jueves, 21 de febrero de 2013

Restaurante La Matilde (Zaragoza)




Esta mosca decidió dejarse caer por uno de los más legendarios restaurantes de la ciudad: La Matilde. Nunca había estado allí, pero cada vez que volaba por delante de su entrada, una promesa de elegancia y calidad se me venía a la cabeza. La elegancia por su ubicación lindante al Ebro, en plena zona histórica de la ciudad; y calidad por la proximidad del Mercado Central, que inunda con sus olores la calle Predicadores. Por fin me llegó el momento, mejor dicho, la invitación de otra mosca, más pudiente que esta servidora de ustedes. El resultado distó mucho de lo esperado durante años de revoloteos: luces y sombras.
Trataré de explicarme. La fría noche de enero comenzaba con grandes expectativas que al salir por la puerta se desinflaron en un: “Otro más de lo mismo”. Pero, para que no se me acuse de puñetera, vamos a comenzar valorando lo positivo de la experiencia. El caso es que acudimos a celebrar un cumpleaños con unos cupones de esos que se sacan por internet. Uno era novel en el asunto, pero ya se va dando cuenta de lo que se puede esperar de esos descuentos tan apetecibles: rebaja de precios, sólo superada por la rebaja en el servicio que venden. El caso es que, papeles impresos en mano, nos plantamos en la entrada del local. Llama la atención que para entrar haya que llamar al timbre, lo cual incluso nos pareció divertido, por lo cinematográfico del asunto, pero una vez dentro y muy bien recibidos, se nos acomodó en un rincón bastante falto de iluminación. Y menos mal, porque así no pudimos apreciar en todo su esperpento la posición de las servilletas. Recordamos que el local era famoso por dos materias por suerte ya olvidadas en casi todo el mundo civilizado: el descorche con sable del cava, que afortunadamente no vivimos, y el doblado artístico de servilletas, que convierte la mesa en una vitrina de taxidermista. Unos animales reconocibles y otros no tanto nos esperaban para cenar, por lo que desplegamos las servilletas con rapidez y nos dispusimos a disfrutar del menú contratado.


 Lo mejor del restaurante, y no es poco decir, son sus platos. En especial la concepción de los mismos. Sin embargo la ejecución no nos resultó tan redonda. La elaboración de los platos no estaba a la altura de la genialidad de su diseño. Sirva de muestra la descripción del largo menú maridado. No hay desperdicio, todo es sugerente y atractivo:

Aperitivos

Mantequilla de anchoas
Olivas negras del Bajo Aragón con aceite de albahaca
Minicroquetas de ibérico

Entrante

Vichysoisse de borrajas, picatostes, cecina de León y jugo de boletus

Del mar

Suquet de merluza y frutos del mar, patatas confitadas y habitas baby

De la tierra

Solomillo de blanco de Teruel al Pedro Ximénez con mostaza a la antigua y chips de yuca

Postre

Repostería artesana de la casa
Petits fours, mignardises, laminerías, bombones

Maridaje

El menú degustación será maridado por el sumiller de La Matilde con varios vinos, cervezas o cavas. Será sorpresa y de la selecta bodega de La Matilde

(El sumiller es presidente de la Asociación de Sumilleres de Aragón y jurado internacional de sumillería)
 
Lo cierto es que las aspiraciones del menú, se quedaron en eso. Meras promesas. Pero como hemos dicho algo más arriba, comenzaremos por los puntos más fuertes de la cena, para que no se diga. Imponente el ritmo del servicio de platos. En ningún momento se interrumpe la sucesión de los platos, que se retiran sin las largas esperas habituales en la ciudad. El comensal tiene siempre ante sí el plato sin agobios ni ansiedades.
La presentación de los mismos demuestra un gusto y habilidad estética encomiable, dando importancia al aspecto visual de la cocina. La combinación equilibrada de ingredientes locales, ligados a la tradición del valle del Ebro, con apuestas mucho más exóticas y arriesgadas, resulta de un buen gusto supino. Olivas negras, borraja y cerdo turolense aparecen ensamblados con yuca, marisco o cecinas de otras tierras. Imaginación y riesgo al servicio de una idea de cocina global muy interesante aunque, es de justicia añadir, demasiado manida.

