viernes, 22 de febrero de 2013

Bar El Pozal


Los jarretes en salsa son dignos de un faraón

En esto de los restaurantes, como en tantos otros asuntos, no hay más criterio de valoración que la autenticidad. Autenticidad en el servicio, en la comida, en el ambiente y, no lo olvidemos, en el precio. Un servidor ha alcanzado el punto de resabiado en el asunto. Ya no espera otra cosa de un establecimiento que autenticidad y amor propio por lo que allí se hace. Ya me da igual ir a un local de lujo o a una taberna, al templo de la comida vanguardista o a la olla casera hirviendo desde el punto de la mañana. Nada es mejor per se, ya que en todos los casos uno puede salir indignado o con la sensación agradable del trabajo bien hecho. Cada restaurante tiene una historia humana detrás que le otorga una idiosincrasia propia. La riqueza de la oferta culinaria en Zaragoza reside en la variedad de propuestas. En el caso de hoy vamos a detenernos en uno de los ejemplos de cocina tradicional más honestos y recomendables de nuestra ciudad: el Pozal.

Para encontrarlo solo hay que dirigirse hacia el barrio de La Magdalena, y bajando por el Coso tomar la calle Doctor Cantín y Gamboa. En la acera de la derecha, y haciendo esquina lo encontrará bajo el letrero de Bar El Pozal. La mejor prueba sobre lo que nos espera dentro la encontramos en la puerta. Siempre rondando por ahí, cerveza en mano nos encontraremos con grupos de trabajadores, con el mono puesto, esperando su turno para sentarse a comer. La parroquia la componen clientes más o menos habituales, y esto ya es un triunfo en nuestros tiempos. Currantes necesitados de bocados contundentes que les recuperen de los esfuerzos del día aguardan casi ansiosos la llamada a la mesa. No se me ocurre una mejor carta de presentación.
Las verduras suelen lucir apaños de ensueño
Nadie espere encontrar allí manteles de tela ni detalles de bienvenida. En El Pozal saben muy bien quiénes son y no necesitan maquillajes. El espacio es pequeño y generalmente ambientado. Atmósfera más bien cargadita donde no caben vergüenzas y remilgos. No hay lugar para la intimidad ni la calma, pero sí el justo y necesario para disfrutar con una gran comida. Alejado de excentricidades postmodernas, de colores chillones y decorados minimalistas, uno se interna en el local sobre el mullido de las servilletas que arrojan al suelo los parroquianos. Acción ya tristemente olvidada por muchos de nuestros bares en un alarde de pérdida de personalidad y memoria. Que nadie espere ver una carta, ni tan siquiera el precio del menú. Todos los platos serán cantados por el camarero a pleno pulmón, como una letanía de sabores de otro tiempo. Son habituales las sopas, las verduras con sofritos hipercalóricos, las legumbres bien apañadas, los callos, las manitas, los jarretes y las carrilleras. Si los estómagos no están para esos atrevidos trotes siempre se puede recurrir al plan B y escoger entre varias ensaladas y carnes a la plancha. Lo cierto es que el recurso del pescado suele ser escaso y poco imaginativo, pero el resto es intachable, incluidos unos postres caseros poco imaginativos, pero de un resultado excepcional. Quien ahí se acerque, terminará el ágape con el regusto del huevo en un flan, o de la leche en las natillas, en el arroz o la cuajada. Aunque una pieza de fruta sería la opción más inteligente por aquello del desengrase.

Manitas, especialidad de la casa
El servicio es rápido y diligente. El trato muy familiar, como no podía ser de otro modo, pues allí trabaja un matrimonio que se reparten la barra (él) y la cocina (ella) y su hijo, ayudando entre las mesas. Trabajo en equipo y muy coordinado. En mis múltiples visitas jamás he tenido que pedir más pan o vino. Nunca he esperado la llegada de ese plato que falta. Los cubiertos y las copas aparecen junto a la cestilla del pan, el excelente tinto cosechero y una ensalada ilustrada cortesía de la casa para ir abriendo boca.

El comentario de la comida será muy breve en esta ocasión. Simplemente hay que describirla como lo que es: comida casera. De la que recuerda a las abuelas, o a las fondas y ventas que una vez poblaron estas tierras, y de las que hoy nos avergonzamos hasta de su recuerdo. Horas de lumbre, espesos caldos, salsas de cuchillo y tenedor, cantidades trabajadas a la medida del ser humano anterior a Dukan, sofritos bien fritos y guarniciones que guarnecen… Pero mejor que yo lo describen las imágenes de los mismos. Aquí las muestro con la advertencia de que no son aptas para todos los públicos. Absténganse, por favor, los timoratos y los apocados.

Cardos en salsa de almendras
Guisantes salteados con jamón
Sopa de pescado con mucha sustancia
El Pozal es mi comedero de cabecera. Se lo ha ganado por derecho propio. Tan conquistado me tiene, que en este momento me siento receloso de dar a conocer este rincón zaragozano. Celos de amante que teme perder los favores de su amada. Pero no sería honesto ignorar su existencia si se trata de hacer un repaso por los restaurantes de esta ciudad.

Quisiera terminar compartiendo la tonadilla que se me viene a la cabeza cada vez que enfilo desde el Coso hacia este rincón. Se trata de una joyita del maestro Andrés Calamaro, que en su La Lengua popular describe un establecimiento de esta guisa:

Plantaron en Puerto Madero un almorzadero de trabajador,
No hay que reservar primero donde el piquetero tiene el comedor,

un turista brasileiro que vino en crucero a pasar calor,
se equivocó de cordero y vino contento con su Termidor,

trajo un cartón de Resero, savoir piquetero a mi comedor.
Se puede comer de ronga, si que poronga mi comedor.

Vida paria en la burbuja inmobiliaria… comedor piquetero.

¿Qué dios bendice a los humildes y a los marginales?

Vida paria en la burbuja inmobiliaria… comedor piquetero.

(God bless you)

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