro. Entonces uno se arregla un poco, sale a la calle y dirige su
vuelo hacia Pamplona Escudero 28. La única decisión que se ha de
tomar, en estos casos de apretón primitivo, es la de elegir la
corvina a la sal o el chuletón a la piedra. Un delicado e inagotable
subidón de proteínas te va invadiendo hasta saciar al cavernícola.
Pero esta semana estoy apesadumbrado porque me he quedado con las
ganas puestas. Por dos veces el comedor lleno y, como uno no es dado
a abusar de confianzas, mi ansia de vacuno se ha quedado
martillándome la cabeza. Pero, para qué mentir, en estos casos y
con los tiempos que corren, el Consejo Asesor de la mosca sólo puede
aplaudir y exclamar: ¡Bravo, Chema! Algo tienes que estar haciendo
muy bien. Uno se imagina difícil la tarea de sobrevivir hoy día en
el negocio gastronómico, pero salir airoso de la batalla es obra de
titanes.
|
Intachable puesta en escena |
Quizá la clave del éxito de la
Gastrosidrería sea la diversificación. Aquí se supera la estéril
dicotomía entre la cocina de vanguardia y la tradicional de una
manera un tanto radical, las hacen convivir. El enfrentamiento
mediático de principios del milenio entre los defensores del genio
de Ferrán Adrià y los adeptos al añorado Santi Santamaría se
reduce aquí a cenizas. Uno puede estar devorando una chuleta de a
kilo espalda con espalda a otro comensal que disfruta explotando en
su boca esferas moldeadas a base de Alginato. No hay más debate
sobre el asunto. Si es comida buena, se presenta bonita y se incluye
en el menú. Y que sean los apetitos del comensal quienes decidan
entre los dos mundos culinarios. Esos que jamás debieron de
separarse.
Uno de los mejores servicios de pan de Zaragoza. Es necesario moderarse con él |
Desde que el
físico húngaro Nicholas Kurti dio una charla en el año 1969,
denominada The physicist in the kitchen, hasta hoy ha llovido
mucho y se ha avanzado sobremanera en el matrimonio entre ciencia y
cocina. Espumas, emulsiones, geles, esferas, humos son ya elementos
corrientes en cualquier cocina del mundo. El éxito mundial de
cocineros como Pierre Gagnaire, Ferran Adrià o Heston Blumenthal no
podría entenderse sin dicho matrimonio. Y si hay un profesional en
esta ciudad, que se desviva por mantenerse actualizado en el mundo de
la cocina molecular, ese es Chema Ramón. Y lo mejor es que no se
trata de un conocimiento enciclopédico y teórico, pues pone en
práctica estas técnicas a diario en los fogones de El Trasgo.
Amante de la sorpresa, eleva el artificio culinario a un nivel
altísimo, presentando platos imposibles con una performance muy
estudiada, que busca generar el asombro en el comensal, que recibe
las propuestas como un bombardeo que sale de la cocina sin tregua. Es
una experiencia imprescindible para todo buen comedor que
difícilmente podrá vivirse en otro restaurante de Zaragoza. Además
es uno de los mejores ejemplos que desmienten el tópico de que la
cocina innovadora se desentiende del ingrediente original. Falacia
que por repetida no deja de ser falsa. Aquí se gasta género del
bueno, y éste aparece en el plato totalmente reconocible y en
plenitud de facultades.
En el ejemplo que hoy traigo aquí
predomina de manera clara y objetiva la cocina más experimental y
moderna. Prima la sorpresa y la combinación original en uno de los
menús temáticos que, periódicamente, se ofrecen en el restaurante.
En este caso se trataba de uno dedicado a los años setenta
consistente en tres entrantes, cuatro principales presentados por
parejas y dos postres originales, al precio de 35 euros por comensal
y regados por un tinto Pierola. No puedo dejar de reconocer que esta
es una de las entradas que la mosca ha demorado mucho, quizá
demasiado, y eso se paga a la hora de describir los platos, pues ya
se sabe que la memoria de un insecto no es su punto fuerte. Soy
consciente de que es una pena no haber redactado estas líneas en su
momento, pero tras meditar el asunto, prefiero que un menú como este
no quede condenado al ostracismo, pues la ocasión lo merece de verdad. Al
menos el lector podrá recrearse con las imágenes de las
elaboraciones, que de por sí dicen mucho de la calidad que se gasta
en aquella cocina.
Copa de Sangría gel de cava rose con frutos rojos |
El menú comenzó con la Sangría gel
de cava rose con frutos rojos presentado en copa cóctel. Aquí la
dificultad reside en el punto de espesura de la Sagría de cava. No
debe quedar líquida, pero llegar hasta la gelatinización. Ejercicio
que se supera con nota presentándola en un impecable estado de gel.
La acidez de los frutos rojos variados entra en un feliz diálogo con
el afrutado cava. Buena elección para predisponer y limpiar el
paladar en el inicio de la comida.
