La corvina a la sal llega con espectáculo incluido |
Reencontrarme con los
platos de Chema Ramón en El Trasgo siempre es motivo de alegría.
Cualquier lector que haya pasado por su sala o que sencillamente
conozca su barra de tapeo sabrá de lo que hablo. La cocina es buena
cuando es buena, y no hay más explicación. Cuántos cartuchos de
impresora se habrán exprimido en dilucidar el combate fraticida
entre la cocina tradicional y la vanguardia molecular, y los
encendidos debates entre todas las escuelas de ambos bandos. No ha
habido debate más infructífero, aburrido e interesado. Va siendo
hora de ser conscientes de que ninguna posee la verdad absoluta, y de
que la calidad de una cocina no depende del estilo al que se
adscriba. Podré ser tachado de mosca ecléctica pero será, de
nuevo, una acusación estéril. Tras años de gastrodevaneos por el
mundo y miles de platos llevados a la boca, sólo puedo afirmar que
el único criterio válido para valorar la calidad de un bocado es
que esté trabajado con pasión y honestidad. El hecho de que se
trate de una simple anchoa en salmuera recién lavada y afeitada, un
guiso perolero trabado a base de horas de chup-chup o unas esferas
del más inverosímil ingrediente, ya no me importa. Si uno puede
entrar en catarsis tanto ante un Francis Bacon como ante la Familia
de Carlos IV de Goya, también puede aplicarse el cuento para los
asuntos del buen comer.
Cocina total, comida redonda |
Para demostrar esta
afirmación nada mejor que acudir a la Gastrosidrería El Trasgo,
donde se puede saltar de un estilo de cocina a otro en menos que
canta un gallo, o mejor, en lo que tarda en salir el siguiente plato.
Para ello es necesaria una mentalidad de cocinero total como la que
dirige el establecimiento. Una figura que reflexione con la misma
intensidad sobre el punto de un chuletón, los tiempos de cocción de
una fabada, o la reinterpretación de un huevo frito cósmico. Todo
un atelier de ideas en continuo cuestionamiento, que hace crecer los
platos desde la fuerza de su alumbramiento hasta su equilibrada
madurez. No hay nadie tan obsesionado con la innovación en la
capital del Ebro, pero tampoco hay nadie que escuche las impresiones
de los comensales como Chema. Estos dos valores, trabajo y humildad
son los ingredientes fundamentales de una cocina que ha llegado a ser
referencia para muchos. Absorbe ideas de todo y de todos, y estudia
la mejor manera de llevarlas al plato en un camino largo y sin
tabúes. Para dar fe de esta cocina total, puede el lector contemplar
la última comida que los moscardones se marcaron en El Trasgo.
Cocina de ingrediente, de tradición, de innovación, de sorpresa y
de erudición. Un largo recorrido impecablemente presentado, servido
y regado desde el aperitivo al postre.
Por si fuese poco lo que
nos esperaba en materia del beber, comenzaré advirtiendo que la
escuadrilla de ataque entró al comedor por la puerta grande, o sea
con una Ámbar en la mano. Debimos apurarla, pues sobre la mesa nos
esperaba un traguito de sidra natural recién escanciada para
recordarnos el espíritu de sidrería de El Trasgo. Pero la cosa no
se relajó, pues el aperitivo que nos entretuvo mientras elegíamos
los platos vino acompañado de un elegante vermú casero cargadito de
cítricos y hierbas aromáticas. Para los platos aceptamos la
sugerencia de un magnum Solar Viejo (Rioja) que, afortunadamente, no
abusaba de la madera como hacen otros de su zona. La cosa no terminó
ahí, pues por cortesía de la casa, los postres vinieron acompañados
por un descorche de un curioso espumoso valenciano de demasiado fácil
entrada. Los tradicionales chupitos elevaron el momento del café a
la categoría de sobremesa. Releyendo este párrafo, mi amor por mi
hermoso y entrenado hígado aumenta. ¡Qué grande eres, pequeño!
