viernes, 29 de noviembre de 2013

El Molino de Berola (Vera de Moncayo, Zaragoza)


En busca de un poco de oxígeno y aire puro, esta mosca decidió embarcarse en una excursión hacia el Moncayo. Los atractivos no eran pocos y me sacaron del letargo del hogar. Es una buena ocasión para perderse entre pinares y hayedos y disfrutar del color del otoño. Hay que ser realista y lo de calzarse la cesta bajo el brazo y recoger setas mejor dejarlo para los madrugadores, el resto podemos consolar nuestra curiosidad micológica en cualquiera de los restaurantes que ofrecen los preciados frutos del bosque en sus cartas. Si además de la naturaleza, el visitante tiene curiosidades culturales una buena idea es visitar el Monasterio de Veruela. Las huellas de los Bécquer se cruzan con las del vino, pues el recinto también alberga el Museo del Vino de la D.O. Campo de Borja, uno de los buques insignia de la enología aragonesa en el mundo. Así que tras un buen paseo por las faldas del Moncayo; una parada en el horno de Vera para volver a sentir lo que es un pan de verdad; un recorrido por las callejuelas embrujadas de Trasmoz, donde podremos abastecer nuestras despensas de las Mermeladas Bubup y de los quesos artesanos de El Acebo de Moncayo; una visita al claustro de Veruela y al Museo del Vino; nos plantamos en la hora de comer con más hambre que un perro.


Aquel día éramos cinco los gastroinsectos de buen morro los que buscamos una buena mesa para repostar la energía perdida durante la mañana. No conocíamos El Molino de Berola, pero al pasar por la carretera junto a él, vimos la mejor señal de alerta que puede lanzar un restaurante, un aparcamiento a rebosar. Tuvimos la suerte de ocupar la última mesa libre, pero es importante advertir que en día festivo es mejor reservar con antelación, pues la cola de clientes comenzó a alargarse detrás de nosotros. La carta no es demasiado larga, lo cual vuelve a ser un síntoma de calidad y frescura, pero a la vista de lo que demandaban las mesas del alrededor, comprendimos que lo habitual es pedir el menú de la casa. Como advertimos que aquel día tenían también otro micológico optamos por combinar los dos para poder disfrutar de más platos. El resultado fue más que satisfactorio. No espere el lector encontrar ahí demasiadas florituras estéticas ni concesiones a las nuevas técnicas, pero a cambio disfrutará de una cocina directa y con ingredientes de temporada de primera. Las raciones son de dimensiones humanas y comprenden lo que es una jornada de cansancio. El mimo del trabajo de cocina se aprecia en las imágenes de los platos. Los puntos de cocinado son los que dicta cada ingrediente, al que se nota que conocen bien. Las setas y la trufa de temporada, el foie y las verduras frescas son propuestas habituales. Por otra parte, el servicio es impecable pese a lo abarrotado de la sala. Atienden a los clientes que pueden, y es muy gratificante que no sacrifiquen la calidad del servicio a base de colocar más mesas encajadas por los rincones. Pero estamos aquí para filosofar sobre la correcta visión empresarial, pasemos a la manduca, que es a lo que hemos venido.

Tostada de trufa de temporada de Añón


Comenzar una comida con un entrante tan lujurioso deja claras las intenciones de la cocina. Las láminas de trufa se disponen sobre un pan caliente acentúan sus aromas gracias a la presencia del aceite de oliva virgen extra. Todos los ingredientes son representativos de la tierra en la que nos encontramos. Sabor a bosque y a horno de leña, a almazara y panadería. Se trata, sin duda, de mucho más que un simple entrante. Se consigue que el comensal se meta en situación desde el primer minuto de juego. En la mesa se va a hablar de la historia de una tierra y de sus gentes.

Salteado de setas con ajetes, huevo y foie


La combinación de las setas y el foie puede resultar sorprendente para muchos paladares, pero no es así para un zaragozano de la capital, pues en los últimos tiempos la pareja se viene ofreciendo habitualmente en la mayoría de los establecimientos de calidad. Pero el hecho de disfrutar del plato en uno de los corazones seteros de la provincia ya es un aliciente especial. Además la elaboración se vio enriquecida con juego de alto riesgo, la presencia de los ajetes. Un acierto muy a tener en cuenta, pues el poderío e intensidad que se le conoce a esta hortaliza podría arruinar los sabores precisos del resto, pero no fue eso. Los ajetes se trabajaron con mucho cuidado para suavizarlos, dejándolos prácticamente caramelizados y aportar unos matices dulces que redondearon el conjunto.