Por otro lado las lagunas de la cena fueron abundantes y en ocasiones insólitas. Si el ritmo fue el adecuado, el guirigay de camareros y la desconexión entre los mismos infunden la sensación de ansiedad en el cliente. Platos que se presentan dos veces por personas distintas; otros que aparecen sin descripción;  largas rondas del personal de sala entre las mesas, ojeando platos, que parecen apremiar al comensal, no permitían relajarse en ningún momento. El síndrome del viajero Ryanair se extendió entre los clientes lowcost, que éramos casi todos aquella noche.

La elaboración de platos tan complejos tampoco fue la estrella de la noche. Tras unos excelentes y muy acertados aperitivos, los platos se fueron deshinchando. La Vichysoisse de borraja sólo recordaba de lejos a nuestra querida verdura autóctona, quedando más parecida a un simple y muy digno puré de patata enriquecido por una excelente cecina. 

El pescado en combinación con las verduras hubiese sido exquisito de no ser por el punto de la merluza. Demasiado pasada. Personalmente me hizo retroceder al comedor del cuartel en mis años de servicio militar. Una pena, pues el acompañamiento estaba trabajado con elegancia y acierto.

El capítulo de la carne tampoco resultó exitoso, aunque el resultado fue muy desigual. Mientras en unos platos el solomillo aparecía en su punto idóneo, rosadito por el centro y casi crujiente en su exterior, en otros aparecía ultracocinado y realmente reseco. De nuevo la apuesta por un sugerente acompañamiento resultó estéril. La combinación de una buena carne con el licor, la mostaza y los chips de yuca se desaprovechó por culpa de la mano que manejó el fogón esa noche.

Pero veamos ahora los platos de los que hablamos. Las fotografías también sufrieron la escasez de luz, más propia de los buenos restaurantes de hace tres décadas que de los actuales.

Mantequilla de anchoas
Olivas negras del Bajo Aragón con aceite de albahaca

Minicroquetas de ibérico

Vichysoisse de borrajas, picatostes,
cecina de León y jugo de boletus

Suquet de merluza y frutos del mar,
patatas confitadas y habitas baby
Solomillo de blanco de Teruel al Pedro Ximénez
con mostaza a la antigua y chips de yuca

Repostería artesana de la casa

Petits fours, mignardises, laminerías, bombones
 La mosca en la sopa de La Matilde:

Dejamos para el final un asunto importante, pues por sí mismo sirve para arruinar una noche prometedora a cualquiera. Y este es, nada menos, que el tema del vino y el maridaje.

Como bien es sabido, y nos lo recuerda el presuntuoso anuncio del menú, La Matilde es reconocida por tanto por su imponente bodega como por la sabiduría de su reconocido sumillier. Por ello esperábamos catar buenos caldos, apropiados a los platos, bien explicados y presentados por un profesional de prestigio. Nada más lejos de la realidad.

La cena comenzó con una copa de cava de bienvenida. Nada del otro mundo pero sirvió para entretenernos hasta la llegada de los aperitivos. Estos llegaron, y con ellos un blanco bien cargado de aguja que nos acompañó durante los mismos, el entrante y el pescado. No soy un gran experto en maridajes, pero creo que no consisten en eso. La apoteosis llegó cuando apreció el tinto joven de la tierra que acentuaría el sabor de una buena carne: un Montesierra. Yo no sé qué se entiende por “sorpresa de la selecta bodega de La Matilde”, pero ligar el nombre de uno de nuestros clásicos restaurantes, el concepto sorpresa y la etiqueta de un Montesierra es una tremenda blasfemia. Fue en ese momento cuando tomamos dos decisiones implacables: pensarnos muy mucho antes de volver a la fórmula/grupo, y no volver a callarnos ante una tomadura de pelo propia de los años de burbuja y especulación, donde todo valía y el cliente era considerado como el tonto inculto que se tragará cualquier cosa antes que quedar en evidencia. No señores. Al pan, pan y al vino, vino. Lo que está bien hay que decirlo, y los engaños desvelarlos. Si la supervivencia de un negocio en estos tiempos difíciles pasa por rebajar su calidad y sus precios, por supuesto que no tenemos nada que objetar. Pero si esa estrategia viene acompañada de un intento de engaño, la cosa deja de parecer decente. Se ha extendido la idea de que estas fórmulas descuento llevan al empresario que las ofrece a perder dinero a cambio de la publicidad y el movimiento que les repercutirá, pero visto lo visto, no en todos los casos la cosa funciona así. En este caso una tradición de cincuenta años, lograda a base de esfuerzo y buen hacer, termina regando con Montesierra sus menús degustación.

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