Patata brava sobre natillas de cebolla |
La patata brava sobre natillas de
cebolla me hace sonreír. Esta temporada he sufrido varios intentos
de reinterpretación de este clásico que rozan el nivel de
vergonzantes. Éste es el único en el que verdaderamente se respeta
el espíritu del original. Con sentido cubista, aquí las láminas
gruesas de patata se apilan, como en un setentero Tente, conformando
la forma de una clásica brava. El juego de salsas es sublime, tanto
en su variedad como en su potencia. Pero si algo hay destacable entre
ellas es el honrado picante que se gasta. Sé que la batalla está
perdida, pero es que uno no se cansará jamás de indignarse ante la
oleada de gente que odia, sin criterio, el picante y pide sin
concesiones raciones y raciones de papas bravas. La consecuencia es
obvia, los bares rebajan el picante hasta hacerlo desparecer para con
tentar a estos pseudocomedores. Pidiendo hoy unas bravas en un local
cualquiera se corre demasiado riesgo de ver aparecer unas patatas
hervidas con un kilo de mayonesa que, por lo visto, es lo que se
lleva. Señores, me parece muy bien que se peguen tantos atracones
hipercalóricos como quieran, pero en honor a la santa verdad no les
llamen bravas. Ya sé que aspiran a ser buenos comedores y amantes
del picante, pero donde no hay mata no hay patata. Sigan pidiendo
esos sucedáneos y acompañen sus tubérculos con salsas blancas y
blandas, pero déjennos las bravas a los demás. Aquí se presentan
para todos los gustos. Una salsa con el picante integrado y una
blanca con el diablo rojo trazando un camino sobre ella.
Pequeña cosecha de nuestra huerta (Plato presentado en Madrid Fusion Fruit 2012) |
El surtido de entrantes termina con un
plato de exposición. Aquí la cocina interpreta una humilde ensalada
compuesta con buenos elementos de huerta llevándola mucho más allá.
Se presenta un plato de composición complejísima donde destaca el
tratamiento diverso del tomate y el derroche de laboriosidad
desplegada con la tersa cebolleta. Un aceite de oliva virgen extra
conjuga todos los elementos en lo que más se asemeja a una escultura
que a una ensalada. El plato de estética setentera es digno de
museo, y aporta el guiño temático bajo el que discurre el menú.
Huevo al salmorejo sobre nido Kadaif |
Los platos principales irán saliendo
emparejados sobre una pizarra grande. Los primeros en presentarse son
el Huevo al Salmorejo sobre nido kadaif junto a la Trucha a la
Navarra con manzana ácida y aire de bacon. El trabajo con la yema
del huevo es uno de los clásicos de El Trasgo. En este caso,
aparentemente se trata de un simple huevo duro, pero al abrirlo nos
encontramos con la sorpresa. Toda la intensidad de la receta, tan
aragonesa, del salmorejo sustituye a la esperada yema. Contundencia
de matacía y huerta en el interior de la clara bien cuajada. La
composición se redondea con un nido de la palestina pasta kadaif. Se
ha formado una crujiente cama con sus finos hilillos para que la
puesta en escena del huevo sea naturalista.
Trucha a la Navarra con manzana ácida y aire de bacon |
El otro clásico aragonés de la comida
casera de los setenta y ochenta, aunque sean nuestros vecinos
navarros quienes recojan todo el mérito, es la trucha rellena con
buen jamón. Aquí se introducen modificaciones que actualizan la
receta y la presentan con gran vistosidad. El puré de manzana
envuelve como en un sándwich la carne del pescado desmigada. La pena
es que se trate de una trucha asalmonada y no las blancas de antaño.
El aire de bacon sustituye al filete de jamón que antaño enriquecía
el pescado. La espuma se mostró intensa y resistente, pues vemos,
tristemente, que en muchas ocasiones se viene abajo formando
desagradables charcos. Una reinterpretación muy digna que hace honor
al original, pero tratándose de uno de mis platos históricos
favoritos me resultó muy difícil ser objetivo y justo con las
innovaciones.
Bocado de Bacalao al Ajoarriero |
La segunda pizarra contenía nuevos
clásicos locales de la cocina de hace unas décadas, el bacalao y el
cordero. Lo cierto es que el bacalao no salió de la cocina listo
para ganar el premio a la fotogenia, ya que la clave del plato venía en forma de salsa ligera, que se extendía por la superficie plana desluciendo la presentación. El pescado estaba bien de punto,
jugoso pero nada crudo, como debe de ser. Se había respetado la
intensidad que debe tener todo pescado desalado, y hoy también es
una deferencia que agradece el cliente. Pese a lo correcto del
bocado, se echó a faltar la promesa de ajoarriero que se anunciaba
desde el menú. El pimiento asado era el único ingrediente
reconocible de la fórmula tradicional que, en forma de cama, estaba
representado en el plato. El cuerpo pide el ajo, la patata y el huevo
a gritos, que el comensal, por sorpresa, encontrará en forma de recuerdo en la muy trabajada salsa.
