Debo comenzar confesando, en beneficio de este
establecimiento, que esta mosca ha disfrutado en varias ocasiones con el menú
del día que ofrecen aquí. El resultado siempre ha sido satisfactorio hasta el
día que hoy quiero traer aquí. Si en ocasiones anteriores pude saborear una
cocina casera, con buen fondo e intención, basada fundamentalmente en productos
frescos de mercado, en esta ocasión el panorama se dibujó de manera bien
distinta. Incluso recuerdo el cocido legendario que La Fartalla ofrece
semanalmente a sus habituales. Así que ignoro las causas del desatino que un
viernes del mes de mayo, este rincón zaragozano cometió con los pocos
comensales que acudimos a probar el fruto de sus fogones.
Puede ser que la crisis económica, esa maldita peste que
todo lo mancilla sea la responsable del bajón de calidad. Quizá no sea algo tan
grave, y sólo sea fruto de un mal día. A todos nos pasa y todo tiene disculpa.
Esperando que se trate de algo coyuntural, y que la calidad de La Fartalla
vuelva a renacer pronto, paso a exponer el menú, que esta mosca y su fiel
acompañante de los viernes sufrieron aquel fatídico día. Aprovecho la ocasión
para tratar de demostrar con ejemplos gráficos lo que nunca se debería observar
en un menú del día.
El despliegue inicial comenzó prometiendo con optimismo el
mismo nivel que otras veces habíamos visto en el restaurante en cuestión. La
mesa se montó en un santiamén, y pronto llegaron la cestilla de buen pan y el
vinazo que, como casi siempre, llegó desafortunadamente en estado gélido. La
atención es rápida y eficaz, y el trato amable y cordial. Se nos tomó nota y
comenzamos con el desfile de desaguisados, que no tardaron en llegar en tétrico
desfile.
Comenzamos con unas prometedoras patatas a la Riojana, que
se quedaron en patatas hipercocidas e
insulsas. El recocimiento era tal que era literalmente imposible pincharlas con
el tenedor para llevárselas a la boca. Se deshacían a cada envite y, cuando
lograba llevármelas a la boca no lograba encontrar el sabor, que debía
permanecer escondido por alguna parte del plato. Un mísero trocito de lo que
parecía chistorra acompañaba a la patatada en el plato. Toda una oda al hambre
de postguerra que creíamos olvidado. Un puré de patatas es un puré de patatas,
y unas patatas a la Riojana deberían ser otra cosa. Al pan, pan, y al vino,
vino.
La cosa no mejoró mucho con la llegada del plato de
verduras. Se trataban de unas aragonesísimas
borrajas, que no es poco decir. Pero tristemente éstas traían consigo el
peor error que se puede cometer al tratarse de este producto. Eran,
evidentemente de bote. Sólo hay una cosa que pueda empeorar lo insulso y falto
de tersura de unas verduras descongeladas, que son las de los botes de
conserva. Hay que ser consciente de la responsabilidad que entraña dar de comer
a la gente que se encuentra fuera de casa, y desde luego con estas borrajas el
nivel cae hasta el nivel de desatino. Las patatas eran primar hermanas del
plato anterior. La única solución para terminar el plato dignamente fue
embadurnarlo con el buen aceite que se nos ofreció para, de este modo, camuflar
la falta absoluta de apaño con el que se sirvieron.
Los segundos platos resultaron de una tristeza supina. El
bistec, que vino acompañado de unas desoladoras patatas, estaba demasiado hecho
y había perdido todos sus jugos, bien en la plancha o bien el su espera dentro
del frigorífico. Por si fuera poco, no se trataba precisamente de un corte de
primera. No se puede trabajar una carne de guisar con la plancha. Si en la
carnicería hacen la distinción a la hora de ofrecerla y cobrarla, en los
restaurantes debería hacerse la misma distinción. Gato por liebre, se llama a este
truco culinario.
Pero lo del lenguado alcanzó el nivel insuperable.
Acompañado por unas hojas de lechuga, un filete descongelado y rebozado con
huevo se hundía y reblandecía en el agua que continuaba saliendo de la
guarnición de ensalada. Fue necesario desnudar el lomo de su cobertura para
poder comer el pescado con unas mínimas condiciones de humanidad. Sirva la
imagen del plato como testimonio del pinchazo que el restaurante sufrió en
aquel día, fatídico para el gusto por el buen comer.
Los postres siguieron la tónica general de todo lo anterior.
Unas fresas con nata de bote, que enseguida se desmontó, y unas natillas que al
menos eran caseras, de polvo, pero caseras pusieron final al menú. Día triste y
nublado de mayo, que empeoró con una comida triste y nublada. El caso es que
volveré, pero volveré con la esperanza de encontrarme lo que alguna vez hallé
en ese mismo lugar. Lo importante es que no falte optimismo. Es el último
tesoro que nos queda en estos tiempos tan modorros.
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