Pimientos rellenos de bacalao y boletus


De nuevo se apuesta por el riesgo a la hora de rellenar los carnosos pimientos. Una farsa de boletus con cualquier tipo de carne magra hubiese salvado el envite de manera muy sencilla y resultona, pero aquí se apuesta por el bacalao con tanto acierto como originalidad. Un guiño trufado en la salsa llama la atención al comensal antes del ataque. El diálogo entre el pescado desalado y la variedad de frutos recién recogidos es de lo más fructífero. No se abusa del bacalao que se presenta más como una brandada ligera que envuelve las setas. Los sabores son muy suaves, pero con un fondo muy largo que remata bien un buen trago del vino garnachero de la zona que acompaña al menú.

Dorada al Orio


Como ya habíamos apreciado el buen trabajo que realiza la cocina con sus ingredientes estrella, llegaba la hora de observar cómo se desenvolvían con algo tal alejado del recetario montañés. La prueba de fuego llegó de la mano de una dorada al Orio, y se superó sin estridencias y con honestidad. El punto del pescado era el que merece, carne jugosa y entera. Pero lo notable fue el Orio, que se elaboró con ajos tiernos y a base del aceite marca de la casa. El cebollino y el pimiento asado eran suprimibles en un plato tan bien trabajado, pero la tradición manda, y parece que si en un menú de día de fiesta faltan adornos el respetable no quedaría satisfecho, y mucho me temo que llevan razón, será cuestión de adaptarse al mercado.

Jarrete de cordero


El capítulo del guiso también se superó con holgura con este plato tan tradicional como resultón. Con decir que la carne se desprendía ante el tenedor con suavidad y aparecía sonrosada y entera, ya queda casi todo dicho. Ingrediente magnífico al que no se le buscan tres pies. Trabajado en entero no ganará el Top Chef, pero tampoco le hace falta cuando los instintos primitivos se despiertan de este modo ante un enorme hueso rodeado de tierna carne. Apreciamos con gusto que la salsa no estuviera pasada y que aparecieran las verduras que la trabaron sin ayuda de harinas ni engordes. Las patatas fritas también sobraban, pero al menos eran de verdad y cortadas a mano. Se humedecieron y reblandecieron en la salsa pero funcionaron como buena guarnición en un día en el que el hambre apretaba.

Entrecot de ternera a la brasa


Sólo nos quedaba por poner a prueba el trabajo de brasa para ver todo el repertorio del restaurante. Lo hicimos a través de un entrecot de ternera que resultó soberbio. No hay más misterio que un buen corte y brasa de verdad que le aporte el toque de humo que se espera. Así fue y así lo reflejamos. Se superó el peligro de socarrarla y secarla a base de aplicarle un calor intenso y breve. El interior conserva los jugos y todo el sabor a carne que necesitamos quienes nos separamos de la línea evolutiva de los herbívoros hace varias glaciaciones. La guarnición consistió en las típicas patatas fritas y pimiento asado, nada original, pero es de justicia advertir que nada quedó en el plato.

Flan de la casa


Postre casero con intenso sabor a huevo de los de antes, que pedía a gritos liberarse de esa infame nata. Debió gustar a la concurrencia, pues la joya dorada duró escasos segundos en el plato.

Surtido de pasteles artesanos



Fruto del trabajo del obrador de la zona llegó la hora del deleite dulce. Sobre los platos se presentaron cuatro pedazos de pasteles distintos en los que se podían destacar unas masas ligeras de bizcocho, la presencia de frutos secos y chocolate como motivos de varios de ellos, y cierto abuso de la nata. El de queso con frutos rojos se impuso con claridad al resto por su suavidad y frescura y el caparazón de chocolate relleno de chocolate puso a guinda a una gran comida que no sólo se recomienda desde aquí, sino que sin duda, se volverá a disfrutar en futuros escarceos por el monte.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Restaurante Bal d´Onsera


Confieso que, hasta hoy, sólo movía mis alas hasta la calle del Blasón Aragonés con fines frikies. Me gustaba imaginar que tras la hermética puerta del número seis existía un mundo maravilloso, oculto para los ingenuos viandantes. Mi espejo de Alicia particular. Unos días imaginaba un salón de juegos clandestino donde el humo y el alcohol enrojecían las pupilas de decenas de vividores, y los gansters y las coristas hacían su agosto. Otros creía escuchar los pasos de Luke Skywalker huyendo a toda pastilla de las tropas de su padre Anakin, el malvado Darth Vader. El lado oscuro acechaba detrás del timbre que no me atreví a pulsar durante años. Y hoy puedo decir que no iba nada desencaminado respecto a lo que se esconde detrás de la puerta misteriosa. Una noche de sábado de principios de noviembre me dirigí con paso firme hacia ella acompañado por otros dos aventureros gastronómicos. Apuramos nuestras cigarretes ante el umbral y, con decisión, apretamos el codiciado botón.