El asunto comenzó con un
aperitivo de los que avivan la memoria. Untar mantequilla en pan
caliente es una práctica que nos retrotrae a la infancia a todos los
que rondamos las cuatro décadas. Venimos de tiempos preindustriales
en materia gastronómica. Vimos nacer los Donuts y los tigretones.
Llegó el imperio de los panes de leche y las cremas de cacao. Se
generalizaron los tristes cereales y el muesly. A todo nos apuntamos,
incluso a la blasfemia de desterrar a la magdalena por los cupcakes.
Pero nuestros desayunos infantiles, por mucho que hoy queramos
aparentar modernidad, los presidían la galleta María y el pan
recién subido de la panadería de la esquina. Ya de vuelta al
presente, al placer del olor a mantequilla, se sumó el de verla
derretirse al contacto con la rebanada caliente. Ese es el momento en
el que se activa la trufa para advertir de que eso no es sólo un
guiño a nuestros orígenes, sino un bocado de una elegancia
premeditada y medida desde la cocina. La tristeza de despedir al
enorme bloque de mantequilla se compensa con la llegada del servicio
de pan caliente marca de la casa, que acompañará al comensal
durante todo el recorrido.
El primer entrante llegó
en forma de plato de ingrediente, un Atún rojo macerado con sake,
soja y cítricos, con cherry salvaje y brotes. Catalogarlo como plato
de ingrediente puede falsear el espíritu que encierra. Es cierto que
el elemento estrella es un atún rojo de calidad extrema, pero el
tratamiento no es el habitual. La maceración parece realizada más
por una pócima mágica que por ingredientes culinarios. Los cítricos
y amargos amansan la intensidad y el salado de la soja. Pero el
respeto al valor de la carne se consigue tanto por el equilibrio de
los elementos de la maceración, como por la ajustada duración de la
misma, pues el plato se elaboró en el momento sin dejar que aquellos
filetes perdiesen tersura, color y frescura. El toque innovador y
personal del autor distingue este plato frente a otros más
habituales en nuestra ciudad y mucho más fieles a la ortodoxia
oriental.
En el siguiente entrante;
la Berenjena en esponja, gambas y su salsa, y miso deshidratado; la
labor técnica adquiere todavía más relevancia. Son varios los
fogones zaragozanos que en los últimos tiempos se han lanzado a
trabajar la esponja. Los resultados son variopintos, abizcochada,
cremosa, gelatinosa o cercana a la mousse. Los hay para todos los
gustos. A nosotros la consistencia de la berenjena nos pareció muy
acertada, pero quizá pudo lograrse a base de bajar la temperatura
del plato. Nos hubiese gustado comprobar cómo se comportaba en
caliente. Es pedir una doble pirueta mortal con tirabuzón, pero si
no es a Chema, a quién se le va a pedir. El acompañamiento fue
arriesgado pero todas las dudas se resolvieron al catarlo. El miso
acentuaba el sabor de la huerta, y las gambas ligeramente crudas,
comme il faut, con su salsa caliente vertida ante el comensal,
dialogaban con la berenjena en un plato con vocación mediterránea y
aspiración de continuar creciendo.
El entrante vocacional
vino de la mano de las Lechecillas y alcachofas, aceite de sésamo y
gelatina de romero. Siendo devoto de las menuceles y del amargor de
las esmeraldas de la huerta, un plato así no puede resultar mal. El
cocinero nos tenía ganados, pero es de justicia advertir que las
alcachofas estaban tiernas y sabrosas, y las lechecillas en el punto
de plancha adecuado, huyendo del error habitual de dejarlas gomosas o
crudas. Los ingredientes llevaban escasos segundos en el plato, y eso
es un valor añadido que casi nunca advertimos. Los platos pierden su
esencia en minutos, y ni todas las mesas calientes del mundo levantan
un plato que se le ha pasado su climax. Este llegó en el momento del
orgasmo, cuando los aromas estallan. Pero es un plato con unos
ingredientes con sabores tan pronunciados y característicos, que el
aceite de sésamo nos sobraba. Es cierto que aportó el toque exótico
a un plato tan castizo, y eso es algo por lo que merece la pena
apostar siempre.
La estrella de la comida
llegó en forma de montaña blanca sobre una mesa auxiliar. Se
trataba de una Corvina a la sal, y de un tamaño que podría
alimentar a toda la infantería persa de Jerjes en un día de combate
contra los griegos. Se trata de un pescado blanco de sabor intenso
habitual tanto en las costas de Sudamérica como en las atlánticas
norteafricanas. Por allá la suelen trabajar en sensacionales
ceviches, y por acá en frituras, rebozados o asados.
Pero en El
Trasgo, se ha innovado una fórmula particular y original, cocinarlo
a la sal. El espectáculo es digno de disfrutar. La costra de sal, se
flambea con un compuesto que aporta unos matices complejísimos a la
carne, al filtrarse entre la gruesa capa blanca. Han encontrado una
fórmula perfecta. La solución a una ecuación que estaba todavía
sin plantear. El despiece del pescado y el emplatado se hacen junto a
la mesa. Se deshecha la piel, que ha sufrido defendiendo a la carne
blanquísima durante la batalla con la sal y el fuego. Unas patatas
asadas acompañarán a los filetes que con habilidad van cayendo
sobre la loza. Un toque de aceite y pimienta molida en el momento es
el único aliño que recibe. El resto lo pone el océano.
Si comenzábamos el
partido con un aperitivo que llamaba a la nostalgia, en el postre se
me saltaron las lágrimas. Por fin podía probar el dulce de moda
neoyorquino sin salir de Zaragoza. La referencia en el menú no
dejaba lugar para la duda. Lo anunciaba bien clarito, Cronut,
mermelada de naranja amarga y mantequilla de vainilla. La que se
avecinaba era tremenda. El cronut se trata de un híbrido entre el
afrancesado cruasán y el donut yanqui concebido por el visionario
Dominique Ansel. Como otros descubrimientos de la gran manzana, el
cronut se extiende por el planeta a ritmo vertiginoso. En origen fue
ideado como una masa de croasán fermentada y luego frita con la
forma anular del donut. Se rebozan en azúcar y se rellenan con
vainilla de Tahití. Para los más curiosos, se vende take away
en la pastelería originaria a la friolera de cinco dólares. Esa
misma versión se puede adquirir en Zaragoza (Bakery Zurita) a mitad
de precio que en Nueva York, pero lo que teníamos delante en El
Trasgo era algo bien distinto. La fórmula original recuerda en
exceso al donut, que por qué no decirlo, es la parte más débil del
tándem. Los fieles al cruasán mantequilloso preferiríamos el
predominio de la luna creciente sobre la rosca universal. Comparto
con nuestro autor la experiencia de descubrir cómo sabe
verdaderamente un cruasán al comerlo por primera vez en Francia,
después de haber probado su versión spanish bollo. Así lo entiende
nuestro cocinero, que ha ideado el negativo del cronut. En su
creación, un sublime cruasán acoge en su interior a su pareja
americana. Se presenta como bocado caliente que se puede conjugar al
gusto con la típica mermelada de naranja amarga inglesa y con un
gran dado de la mantequilla de Tahití original. Una vuelta de rosca
más al ingenio, que deja más protagonismo a los elementos, al
cruasán y a quien se lo va comer. Un dulce más libre que mejora a
todas luces a su primo yanqui, y por el que se hace imprescindible
una visita a esta cocina total.
Yo he ido varias veces y volveré otras muchas mas. El mejor sitio de Zaragoza para disfrutar comiendo o comer disfrutando
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