Esta mosca decidió dejarse caer por uno de los más
legendarios restaurantes de la ciudad: La Matilde. Nunca había estado allí,
pero cada vez que volaba por delante de su entrada, una promesa de elegancia y
calidad se me venía a la cabeza. La elegancia por su ubicación lindante al
Ebro, en plena zona histórica de la ciudad; y calidad por la proximidad del
Mercado Central, que inunda con sus olores la calle Predicadores. Por fin me
llegó el momento, mejor dicho, la invitación de otra mosca, más pudiente que esta
servidora de ustedes. El resultado distó mucho de lo esperado durante años de
revoloteos: luces y sombras.
Trataré de explicarme. La fría noche de enero comenzaba con
grandes expectativas que al salir por la puerta se desinflaron en un: “Otro más
de lo mismo”. Pero, para que no se me acuse de puñetera, vamos a comenzar
valorando lo positivo de la experiencia. El caso es que acudimos a celebrar un
cumpleaños con unos cupones de esos que se sacan por internet. Uno era novel en
el asunto, pero ya se va dando cuenta de lo que se puede esperar de esos
descuentos tan apetecibles: rebaja de precios, sólo superada por la rebaja en
el servicio que venden. El caso es que, papeles impresos en mano, nos plantamos
en la entrada del local. Llama la atención que para entrar haya que llamar al
timbre, lo cual incluso nos pareció divertido, por lo cinematográfico del
asunto, pero una vez dentro y muy bien recibidos, se nos acomodó en un rincón
bastante falto de iluminación. Y menos mal, porque así no pudimos apreciar en todo
su esperpento la posición de las servilletas. Recordamos que el local era
famoso por dos materias por suerte ya olvidadas en casi todo el mundo
civilizado: el descorche con sable del cava, que afortunadamente no vivimos, y
el doblado artístico de servilletas, que convierte la mesa en una vitrina de
taxidermista. Unos animales reconocibles y otros no tanto nos esperaban para
cenar, por lo que desplegamos las servilletas con rapidez y nos dispusimos a
disfrutar del menú contratado.
Lo mejor del restaurante, y no es poco decir, son sus
platos. En especial la concepción de los mismos. Sin embargo la ejecución no
nos resultó tan redonda. La elaboración de los platos no estaba a la altura de
la genialidad de su diseño. Sirva de muestra la descripción del largo menú
maridado. No hay desperdicio, todo es sugerente y atractivo:
Aperitivos
Mantequilla de anchoas
Olivas negras del Bajo
Aragón con aceite de albahaca
Minicroquetas de ibérico
Entrante
Vichysoisse de borrajas,
picatostes, cecina de León y jugo de boletus
Del mar
Suquet de merluza y frutos
del mar, patatas confitadas y habitas baby
De la tierra
Solomillo de blanco de
Teruel al Pedro Ximénez con mostaza a la antigua y chips de yuca
Postre
Repostería artesana de la
casa
Petits fours, mignardises, laminerías, bombones
Maridaje
El menú degustación será
maridado por el sumiller de La Matilde con varios vinos, cervezas o cavas. Será
sorpresa y de la selecta bodega de La Matilde
(El sumiller es presidente
de la Asociación de Sumilleres de Aragón y jurado internacional de sumillería)
Lo cierto es que las aspiraciones del menú, se quedaron en
eso. Meras promesas. Pero como hemos dicho algo más arriba, comenzaremos por
los puntos más fuertes de la cena, para que no se diga. Imponente el ritmo del
servicio de platos. En ningún momento se interrumpe la sucesión de los platos,
que se retiran sin las largas esperas habituales en la ciudad. El comensal
tiene siempre ante sí el plato sin agobios ni ansiedades.
La presentación de los mismos demuestra un gusto y habilidad
estética encomiable, dando importancia al aspecto visual de la cocina. La
combinación equilibrada de ingredientes locales, ligados a la tradición del
valle del Ebro, con apuestas mucho más exóticas y arriesgadas, resulta de un
buen gusto supino. Olivas negras, borraja y cerdo turolense aparecen
ensamblados con yuca, marisco o cecinas de otras tierras. Imaginación y riesgo
al servicio de una idea de cocina global muy interesante aunque, es de justicia
añadir, demasiado manida.
Por otro lado las lagunas de la cena fueron abundantes y en
ocasiones insólitas. Si el ritmo fue el adecuado, el guirigay de camareros y la
desconexión entre los mismos infunden la sensación de ansiedad en el cliente.