Mientras escribo estas líneas, pienso que el mundo que escondía aquel el umbral era más interesante de lo que imaginaba. Todo lo que encierran sus cuatro paredes transmite un mensaje poderoso que va más allá de una cuadrilla de tahúres y droides pululando por la sala. Las ganas de transmitir pasión pululan por sus enormes mesas y su decoración arriesgada, y se concentran en unos platos como el buen poeta lo hace a través de sus versos. Bocados con mensaje, y yo que ya estaba convencido de que más allá del maestro de Torrero todo era mudo desierto por estas tierras. Pero ahora se me planteaba el problema terrible de cómo transmitir al lector, con palabras, un mensaje que se clamaba a base de carnes y verduras, de helados y salsas, de huerta y ganado. Cada cual es esclavo de sus orígenes, y yo acudí en busca de ayuda a los míos.


Mosca: Manolo, te necesito otra vez. Estoy aquí, en Zaragoza.
MVM: ¿Qué pasa? ¿A estas horas? Estoy liado con unas patatas a la riojana, no me acaban de espesar.
Mosca: Es una cosa rápida. ¿Puede un tallo de borraja explicar la existencia del ser humano?
MVM: ¿Zaragoza? Umm. Entonces sí. A mí me las pusieron con arroz y almejas y lo vi claro
Mosca: Pero qué viste, maestro. ¿La historia, la creación, el apocalipsis?
MVM: Mierda de patata francesa, ¿fécula o harina? ¿qué le meto a esto? Anda, déjame ya chaval. Mírate mi poesía, que está muy de capa caída, pero ahí lo tienes todo. San Pedro ya entra con el pescado y esto no arranca. Como llegue el jefe con el vino y no esté la manduca nos destierra al limbo otra vez. Agur, cuelgo.

Me faltó tiempo para llegar a casa y abalanzarme sobre la poesía de Vázquez Montalbán. Y no era la primera vez que pensaba en él ese día, pues el maestro siempre me viene a la cabeza cuando tengo un plato de borrajas delante. Conforme pasaba las páginas volví a imaginar todos los platos entre aquellos versos. Pero para comprender la conexión entre poesía y comida es necesaria alguna aclaración. Trataré de ser preciso y breve, lo juro. La poesía del maestro, como la comida de la Bal d´Onsera, posee unas características que la elevan al parnaso del arte total. En primer lugar destaca su vocación culturalista. Al modo de Góngora, el escritor y el cocinero que traemos aquí se recrean en detalles eruditos pero, a diferencia de los clásicos, nunca se alejan de la experiencia inmediata particular. Por otro lado ambos retuercen los recursos del lenguaje hasta exprimirlos. Uno hace con las palabras lo que el otro con sus verduras y aliños. Cada bocado un verso, cada rima un sabor. El ritmo y la intensidad variables, los contrastes agudos, las paradojas indescifrables, una vocación de aunar lo individual con lo social y el conocimiento y respeto por la Historia son directrices que guían sus obras. Pero estas semejanzas que me asaltaron una noche de noviembre no significan nada si no las observamos a nivel práctico. Ilustraré cada plato de la Bal d´Onsera con un fragmento montalbaniano en el que se manifiesta la conexión.

Ensalada de borrajas, langostinos, gelée de tomate y migas rojas


"(...), quizá
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
                                   y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany."

Manuel Vázquez Montalbán, Una educación sentimental (1967)

El primer pase llegó a la mesa en forma de plato con importante vocación urbana. La borraja, el tomate y las migas se conjugan como referencias que apuntan con certeza al corazón de Zaragoza. Los dos primeros como reflejo de su huerta y el tercero como invitado de los que llegan para quedarse desde las casetas de los pastores del entorno. Si esta mosca tuviese que definir Zaragoza en tres bocados, éstos serían tres grandes candidatos. Plato urbano con sabor a su huerta. A la hora de tratar los elementos se pone sobre el tapete un exquisito juego de variaciones que apuntan a la línea de flotación de la capital del Ebro. Ciudad de contrastes climáticos, sociales, históricos e incluso geográficos que aparecen reflejados en un plato certero. La convivencia de la tradición y la modernidad de sus calles se manifiesta en los distintos tratamientos de los ingredientes, que van desde la simplicidad de la borraja al virtuosismo técnico con el que se trabaja el tomate, del que desaparece hasta su referencia cromática. El exotismo de aportarle langostinos a un plato de huerta representaría la vocación marinera con la que siempre sueña la esteparia Zaragoza. Se agradeció la presencia de un secreto oculto en forma de suave crema de alcachofas, que vino a aportar el recuerdo de la amargura que nos provoca levantar la vista hacia poniente y encontrarnos con el cierzo amenazante. El poeta nos describe un paisaje urbano que evoca a mar, asfalto, cóctel, viento, bar, pérdida y crepúsculo. Una descripción tan minuciosa de la capital del Ebro como el plato que disfrutamos en primer lugar.

Steak tartar ibérico


"(...) otras sólo tienen
dos senos a punto de abrirse por su peso
de fruta para labios agostados
                                                     para manos
sin otro mundo que llevarse al alma
                                                        y en ocasiones
sólo un seno es hermoso sólo un hombro
sólo un vencimiento de la piel
                                                   sólo los labios
pero siempre hay un hombre enamorado de tanto o de tan poco."

Manuel Vázquez Montalbán, A la sombra de las muchachas sin flor (1973)

Las tonalidades verdes se tornan rojizas. Llega la hora del sexo y la lujuria con un plato y unos versos que parecen nacidos para caminar juntos. Si ya es un atrevimiento trabajarse un steak tartar a base de presa ibérica, hacerlo con una composición tan heterodoxa roza la transgresión. La presencia de la carne en el plato y en los versos despierta el instinto primitivo, anterior a la era del pecado en la que sobrevivimos. La suavidad y calidad del corte más exquisito del cerdo eleva el bocado a la categoría de alta cocina, pero toda esa elegancia y distinción se ve desclasada por un adobo pimentonero con connotaciones de matacía popular. Plato marxista en el que la lucha de clases se representa en plena batalla final entre la privilegiada presa ibérica y sus antagonistas, las explotadas especias. Pero no es esta la referencia poética que me trae a la memoria el plato, sino que se trata de algo más mundano. Los labios del comensal se abalanzarán sobre los bocados encarnados como los del poeta lo hacen sobre los senos carnales. En este caso los sinuosos pechos se han visto engalanados por un helado y un crujiente de pimiento que acentúa el valor de la desnudez y dota de distinción cada bocado, y por unas judías verdes de tersura virginal e inocente.

Risotto de Ternasco de Aragón IGP con sus manitas y hongos


“Inútil escrutar tan alto cielo
inútil cosmonauta el que no sabe
el nombre de las cosas que le ignoran
el color del dolor que no le mata

inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas.”

Manuel Vázquez Montalbán, Pero el viajero que huye (1990)

Con el nuevo pase, desde la cocina se nos vuelve a invitar a revisar la tradición del terruño, pero esta vez con aire más reivindicativo que el primer y nostálgico plato. Lo recibimos ante nosotros como un puñetazo encima de la mesa y una bofetada bien dada en nuestro espíritu gastronómico tan snob como ridículo. No es provinciano tratar los elementos de siempre de manera noble y con la altura que da el conocimiento preciso del producto. Lo cateto es la costumbre que hemos adquirido de buscar ingredientes lejanos y valorarlos sólo por ello. No se puede aspirar a la universalidad si no es desde lo concreto y cotidiano. Ahí teníamos un verso encerrado en loza blanca. Un verso necesario en los momentos gastronómicos de incertidumbre y búsqueda estéril a los que nos lleva la inseguridad y baja autoestima. Buscamos nuevas certezas en mundos lejanos que nunca llegamos a comprender. Nos atraen astros luminosos que no nos conducen al redentor, sino a la inutilidad que canta el poeta. Un nuevo sabor no es nada sin su contexto, y esa lección la aprendimos a base de ingredientes nada originales, pero que juntos y tratados con el mimo que desprende el amor hacia ellos, ofrecen resultados milagrosos. Por ahí desfilaron el ternasco, el arroz, las setas y el bisalto confabulados en una danza country muy local. Ingredientes que forman las magdalenas de Proust de nuestro imaginario común, y son los lugares a los que siempre volvemos a tomar las fuerzas necesarias para seguir avanzando. En este caso la carne estaba seleccionada con criterio, pues se combinaron los sabores a monte de las partes más nobles con la textura gelatinosa de sus manitas, que fue redundada por la de los boletos para darle al arroz una ligazón enciclopédica. Pero como todo paisaje urbano, el plato reproducía las contradicciones de las grandes ciudades. A la intensidad del sabor a ganado y a huerta, en forma de un único bisalto crujiente, se oponía un arroz cuya misión cumplió satisfactoriamente. Aportó cuerpo y recogió las esencias del resto, pues se trabajó de la manera más neutra posible. Si el cereal hubiese aportado su propio mensaje hubiese generado confusión, por eso se optó por desnudarlo para que el comensal aderezase cada cucharada a su gusto con la intensa salsa. Me temo que el cosmonauta del poeta era más tripero que refinado en materia culinaria, pero a buen seguro no se habría sentido inútil ante este plato.

Carrilleras y morros de ternera


“(…) la vaciedad del mundo
más allá de las pinturas ya funcionales
en las paredes, del cucú que marca
la hora del regreso, de las cuentas
de las cenas sorprendentes, especiales
recetas misteriosas de vecinas nuevas,
aventuras exóticas por mares de sofrito
y olorosas especias
o bien relojes de zozobra
y un primo hermano habitual a las cuatro
y cuarto, porteras dormidas, despiertas
súbitamente (…)”

Manuel Vázquez Montalbán, Una educación sentimental (1967)

Vaya imágenes se saca el poeta de la manga para ilustrar la falta de sentido trascendente de la vida. Los acontecimientos cotidianos no siguen ningún plan divino ni forman parte de un camino hacia ningún lugar. Ellos son propiamente la vida, no hay nada más. Como aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat conforman el mundo y son importantes en sí mismas. Ya no hay héroes ni piedras filosofales. Por ello es urgente que comprendamos la importancia de la vida real sin embellecer, ya que todo lo de grotesco que hay en ella es la urdimbre del verdadero amor y la belleza. Basta ya de buscar la perfección ideal que jamás llegará, de luchar contra el paso de la edad, de buscar el sentido del universo en un bocado perfecto. El mundo que nos rodea es el nuestro y es imperfecto, decadente y, en ocasiones, hasta sucio. Más nos vale aprender a encontrar la belleza y el placer en las alarmas de los relojes, en las apneas de las porteras, en las vecinas misteriosas o en la aventura que promete una carrillera bien guisada, porque, amigos, esas son las únicas certezas que encontraremos en el camino. Y sólo a base de verdades incuestionables podremos sacarle jugo a esto del vivir. En este caso el cocinero nos propone un conjunto bien planteado donde el protagonismo de la carrillera se ve bien secundado por unos actores de reparto más que interesantes. No se ha optado por el tradicional ocultamiento de la carrillera bajo un manto de salsa de carne intensa, sino que se utiliza un ligero napado que no arruina el gusto del moflete. Los trocitos de morro, el ajete y los pimientos asados, el trigo cocido al dente y las cremas de verduras ayudan a diseñar una estampa que podría compararse a cualquier instantánea recogida en una plaza, un mercado o una coctelería. Elementos cotidianos ordenados sin un canon prefijado. Ante este plato cada cual tiene que idearse una estrategia. Debe formar combinaciones distintas y tratar de encontrar las líneas de fuerza invisibles que unen a la carrillera con los pimientos o a la portera con la cuenta de una cena sorprendente. C´est la vie, y menos mal que es así.

Higos, moscatel, chocolate blanco y yogur


“(…) cuando seas muy vieja
y yo me haya muerto
rompe espejos retratos recuerdos
ponte bragas de corista diadema de acanto
sal desnuda al balcón y méate en el mundo
antes que te fusilen las ventanas cerradas.”

Manuel Vázquez Montalbán, A la sombra de las muchachas sin flor (1973)

