Restaurante La Senda, Calle Fray Julián Garcés, 24 50007 ZARAGOZA |
Muero como Sardanápalo. Con estas palabras me dejó el último
menú, creación de David Baldrich, que pude disfrutar en La Senda una noche
invernal de frío intenso y viento desmedido. El menú que aquí se expone llegaba
a su final, y eso es una suerte, porque es entonces cuando se encuentra más
maduro. Todos los menús creados por el joven cocinero discurren como todas las
buenas etapas artísticas. Comienzan con una época de iniciación, donde prima la
experimentación y la sorpresa; pasan por una etapa de madurez, donde las
creaciones se redondean y perfeccionan alcanzando su momento clásico; y por
último, en los momentos finales, tras el esplendor y el éxito, las obras se
rebelan hacia lenguajes barrocos. Es el momento manierista del Renacimiento
italiano o del Rococó francés. Representan la idea de decadencia brillante,
donde los artistas acentúan su individualidad. Todo es exageración, juego y aniquilación
de los modelos clásicos anteriores. El exceso, el lujo y la búsqueda de placer
sustituyen al espíritu equilibrado y armonioso anterior. Ante el final
inminente todos nos volvemos más lúcidos y menos prejuiciosos. Eso es sin duda
lo que sentí sentado en la mesa de David. Un Sardanápalo todopoderoso,
conocedor del secreto mejor guardado de todos. Ese que grabó en su epitafio y
descansa en el inconsciente colectivo del pueblo mediterráneo:
“Sardanápalo, hijo de
Anaxindaraxis. Tarso y Anquíale fundó en un día. Come, bebe, juega, y cuando te
des cuenta de que eres mortal disfruta de las delicias presentes. El alma tras
la muerte no tiene ningún placer.”
Así nos lo describe el médico y anticuario austríaco Petrus
Apianus, donde en el capítulo dedicado a las antigüedades de Asia no falta la descripción
de la tumba de Sardanápalo. Por si fuera poco, completa la descripción de la
tumba del monarca afirmando que se encontraba bajo una estatua del personaje en
la que chasqueaba los dedos de la mano, en un gesto donde destacaba la
fugacidad del tiempo. Un carpe diem
como la copa de un pino para albergar el cuerpo de un personaje que no tiene
desperdicio. Sardanápalo, último rey de Asiria, dedicó su vida al lujo, la
opulencia y el placer. Estando asediado por el enemigo, ante una derrota
segura, ordenó llevar a sus dependencias a su harén, sus guardias y sus
posesiones más bellas para disfrutarlas por última vez antes de destruirlas,
junto a él mismo, consumidas por el fuego.
Así me sentí yo. Como si aquellos manjares fueran el último
gran placer que iba a disfrutar en mi corta vida. Si un artista logra que su
público se agarre de tal modo a la obra que olvide todo lo que le rodea es uno
de los grandes. Cualquiera de los afortunados que consiguen mesa en La Senda
puede dar fe de ello.
Rollos aparte, vamos al grano, que al fin y al cabo es lo que
importa. El menú de aquella noche consistió en lo que viene a continuación:
Helado de gamba con patata cubierta de tinta negra
y
chipirones tintados de rojo con crema de guisantes
|
Huevo a baja temperatura con bechamel de cebolla, hongos y ceniza de patata |
Arroz de monte
|
Salmón con albahaca |
Osobuco con manzana |
Crema catalana |
En estas líneas no creo conveniente detenerme en los
aspectos técnicos. Únicamente destacar el progreso que ha conseguido la cocina
de David en cuanto al trabajo y respeto a los ingredientes y a sus óptimos
puntos de cocinado. La composición y presentación son impecables. En esta
ocasión el hilo conductor que le da empaque a un menú tan largo fue el trabajo
con el helado. Es una técnica en la que se desenvuelve cómodo, la domina y lo
sabe. Al principio el comensal puede sentirse perplejo por la falta de
costumbre, pero al entrar en el diálogo juguetón que propone el cocinero, cada
nuevo guiño helado provoca una sonrisa de satisfacción y complicidad. Por otro lado, las mejoras estéticas en el comedor, y el alto nivel que ha alcanzado el personal de sala y cocina, totalmente integrados y comprometidos con el proyecto de David, hacen augurar un futuro cada vez más brillante a este rincón zaragozano.
