Los raviolis, maquillados con florituras y bien pasados de cocción, flotaban en la salsa |
Pese a lo insufrible de la experiencia, no sería capaz de afirmar que fueron 35 euros tirados a la basura. Lo que viví aquel frío jueves invernal bajo las entrañas del Hotel Meliá (antiguo Corona de Aragón) fue impagable. Qué menos se puede pagar por un viaje a escenarios del pasado, una lección de nouvelle cuisine décadas después de su olvido y una compañía digna de una película de Berlanga. Ningún restaurante se puede calificar de caro o barato sin valorar todas sus facetas.
El hecho es que este humilde comedor ya andaba con la mosca
detrás de la oreja mientras se acercaba al local por la calle Cesar Augusto. No
conocía el lugar, pero los malos augurios se debían al hecho de que se trataba
de una comida de grupo de trabajo, y eso en Zaragoza casi es sinónimo de
estafa, mal servicio y baja calidad de la comida. Una pena tener que asumir
esos abusos, pero se trata de un hecho tan extendido que la lucha es demasiado
difícil. El menú estaba cerrado con semanas de antelación: aperitivo, entrante
y principal con pan, vino y postre incluido.
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No me cebaré con la decoración para no parecer un tiquis
miquis y un blando, pero la sensación de visitar un museo al caduco gusto
decimonónico fue demasiado impactante desde que entré en la enorme sala. La
claustrofobia que me invadió sólo podía comparase con mis peores momentos de
angustia, sufridos en el Victoria and Albert Museum de Londres. Objetos y
fotografías inverosímiles se abalanzan sobre el pobre comensal que se ve
abrumado y vigilado desde aquellos cuadros y vitrinas amenazantes. A duras
penas pude sentarme y concentrarme en la elección de los platos para olvidar lo
que me rodeaba. Mientras decidíamos los platos fuimos invadidos por los
aperitivos. Estos no estaban detallados, eran sorpresa del chef. Y vaya si nos
sorprendimos. Sobre un plato descansaban diez desangeladas minicroquetas para
los diez comensales. Y con dos botellas de un poco agraciado Verdejo llenaron
las copas de todos los asistentes, pretendiendo que esa fuese la dosis que
durara para toda la comida. Y esto lo digo por el gesto rancio que gastaban los
camareros cada vez que pedíamos, o mejor, exigíamos el descorche de otra
botella. Así que, tratados como viciosos bebedores (recuerdo el precio del
menú), comenzaron a llegar los platos.
Las carrilleras valían la pena, no tanto su presentación "explosiva" |
Por no extenderme mucho me centraré en mis elecciones. Como
entrantes me decanté por unos raviolis de setas con salsa de trufas. La
composición del plato se resumía en unos insulsos raviolis flotando en una
salsa completamente líquida y vacía de cualquier atisbo de sabor o aroma
trufado. Fue de las pocas ocasiones que
eché de menos hasta esos aromas artificiales de trufa con los que suelen
engañarnos por estos lares. Incluso me hubiese conformado con unas míseras Tuber Indicum (la acartonada trufa
china). Nada de eso había ahí. Solo quedaba la desagradable sensación que
produce la pasta aguachinada. Eso sí, y es de justicia valorarlo, todo estaba
presentado bajo la ortodoxia de los setenteros Paul Bocuse y Michel Guérard:
Raciones mínimas, bien decoradas y emplatadas y
dispuestas sobre ligeras salsas. Tras comprobar que el entrante sólo
había servido para abrirme el apetito, me entretuve untando mi panecillo en la
insípida salsa. Cual terrible error cometí. No había pensado que, como con el
vino, aquel diminuto pedazo de pan debía servirme para acompañar toda la
comida. No sólo me costó una discusión con el jefe de sala, sino que cargué
sobre mi conciencia que tuviesen que poner en funcionamiento el horno para
descongelarme otro panecillo, ya que los habían preparado por la mañana en un
número igual al de comensales esperados. Menudo despropósito. Pan congelado y
escaso. A mí, y al resto de comensales que se apuntó a la repetición (incluso
alguno de otra mesa), me llegó la segunda tanda con el postre, después de
impedirme untar los jugos del plato principal.
Éste prometía más que el entrante, y se cumplió la
predicción. Saltándose los sacrosantos principios que rigen el restaurante, a
la vista de los otros platos que pidieron mis compañeros, mi ración de
carrillera de ternera guisada con salsa de setas sobre un puré ligeramente picante y chalotas se presentaba generosa y verdaderamente apetecible.
Verduras bien trabajadas y al dente acompañaban jugosos pedazos de melosa
carrillera salseados, ahora sí, con una contundente y sabrosa salsa generada a
base de buen fondo y reducción de algún licor que no identifiqué y sobre el
que, como el horno no estaba para bollos, no me atreví a preguntar. Pena de
salsa que quedó burlándose de mí en aquel plato, del mismo modo reía mi copa
vacía, ya que no osé pedir una segunda copa del consabido tinto de Rioja que
nos sirvieron para el plato principal. No convenía soliviantar más a un
personal que parecía tan serio como falto de vitalidad.
Postre que pasó por la mesa sin pena ni gloria |
El postre pasó sin pena ni gloria. Una supuesta trilogía de cacao, café y queso mascarpone con gelatina de amareto se quedó en una pequeña porción de insípida masa acompañada por una equilibrista (imagino que por ahí campearía como
alma en pena el espectro de Bocuse) lámina de manzana arrugada y una porción de
fresa que le daba colorido. Esta vez no merece la pena comentar ni la
presencia.
Por lo que a mí respecta, está claro que no me verán más el
pelo, pero no recomiendo lo mismo a quién no haya gozado de esta experiencia.
Por un módico precio recreará escenas de salones históricos en carne propia, aprenderá
arqueología culinaria y peleará cual púgil encabritado por el pan y el vino.
Toda una experiencia a su alcance sin salir de Zaragoza.
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