Platos que se presentan dos veces por personas distintas; otros que aparecen
sin descripción; largas rondas del
personal de sala entre las mesas, ojeando platos, que parecen apremiar al
comensal, no permitían relajarse en ningún momento. El síndrome del viajero
Ryanair se extendió entre los clientes lowcost, que éramos casi todos aquella
noche.
La elaboración de platos tan complejos tampoco fue la
estrella de la noche. Tras unos excelentes y muy acertados aperitivos, los
platos se fueron deshinchando. La Vichysoisse de borraja sólo recordaba de
lejos a nuestra querida verdura autóctona, quedando más parecida a un simple y
muy digno puré de patata enriquecido por una excelente cecina.
El pescado en combinación con las verduras hubiese sido
exquisito de no ser por el punto de la merluza. Demasiado pasada. Personalmente
me hizo retroceder al comedor del cuartel en mis años de servicio militar. Una
pena, pues el acompañamiento estaba trabajado con elegancia y acierto.
El capítulo de la carne tampoco resultó exitoso, aunque el
resultado fue muy desigual. Mientras en unos platos el solomillo aparecía en su
punto idóneo, rosadito por el centro y casi crujiente en su exterior, en otros
aparecía ultracocinado y realmente reseco. De nuevo la apuesta por un sugerente
acompañamiento resultó estéril. La combinación de una buena carne con el licor,
la mostaza y los chips de yuca se desaprovechó por culpa de la mano que manejó
el fogón esa noche.
Pero veamos ahora los platos de los que hablamos. Las
fotografías también sufrieron la escasez de luz, más propia de los buenos
restaurantes de hace tres décadas que de los actuales.
Mantequilla de anchoas
Olivas negras del Bajo
Aragón con aceite de albahaca
|
Minicroquetas de ibérico |
Vichysoisse de borrajas,
picatostes, cecina de León y jugo de boletus |
Suquet de merluza y frutos
del mar, patatas confitadas y habitas baby |
Solomillo de blanco de
Teruel al Pedro Ximénez con mostaza a la antigua y chips de yuca |
Repostería artesana de la casa |
Petits fours, mignardises, laminerías, bombones |
La mosca en la sopa de La Matilde:
Dejamos para el final un asunto importante, pues por sí
mismo sirve para arruinar una noche prometedora a cualquiera. Y este es, nada
menos, que el tema del vino y el maridaje.
Como bien es sabido, y nos lo recuerda el presuntuoso
anuncio del menú, La Matilde es reconocida por tanto por su imponente bodega
como por la sabiduría de su reconocido sumillier. Por ello esperábamos catar
buenos caldos, apropiados a los platos, bien explicados y presentados por un
profesional de prestigio. Nada más lejos de la realidad.
La cena comenzó con una copa de cava de bienvenida. Nada del
otro mundo pero sirvió para entretenernos hasta la llegada de los aperitivos.
Estos llegaron, y con ellos un blanco bien cargado de aguja que nos acompañó
durante los mismos, el entrante y el pescado. No soy un gran experto en
maridajes, pero creo que no consisten en eso. La apoteosis llegó cuando apreció
el tinto joven de la tierra que acentuaría el sabor de una buena carne: un
Montesierra. Yo no sé qué se entiende por “sorpresa de la selecta bodega de La
Matilde”, pero ligar el nombre de uno de nuestros clásicos restaurantes, el
concepto sorpresa y la etiqueta de un Montesierra es una tremenda blasfemia.
Fue en ese momento cuando tomamos dos decisiones implacables: pensarnos muy
mucho antes de volver a la fórmula/grupo, y no volver a callarnos ante una
tomadura de pelo propia de los años de burbuja y especulación, donde todo valía
y el cliente era considerado como el tonto inculto que se tragará cualquier
cosa antes que quedar en evidencia. No señores. Al pan, pan y al vino, vino. Lo
que está bien hay que decirlo, y los engaños desvelarlos. Si la supervivencia
de un negocio en estos tiempos difíciles pasa por rebajar su calidad y sus
precios, por supuesto que no tenemos nada que objetar. Pero si esa estrategia
viene acompañada de un intento de engaño, la cosa deja de parecer decente. Se
ha extendido la idea de que estas fórmulas descuento llevan al empresario que
las ofrece a perder dinero a cambio de la publicidad y el movimiento que les
repercutirá, pero visto lo visto, no en todos los casos la cosa funciona así. En
este caso una tradición de cincuenta años, lograda a base de esfuerzo y buen
hacer, termina regando con Montesierra sus menús degustación.
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