Y es que hay cosas que no se
entienden muy bien se miren por donde se miren. Voy a intentar contar la
experiencia que tuve en un restaurante del que tenía buenas referencias y
grandes expectativas. Mis fuentes me hablaban de una cocina moderna y con buen
criterio y, en especial, ponían el acento en el buen trabajo que hacían con las
carnes. Lo que le faltaba por oír a esta mosca para dirigir su punto de mira en
La Yesería, restaurante ubicado dentro de un completo hotelero en las afueras
de La Almunia de Doña Godina. La ocasión llegó al recibir una invitación para
un banquete, nada menos que de comunión.
Así que guardé en el armario mi
ateísmo militante, hice de tripas corazón, me calcé las alas de gala y ahí que
me planté dispuesto a confirmar las bondades de sus fogones. Trataré de
explicar la cuestión que me trae de cabeza desde entonces. Es un hecho histórico
que el ciudadano medio de hace tres o cuatro décadas salía poco a comer por
ahí. De hecho, las visitas a los restaurantes se limitaban a celebraciones de
especial enjundia: bodas, bautizos y comuniones. La sociedad española
evolucionó como lo hicieron su poder adquisitivo y el gusto por inundar las
barras y mesas de los bares y restaurantes. Éstos se multiplicaron y ofrecían
bocados cada vez más suculentos e ingeniosos. Pero siempre hubo una excepción,
las celebraciones. En ellas los establecimientos no modernizaron su mentalidad.
Todos y cada uno de los convites a los que he asistido son un canto al dar gato
por liebre, por mucha reputación y solera que tuviese el lugar. Cualquier menú
del día se apañaba un poco y se le añadía la consabida tarta y su precio se
multiplicaba por cinco. Además a las celebraciones con connotación eclesiástica
se han sumado muchas otras a este desafuero. Hoy te sacan los cuartos en cada
cena de empresa de fin de año, en cada jubilación de un compañero, en cada
ágape de fin de curso y en muchas otras ocasiones del día a día.
Trato de ver la cuestión desde el
punto de vista empresarial, y el desatino de estas prácticas todavía me parece
mayor. Donde yo veo una ocasión ideal de promocionar un negocio y publicitar
una buena cocina, solo encuentro aburrimiento y escaso nivel. La oportunidad de
lucirse en un escaparate así, ante un número enorme de potenciales visitas, se
desaprovecha una y otra vez por empresarios que, durante el resto del tiempo,
se lamentan de falta de clientela. No señores, entérense, los curritos de este
país hemos aprendido a comer bien, tenemos criterio y ya no se nos camela a
base de entremeses y asado. La competencia es mucha, y a no mucho tardar habrá
quien saque partido de estas ocasiones y ajuste los precios al máximo en los
grandes banquetes, con la mirada puesta en el efecto retorno. Parece que nadie
rompe todavía el pacto de sangre y tradición del engaño de este negocio, pero
los tiempos aprietan y el ingenio se agudizará.
El caso que trato hoy no es de los
peores, ni mucho menos, pero no deja de cumplir todos los requisitos del banquete
estándar que se gasta por estos lares. La cosa comenzó prometedora al
contemplar las instalaciones. El nombre del complejo hace referencia a la
antigua actividad del edificio principal, una fábrica de yesos. Las
instalaciones se han adaptado con gusto para adaptarlas al uso hotelero y de
restauración. Las salas son amplias y bien decoradas. El aperitivo de
bienvenida tuvo lugar en la magnífica zona exterior del recinto, donde se ha habilitado un espacio
semiabierto en el entorno de un parque. Una vez dentro se nos ubicó en una
coqueta sala alargada con vistas a un paisaje de ensueño.
Entrando en harina, que es lo que
importa, comenzamos con los aperitivos servidos al aire libre. En primer lugar,
junto a unos inexplicables snaks de supermercado, llegaron unas bandejas de
ibéricos, compuestas por jamón, chorizo y salchichón. Justitos de cantidad para
el número de comensales. Nada reseñable en cuanto a la calidad, que lógicamente era buena. Cumplieron su función como aperitivo, eso sí, acompañados por un muy buen pan recién tostado con
aceite y tomate, y servido todavía caliente.
Mucho más éxito cosecharon los
vasitos de salmorejo con arenque ahumado. Con un sabor muy natural y nada
pastoso en su composición, refrescaba el paladar en espera del bocado suculento
de la intensa sardina de cubo.
Las croquetas son harina de otro
costal. Desde la forma heterodoxa, a su escaso sabor, el asunto estaba flojo.
Supimos que eran de cocido al preguntar, porque nadie se vio capaz de
identificar el sabor por sí mismo, y eso ya dice mucho en su contra.
Una vez terminado el vermú nos
dirigimos a la parte noble del complejo para comenzar a comer. El lugar nos
resultó acogedor y el trato del personal de sala muy correcto. La mesa estaba
decorada para la ocasión y pudimos conocer, por unas tarjetas impresas el menú
que se nos avecinaba. La parte junior de los invitados comenzaría con unos
entremeses variados y como principal, un solomillo de buey con patatas gratén.
El resto comenzaría con un arroz meloso de boletus al aceite de trufa y escamas
de queso de Arándiga, seguido de una paletilla de ternasco crujiente en salsa
de foie y setas. El postre para todos consistía en una tarta a los tres
chocolates con sopa de vainilla. El menú me pareció ambicioso, con una base muy
tradicional, pero con guiños a una cocina moderna más acorde con nuestros
tiempos.
Los entremeses de la juventud todavía
me causan espanto. Esta es una de las razones por las que me incomodan estos
eventos. Deben partir de la base de que a la gente joven no le gusta comer bien
y no son capaces de valorar una buena cocina. Vuelta a los ibéricos y croquetas
que minutos antes se sirvieron en el aperitivo. Pero esta vez acompañadas de
ensaladilla rusa, calamares y dos langostinos. Señores, imagino que la excusa
para este desatino será que sirvieron lo que se acordó con el contratante, pero
incluso admitiendo el argumento, no debería darse opción a tales engendros. A
nadie se le ocurriría pedir carne churrascada en una sidrería donostiarra, ni
pedir un refresco de cola para acompañar un cochinillo segoviano. Hay
concesiones que no se pueden consentir si se tienen aspiraciones gastronómicas
elevadas. Este plato de entremeses es una de ellas.
Más dignidad, que no más acierto,
presentó el plato de arroz. Excelente el punto de cocción, ligeramente al
dente; menos acertada la textura, que se pretendía cremosa y resultó algo pastosa;
flojo el trabajo con los boletus, que aparecían gomosos y nada tersos y muy
decepcionante la aromatización con el aceite de trufa, con claros matices
artificiales. Es cierto que siempre espero y exijo mucho a cualquier plato de
arroz, pero mantengo la teoría de que es uno de los mejores indicadores del
nivel de cualquier cocina. Incluirlo en un menú numeroso tiene un alto riesgo
de fracaso, pues supone añadir factores peligrosos al asunto.
La paletilla de ternasco, aunque
decepcionaba en cuanto al prometido crujiente, estaba muy bien trabajada. Asada
a baja temperatura, conservando sus jugos internos y previamente deshuesada, se
dejaba comer de una forma impecable. Es de agradecer que no apareciese entera,
grasienta y con media tonelada de patatas panadera como todavía en pleno siglo
XXI siguen preparándose en algunos restaurantes zombies. Este plato da fe del
potencial de esta cocina. No me habían informado mal sobre la calidad del
sitio, sino que elegí un mal plan para conocerlo. El banquete no es su fuerte,
como en tantas ocasiones ocurre en nuestros buenos establecimientos.
El naufragio absoluto del menú de Comunión
llegó con el plato principal de los junior. Tratar tan mal un producto tan
excelente debe ser tarea complicada. El buen solomillo de buey llegó como recién
salido de las llamas de Pedro Botero. Había sido incomprensiblemente maltratado
y vejado. Lo que otrora fue un jugoso pedazo de carne fresca y sabrosa se había
transformado en una suela quemada y reseca. No había posibilidad alguna de
masticar aquel rígido músculo.
Y lo más triste no es el tratamiento de la
carne, sino la conclusión que saco del propio hecho: como al ciudadano medio
posiblemente no le guste ver sangre en su plato, arruino la carne y así estará
al gusto de todos. No, señores, ese no es el razonamiento honesto. La carne
debe hacerse en su punto, y si hay desvergonzados y ponzoñosos que no soportan
que la carne parezca carne, se vuelve con el plato a la cocina y se le
achicharra bien a conciencia. Que paguen ellos su falta de educación
alimentaria y nos dejen vivir a la gente civilizada.
El postre tampoco dejó ver la calidad
del restaurante. La tarta no tenía riesgo y sí aires industriales. El sabor a
cacao era tan sutil que fue conquistado por el empalagoso dulce. Las finas
láminas de bizcocho estaban excelentes y bien empapadas de almíbar, pero
separaban unas capas de crema de chocolate que más recordaban a una gelatina
dulce que a distintas variedades de chocolate. La sopa de vainilla que
anunciaba el menú debió de perderse por el camino, o más bien transformarse en
el helado industrial que acompañaba a la tarta. Mejor resultó el detalle
ornamental logrado con la gota dorada que lucía la cobertura de chocolate.
Efecto resultón que no salvó un postre condenado al olvido desde su concepción.
Como conclusión podemos afirmar que,
a la vista de ciertos detalles, se trata de un restaurante de calidad. El
entorno, el servicio y la cocina están a un nivel alto pero con estos frustrados
menús desaprovechan una oportunidad de oro. Del mismo modo que el boca a boca
puede poner de moda y dar a conocer un establecimiento, lo puede convertir en
un desierto. Por mi parte, espero la siguiente oportunidad de visitar La
Yesería, pero será como cliente particular y no como invitado a ninguna
celebración de grupo.
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