Timbal de cordero sobre patata a la pastora con su jugo |
El cordero sobre patatas a la pastora
nos pareció más logrado, aunque fuese sometido a la moda del
timbal. Parece que si hoy una carne no se deshuesa y se le da forma
geométrica se está fuera de onda. Las modas pasarán y la nostalgia
de chupar un buen hueso volverá a poner las cosas en su sitio. Hasta
entonces nos conformaremos con creaciones que se rindan ante el
personal escrupuloso. Al personal le apasiona las patatas bravas que
no piquen, el pollo blanquecino, el pescado que no huela a mar, y el
sexo repletito de latex. Nos acostumbraremos al cordero sin hueso,
qué le vamos a hacer. Aquí la cocina se apuntó un tanto impecable,
el del sabor, y es lo que tiene un cordero crecidito frente al sutil
lechal o a nuestro jugoso ternasco. A cada cual lo suyo, todas son
carnes excelentes y a cada una se le debe medir en sus propios
términos. Este cordero te llevaba a los pastos frescos a cada
bocado. Aromas de romero redondeaban la estampa campestre. La patata
también estaba trabajada de manera muy estudiada pues, pese a
aparecer conformada en puré, a cada bocado explotaban todas las
notas propias de su asado. Una nueva sorpresa para el comensal. El
salseado se hizo en la mesa por lo que se impidió enmascarar el sabor
de una carne excelente, que no necesitó de disfraz.
Creación del chef especial para la ocasión |
Donde se desató la capacidad de
sorpresa del cocinero fue en los postres. Ese fue el momento elegido
para jugar con el comensal con un llamativo fin de fiestas. La cosa
comenzó con una brocheta de helados variados servida en vaso, a la
que se le añadió la pastillita mágica que se haría reaccionar
para vomitar humo emulando la erupción de un volcán ante el
comensal.
Postres hippies (pequeñas locuras) |
Los encargados de poner fin a la fiesta
fueron los postres hippies. Colgadas sobre una estructura metálica
en forma de árbol, se disponían tres de los mejores recuerdos de
quienes fuimos niños en los setenta. Recuerdos que discurrían entre
feriantes, norias y tómbolas. Coloridas palomitas de maíz dulces,
manzanitas de caramelo de un profundo bermellón y algodones de
azúcar. Parecía el árbol de la ciencia de un escolar en tiempos de
la Transición. Y vaya si mordimos el fruto del pecado, casi nos
comimos las ramas metálicas. Con gran visión estética, el carrusel
de chucherías nos entretuvo en una sobremesa amena en la que
rondaron los cafés y unos buenos tragos.
Pero como al releer estas líneas veo
que me ha quedado una crónica un tanto ñoña, y demasiado
complaciente, no quiero dejar pasar la ocasión para hacer un par de
apreciaciones muy personales. La primera es de carácter localista y
tiene que ver con los vinos que gastan en El Trasgo. Es cierto que
siempre son de calidad, pero también es cierto que casi siempre
suelen ser de la Denominación de Origen de nuestros vecinos. Hace
pocos días desayunábamos con la noticia de que casi el setenta por
ciento de nuestros vinos aragoneses están saliendo hacia otros
países donde triunfan certamen a certamen. Y bueno está aquello de
no ser profeta en su tierra, pero en nuestras cuatro Denominaciones
aragonesas tenemos caldos de una calidad contrastada. No tardaremos
en tener que ir a Londres a probar un buen Cariñena, a Amsterdam a
por un Somontano, a Nueva York a catar un Calatayud o a Manchester a
buscar las mejores garnachas de Borja. No es que no me alegre del
éxito, todo lo contrario. Entiendo que se maten por ellos ahí
fuera. Pero no puedo dejar de sentirme acomplejado cuando en esta
tierra se ofrecemos Riojas como símbolo de calidad y distinción.
Que son excelentes es un hecho, pero que los nuestros están a la
altura lo defiendo yo, junto a los críticos y catadores más
reputados en el asunto. Crezcamos juntos comida y vinos. De ese
matrimonio no puede salir nada negativo. Esta reivindicación no es
de carácter cateto ni gremial, sino una evidencia avalada por la
estadística y el crecimiento de ventas fruto de un trabajo bien
hecho.
El acontecimiento gastronómico del verano: El desván |
La otra nota con connotaciones
negativas para mí ya la puedo contar sin riesgo de caer en
lamentaciones. Por profesional y correcto que sea el servicio de sala
de El Trasgo, que lo es y mucho, no ha conseguido quitarnos de la
cabeza a su anterior maestro de ceremonias, David Plato, a quienes
tanto nos ha hecho disfrutar presentando y dando valor a los platos
que salían de la cocina. Quizá esta nota personal sea la culpable
en demorar tanto la redacción de estas líneas, pero esta misma
semana ha saltado la noticia que llevábamos meses esperando. David
emprende una nueva aventura culinaria junto a Roberto Baquero. Este
proyecto se llama El Desván y está ubicado, nada menos, en la calle
Francisco Vitoria 31. Nace con vocación de cocina moderna y de
calidad. Ansiosos nos tiene a la legión de devotos que haremos fila
en su puerta. Suerte, brother, el valor ya lo ponéis vosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario