Esta mosca cede la
palabra a los clásicos para introducir la segunda visita al Don Pascual. Nadie mejor que el maestro Platón para describir la
realidad del panorama gastronómico zaragozano, y lo que supone un
Restaurante luminoso como éste en un mundo tan plagado de sombras. Y
para hablar de sombras nada mejor que este pasaje del libro VII de La
República donde describe su teoría del conocimiento a través del mito de la caverna.
“- Imagina una especie
de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada,
abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y
unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas
y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar
únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la
cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en
un plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino
situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido
un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los
titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos
sus maravillas
-Ya lo veo- dijo
- Pues bien, ve ahora, a
lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de
objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres
o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias;
entre los portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando
y otros que estén callados.
- ¡Qué extraña escena
describes- dijo- y qué extraños prisioneros!
- Iguales que nosotros-
dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han
visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino sombras
proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está
frente a ellos?
(…)
- Entonces no hay duda-
dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más
que las sombras de los objetos fabricados”.
Pues no encuentro mejor
manera de expresar el sentimiento que me ataca tantas veces cuando
visito muchos de los manteles de la ciudad. Buena comida, gente
atenta, locales más o menos agradables, pero casi siempre con dosis
muy rácanas de sinceridad. Es imposible encontrar la verdad en la
cocina si las referencias siguen las líneas de la moda del momento,
del gusto de los clientes, de la imitación de los grandes genios, de
la vanguardia sacada de contexto o de la repetición de la tradición.
Todos esos caminos alejan los platos de los dos aspectos que jamás
se han de perder de vista: el origen de los ingredientes y el mensaje
con el que el cocinero envuelve sus creaciones. Nos encontramos
encadenados dentro de un comedor-caverna y sólo vemos los reflejos
de los platos verdaderos. Creemos que esas sombras son los auténticos
platos por culpa de la costumbre, el mayor grillete que nos
inmoviliza; pero muchas son las ocasiones en las que al terminar un
plato fabuloso nos invade un sentimiento de nostalgia o de
desencanto. Siempre nos falta algo, un matiz de verdad, una pincelada
de sinceridad, una brizna de autenticidad que nos demuestre que lo
que teníamos delante no era una sombra más. Preciosa y sabrosa,
pero una sombra más.
Una de las escasas
ocasiones en las que creí encontrarme ante platos reales, y no
siluetas reflejadas en la pared, me ocurrió en el pasado mes de mayo
en la sala naranja del Don Pascual. Acaban de empezar pero,
inexplicablemente, aquella comida nos pareció fruto de una madurez
conceptual impropia de gente tan joven. De todo lo que se podría
decir de aquellos platos quiero rescatar únicamente las tres razones
por las que lo situamos como la alegría gastronómica del año en
Zaragoza. En primer lugar porque tratan cada ingrediente de acuerdo a
sus particularidades, y eso sólo se puede llevar a cabo desde un
conocimiento erudito del mismo. Son una cuadrilla de frikies de la
ciencia culinaria. Éstos se empapan las enciclopedias de cocina como
los de The Big Bang Theory lo hacen con las de Star Treck. En segundo
término destacamos la importancia que le otorgan a la composición
de los platos. Y por composición no queremos referirnos sólo a las
brillantes presentaciones, sino a la propia combinación de
elementos. La búsqueda de asociaciones de sabores, texturas, colores
y aromas es constante. Todo es reinterpretable y revisable. Como el
alquimista encerrado en la torre del castillo han iniciado una
búsqueda en la que no hay final previsible, pero sí un claro
beneficiario, el comensal. Y por último, la razón principal de
nuestro vasallaje a su cocina y la más radical de las tres es su
ausencia absoluta de tabúes y límites. Nada está prohibido entre
sus paredes. No hay verdades preconcebidas que limiten su trabajo.
Suena a cursilada, pero el dicho de que nada es imposible hasta que
no se intenta se lleva hasta las últimas consecuencias. Vaya placer
ver un equipo que no hace ninguna concesión a las modas que llegan
en oleadas invadiéndolo todo. Varían de registros con el criterio
que dicta el ingrediente y no el cliente. No es una cocina para la
galería. Y eso es una suerte para el negocio, pues el público
deambula del amor al odio con una rapidez y crueldad imprevisible, y
la única manera de fidelizar de verdad a un cliente es imponer una
personalidad y unos criterios inquebrantables.
Para comprobar si
aquellas impresiones fueron sobre la flor de un día o si permanecen
ya como marca de la casa se hacía necesaria otra visita. El
resultado no pudo ser más satisfactorio. Reafirmaron cada una de las
cualidades que ya habíamos observado, incluso superando alguna de
ellas, como vamos a explicar a través de los platos que en un
domingo de noviembre desfilaron ante nosotros. Incluso continúan,
cual funambulista avezado, haciendo encaje de bolillos para mantener
un precio inexplicablemente bajo en relación al despliegue
gastronómico que ofrecen. Pero pasemos a la manduca, que de tanto
Platón y Capitán Spock a esta mosca ya le está atacando el hambre.
Tras acomodarnos en una
de las mesas blancas cubiertas por manteles de un tristemente
olvidado color butano, decidimos acompañar la elección del menú
con uno de los vinos que sirven con él. Las opciones pasan por un
Care roble (D.O. Cariñena) o un Idrias (D.O. Somontano), pero
ofrecen la posibilidad de cambiarlo por un blanco o un rosado de la
misma referencia. Yo creo que elegimos el rosado porque nos gusta ver
la original cubitera de plástico que gastan, y porque un Cariñena
de los modernos siempre es un acierto, claro está. Junto con el
caldo frío nos ofrecieron los entrantes de la casa, que ya
vaticinaba un día de alta cocina. Sobre unas cucharillas de
presentación descansaba una combinación de setitas de temporada encebolladas. Ambos
ingredientes se habían dejado bien al dente, buscando sus
sabores más naturales. Un minibocado intenso que logra el objetivo
de abrir el apetito a base de bien. La cocina está al quite y
acompaña toda la fuerza del aperitivo con un vasito de crema de
pimiento que refresca, limpia y endulza el paladar que ya espera
ansioso su presa.
Para los entrantes
continúan con la posibilidad de pedirlos en medias raciones, lo que
nos permite curiosear con más amplitud el trabajo de cocina. La
serie comenzó con la Ensalada de atún rojo marinado con vinagreta
de granada, y la pedimos para observar cómo tratan un producto tan
fácil de arruinar, en otras circunstancias que en la anterior
visita. Ya habíamos observado el dominio de la plancha con el atún,
pero un marinado es otra cosa. El riesgo de que la carne se deshaga o
de que la marinada se apodere del pescado es alto. El plato se
compuso en forma de tartar de gruesos pedazos de atún y de carne de
tomate maduro, todo ello aderezado con pepitas de granada y coronado
con hojas de lechuga tiernas. El resultado fue redondo, pues cada
elemento aportó al conjunto que quedó homogéneo hasta decir basta.
El empaque que le dio la gama monocroma basada en el rojo, el zumo de
la granada corrigiendo la acidez del tomate, y brillando sobre todos
ellos el atún, que acentuó sus matices grasos con los jugos del
resto de sus compañeros.
Cambiando de registro,
desde una cocina de ingrediente a una decostrucción, el Timbal de
judía verde y patata con bacon y jamón nos llevó dando un difícil
rodeo técnico al plato de judías verdes al que siempre quisimos
volver, nuestra magdalena de Proust. Si en el caso anterior se hace
alarde del buen gusto y sensibilidad estética, aquí se muestra el
virtuosismo técnico que se alcanza en el Don Pascual. Cada elemento
del plato se trata de manera individual, pero en el proceso de
ensamblaje se deja preparado para que al introducirlo en la boca se
recree la esencia de un plato tan casero y tradicional. Cada uno
tenemos guardado en algún lugar el recuerdo del plato de judías de
nuestra abuela. No sé cómo lo lograron, pero a los tres moscardones
que acudimos aquel día nos accionó el resorte de nuestra infancia.
Como se ve en la imagen, el montaje es juguetón y divertido. Las
judías ocupan el lugar de honor. Están cortadas en finas tiras y
dejadas sin sobrecocer, conservando el verde intenso y el sabor a
huerto. La salsa de tomate aparece en forma de pincelada en el fondo
del plato, mientras que el jamón lo hace en forma de grandes láminas
crujientes. Pero lo que llama la atención es el trabajo con el
ingrediente más humilde del plato, la patata. No quisimos preguntar
por mantener la curiosidad, pero todavía no sabemos si estaban
cocidas, asadas, o confitadas, pero formaban un timbal que servía de
base al plato. Estaban tiernas pero no se desmenuzaban ni deshacían.
Parecían parcialmente caramelizadas pero mantenían el sabor del
tubérculo. En fin, elevaron a la categoría de estrella el elemento
que en origen se aporta al plato sólo para darle consistencia y
calorías. Arte de magia.
Alejándose de los
artificios y los juegos de ficción, se sacaron de la manga un
platazo de repertorio tradicional tan difícil como costoso de
elaborar. Nada menos que una Fabada contundente a la que no le
faltaba de nada. Ni que decir tiene que nos abalanzamos sobre ella
cucharas en mano para hacerle la prueba que debe superar todo aquello
que merezca la denominación de fabada. Colocamos uno de los enormes
judiones entre la lengua y el paladar y apretamos. El resultado nos
arrancó una sonrisa, pues la legumbre se desparramaba por la boca
como si fuese mantequilla. El plato, pues, se sustenta por sí mismo.
Poco más se puede añadir.
Para concluir con los
entrantes nos encomendamos al Carpaccio de manitas con frutos secos
con cierta curiosidad, y resultó un plato brillante. Y decimos
brillante no sólo por su calidad, sino porque literalmente se
trataba de un juego de brillos muy bien concebido. El comensal cree
encontrarse en el Salón de los Espejos de Versalles, o en Tiffany´s
New York ante tanto destello. Brillan las delicadas lonchas de las
manitas, brilla el aromático aceite de oliva virgen y brilla la
variedad de frutos secos, que parecen más lacados que tostados. Un
juego de sensibilidad que habla del estado de ánimo de la cocina.
Plato ideado desde y para el optimismo, que nos inunda de glamour y
fiesta.
Llega la hora de los
principales, que comenzamos con la Presa asada con manzana. Este
corte, por lo que podemos ver en sus propuestas de menú semanales,
es uno de los preferidos del local. Se han hecho especialistas en su
trabajo y eso se nota. No es un plato de lucimiento como el resto,
pero no se cometió ningún error, y la carne aparece en su punto
ideal. La manzana se trabajó en varias texturas diferentes, y como
su combinación con la carne de cerdo siempre es acertada, el plato
es un valor seguro. La pieza de presa se asa en entero con un certero
sellado previo, con lo que se consigue que guarde los jugos entre la
sonrosada carne. Al laminar para presentarla puede apreciarse el
color de carne tierna y sabrosa.
Llega la hora del
pescado, y con ella la vuelta al riesgo. Un Taco de bacalao con salsa
de roquefort y berenjena crujiente atenta contra toda la ortodoxia
culinaria que dicta la tradición. Blasfemia, pescado y queso son
malos amigos, recitaría el verdugo antes de cortar la cabeza al
cocinero hereje en la place de la Bastille. Pues qué quiere el
lector que le diga. La cosa resultó de una excelencia mayúscula. De
hecho, la salsa de queso azul se sirvió aparte y muy suavizada, pero
hubiésemos agradecido todavía más intensidad. La pedía el momento
de pecado. Cuando uno contraviene los mandamientos divinos debería
hacerlo sin miramientos. Si hay que pecar, se peca hasta el fondo. De
todos modos, se debe felicitar a quien ideó el plato por su
valentía, pero también por su ejecución. La gruesa pieza de
bacalao se laminaba casi por sí misma. Estaba jugosa y bien
desalada, o sea poco, como debe ser. La salsa de roquefort se colaba
entre sus fibras sitiando con sus mohos el sabor a mar. Una lucha de
titanes en la que el vencedor es siempre el comensal.
Pero hemos querido dejar
para el final un plato monumental. El Calamar relleno de verduritas
con su tinta resume toda la filosofía Don Pascual, y apunta los
nuevos caminos que a buen seguro surcarán desde la cocina. De un
plumazo se supera el concepto de mar y montaña, tan manido que ha
quedado relegado al mundo de las cartas viejunas. Aquí los elementos
aparecen por su valor individual y como tales son tratados. Al
calamar se le invita a la fiesta por su capacidad para integrar
sabores en sus carnes tiernas y por su forma que le corona como el
cáliz de los mares. En su interior se presenta una farsa de
distintas verduras empapadas de la esencia marina. Ni que decir tiene
que entre ellas destacaba una cebolla tan dulce que nos hizo recrear
las raciones de calamares encebollados con las que se alimentaba el
patético y genial protagonista de las novelas de Eduardo Mendoza.
Toda la cutrez castiza de las tabernas de los bajos fondos
barceloneses se recupera para presentarla en un plato digno de una
mesa cardenalicia. Una salsa marinera intensa y su alter ego dulce y
sutil en forma de crema de calabaza rematan un plato al que la tinta
del téutido termina de redondear. Por si fuera poca la complejidad
que se encierra, y en búsqueda del equilibrio total, unas hebras de
pasta de cereal aportan el crujiente desde lo alto del plato, para
resguardarlas de las humedades de la parte de abajo. Se puede atacar
desde cualquiera de sus flancos, todos llevan al mismo lugar. Habrá
que probarlo para descubrirlo.
Para explicar el espíritu
femenino que desprende la cocina del Don Pascual, nada mejor que
contemplar cómo salen los postres hacia las mesas. Y cuando digo
femenino no me refiero a esa visión machista que adjudica a las
mujeres valores de sensibilidad y buen gusto. Me río cada vez que
escucho ese comentario digno de concursante de Top Chef. Esta cocina
es femenina por guerrillera y por su fuerza. La fuerza necesaria para
ser fiel a unos valores que jamás se cuestionarán. Con lástima
vemos bastardar los principios que creíamos sólidos en buenos y
legendarios restaurantes, aquí se resiste con los mismos argumentos
con los que empezaron. Riesgo, búsqueda, conocimiento, entrega e
incertidumbre, ingredientes necesarios para hacer algo grande. Viendo
trabajar al personal de cocina uno piensa que si en ese momento el
edificio arde en llamas nadie perdería la concentración ni la vista
del plato en el que se están volcando. Y si se trata de dulces, aquí
va una muestra de su repertorio.
El asunto comenzó con un
plato denominado sencillamente Chocolates. Está compuesto por una
sopa de chocolate blanco sobre la que navega una porción de bizcocho
muy cargado de cacao y de una densidad que le hace primo hermano del
brownie. Escoltando la flota, unas bolitas de cereales aportan el
toque simpático de desayuno mañanero. Capitaneando el velero una
bola de helado cremoso inspirado en los populares Ferrero hace las
delicias de los más golosos y necesitados de cariño.
Mayor complejidad
observamos en la Gelatina de miel con nueces garrapiñadas. Vuelven
los recurrentes frutos secos, pero esta vez aparecen caramelizados en
la base del plato, sustentando a la estrella del postre, la gelatina
de miel. Logran con ella una forma innovadora de aportar los matices
dorados y aromáticos desarmándola de su capacidad para empalagar
todo lo que toca. Recurso técnico que se sacan de la manga y al que
rematan con dos bolas de helado de toffee en las que los tostados del
caramelo se imponen al azúcar.
Pero la virguería
técnica del día se la lleva el Esponjoso de queso con cítricos.
Dos enormes cubos esponjosos, a los que se les ha ataviado con dos
rodajas secas de exótica carambola a modo de peineta, se presentan
acompañados de confitura y gajos helados de mandarina. Ya de por sí
queso y cítricos son una asociación de riesgo, pero si el queso
está trabajado en una textura tan inestable, el equilibrio del plato
es dificilísimo. Ya habíamos probado el esponjoso, pero en la
versión de garnacha, que tantos elogios cosechó. En este caso el
sabor es mucho más sutil. El queso asoma con sus lácteos en el
fondo de una estructura que se transforma en crema con el simple
calor de la lengua. La acidez de la fruta rompe esa suavidad y
despeja la boca de tanta delicadeza. Es entonces cuando se comprende
lo afortunado de la extraña pareja. Un plato de los que hay que
comer para despejar las dudas. Un trabajo con la grandeza de lo
imprevisible. Eso es mucho decir en días donde sólo aspiramos, como
Harry el Sucio, a que los planes salgan bien.
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