Por último no voy a dar un repaso descriptivo a los platos,
sino que resaltaré lo que más me impresionó de cada uno de ellos, y que me
llevaron a arder feliz junto a mis objetos de placer más extremo como si de un
monarca asirio se tratase.
Del primer plato, destaco sin duda, la composición. Supera
el riesgo de desconexión de elementos a través del color. Un contraste
cromático brutal rodea todo el plato, y éste se desvanece milagrosamente al
verter la salsa de guisantes por encima. Tras el impacto llega el único plato
perpetuo del menú, la interpretación de los huevos rotos que tanto éxito ha
cosechado desde el principio de su andadura. Es la marca de la casa y los
feligreses no perdonaríamos su ausencia. Está bien que el mundo cambie, incluso
que se destruya en su decadencia, pero hay cosas a las que siempre se quiere
volver, y ésta es una de ellas. El arroz fue una sorpresa, porque un servidor
es de natural arrocero y el nivel de exigencia es máximo. Se puede jugar y
experimentar con muchos elementos, pero el arroz es tan mágico y caprichoso que
resulta siempre un amante cruel y difícil. Destacar en él es muy difícil, y
David sale airoso del reto por dos motivos. La integración en el plato de un
helado que se va desintegrando pausadamente, transformando a los granos secos
en melosos y dando una idea de movimiento y evolución al plato realmente
innovadora. Por otro lado la concentración de sabores de monte trae a la mente
la imagen ancestral del conejo correteando por los romeros de nuestros montes
desde tiempos remotos. Recordemos que el nombre de Hispania es la latinización
del que dieron a estas tierras los comerciantes fenicios que llegaron por el
Mediterráneo, nada menos que tierra de conejos. Por algo será. El siguiente de
la lista fue mi estrella aquella noche, el salmón con albahaca. Podría hablar
de la conjunción de la salsa y las aromáticas con la carne del pescado rosado,
o del lecho de tallarines con fondo oceánico, pero no. Lo verdaderamente
lujurioso de este plato es el punto de cocción. Un género tan denostado como
éste, relegado casi a menú infantil por su bajo precio y la suavidad de su
sabor, sale de la cocina cocinado como lo que es, un suculento manjar.
Recordemos que en las excavaciones arqueológicas del palacio taifal de
Albarracín, no son restos de besugo lo que se está rescatando. Ni del jugoso
rape, ni del versátil bacalao. Aparecen espinas de salmón pescado en los ríos
cantábricos y transportados con presteza a los palacios más exigentes. David
rescata del olvido sus carnes, y las trabaja con la paciencia de un orfebre
para convertirlas en joyas pulidas. Casi saturado por la intensidad que se
sucedía llegó la hora de la carne, el arriesgado osobuco, al que sin duda le
sobraba la base de lámina de pan. Bien en su elaboración y en combinación con
el sabor de la manzana, quizá no tenga tanto valor como el resto de los platos
si lo vemos en solitario. La grandeza viene al contrastarlo con el plato
anterior. La suavidad y sutileza del primero se ven silenciadas por la fibra y
la profundidad de la carne. La dulzura de la crema por la acidez de la fruta.
El equilibrio y serenidad del agua por la braveza y energía de la tierra. Tan
arriba llegan las puntas de sabores del plato que cuando llega el postre, no
puede ser de otra manera, empalagoso. La crema catalana no se anda con tapujos
en su esencia. Dulce en extremo se hace valer por sí misma. No pone la puntilla
o el remate a la comida, sino que se trata de un plato con entidad propia.
Tiene personalidad y muy mal genio. David termina el menú con un puñetazo
encima de la mesa. Como debe de hacerse en estos tiempos tan modorros. La
moderna crema, tiene memoria histórica, pues reivindica todas las cremas
catalanas contundentes que se han cuajado durante siglos en los fogones de las
masías. Vilipendiadas hoy, acusadas de violentas, se han visto relegadas por
papillas avainilladas y edulcoradas dispuestas en las líneas de frío de los
supermercados y servidas en envases de plástico. Para que digan que la
modernidad está en lucha con la tradición. Y una leche.
En La Senda quemo mi riqueza. mis joyas, mis obras de arte,
mis posesiones. Me limpio de todo el peso que llevo a mi espalda y me libero.
Salgo renovado, muere el rey, pero nace un nuevo príncipe dispuesto a correr
nuevas aventuras. Gracias compañero.
Que maravilla poder expresar de esta manera lo que hemos sentido los que hemos tenido el placer de degustar los platos de David Baldrich y su equipo.
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