La noche terminó en fiesta y desenfreno. Llegó la hora dulce y un rotundo carpe diem se entonó desde la cocina y descendió al plato hecho higo. Pero a diferencia de los grandes clásicos, aquí el poeta no le pide a la juventud que se detenga en el esplendor de sus días, ni que aproveche el momento antes de que la decrepitud se apodere de los cuerpos. Aquí la protagonista es la misma vejez, con todo lo que conlleva de estrambótica, demente y escatológica, y en un alarde de paradoja de bella, original y divertida. Como el coro en un teatro griego de tragedias, los ingredientes nos advierten, desde el plato de postre, del peligro de doblar la rodilla y dejar de caminar. El higo es una fruta centenaria hoy denostada, ignorada por las grandes cocinas y desterrada al país de los alimentos viejunos. Son muy poco aprovechadas sus virtudes a la hora de endulzar y de aportar texturas complejas. Aquí el plato se viste de fiesta utilizando unos dulces y blancos confeti de migas de bizcocho y chocolate blanco. El helado de higo aparece sobre una pasta de sus semillas y flanqueado por helado de yogur. Todo el plato se ha salseado con una confitura que amalgama al conjunto de invitados. Expléndida composición de un plato dulce que nos evoca las bandejas de postres de Navidad, las tardes de chocolatería y los niños abrigados ante los escaparates de las viejas confiterías. Momentos que debemos recuperar antes de la hora del fusilamiento. Excesos de boato y calorías que un día desterramos en nombre de la mesura y la razón.

Va por ti, maestro. Diez años huérfanos, una década de aburrimiento. Si no fuera por estos raticos…    

lunes, 18 de noviembre de 2013

Restaurante Flor (Huesca)


Horror vacui gastronómico, una tendencia afortunada
Pese a la dulzura que promete su nombre, la visita al restaurante que nos trae hoy aquí representa un grito contra la dictadura de una manera de entender el arte del buen comer. Una visión única se está implantando en el mundo de los fogones. Además, inexplicablemente, se trata de una visión ajena a los modos de vida locales, tan dados al gusto por lo desmedido y lo pasional. Los ambientes minimalistas se siguen utilizando como canon básico incluso en los restaurantes de nuevo cuño. Nadie osaría sobrecargar una sala con fuertes contrastes cromáticos, o simplemente con algún elemento decorativo que pueda alterar el equilibrio espiritual del comensal. Paredes vacías de colores neutros y tenues iluminaciones convierten muchos comedores en lo más parecido a una sala de meditación. Los clientes siguen a los camareros con pasos tenues y lentos escuchando las respiraciones de los que ya esperan sus platos en un silencio claustral. Y no es que esté mal de vez en cuando disfrutar de un ambiente de paz y serenidad para salir del estrés cotidiano, pero hacer de esto un hábito no muestra sino el provincialismo y snobismo al que hemos llegado. Los intelectuales de la filosofogastronomía lo justifican argumentando que es conveniente no distraer la atención de la comida. Y creo que están en lo cierto, pero centrar de tal modo la atención en los platos los convierten en objetos sagrados, tan ajenos al ser humano que pierden interés, pasando a convertirse en obras más propias de la urna de un museo. Un plato debe contextualizarse dentro de un ambiente y en una compañía adecuada para disfrutarse en plenitud. Y vaya entorno el que me encontré un mediodía estival en uno de nuestros grandes clásicos aragoneses. 


El restaurante Flor de Huesca se ubica bajo los Porches de Galicia en el corazón de Huesca. Lugar de paso para todos los oscenses, para los que es una referencia presente en sus vidas desde el desayuno hasta la noche. El ajetreo que lleva el local es la representación de la vida de la ciudad más real que se puede encontrar. Ahí todo es movimiento y actividad. Un ir y venir de gente que se avitualla y sale a la calle con las fuerzas y el humor necesarios para aguantar el día. Además, esta mosca, encontró en su interior la prueba más fehaciente de que lo barroco nunca ha pasado de moda, y continúa en lugares como este resistiendo contra el impulso del equilibrio, la racionalidad, la mesura, la serenidad y, en definitiva, el aburrimiento.

El espíritu barroco impregna toda la actividad que ahí se desarrolla. Movimiento, dinamismo, ambiente abigarrado de gentes y objetos. Paredes que lanzan mensajes artísticos desde las alturas, mesas y sillas que se agolpan en espera de caras nuevas, camareros veloces tratando de satisfacer ansiedades. Uno casi espera que en cualquier momento el mismísimo Caravaggio lance una instantánea en claroscuro de cualquier instante detenido. Pero no hemos venido aquí a contar el barroquismo de su ambiente, sino el que conforma sus exquisitos platos. Así que dejemos a Mozart sentado a una mesa para terminar su nuevo Requiem del siglo XXI y pasemos a lo que nos interesa, la manduca.

Al tratarse de un veraniego día de entresemana, esta mosca acudió al restaurante con el propósito de probar su menú del día junto a un moscardoncillo de gustos sibaritas. La cosa sale por 17 euros incluyendo pan, vino y un postre a elegir de su afamada carta. Precio ajustado para ver uno de los desfiles más acertados y completos de lo que mi acompañante y yo hemos denominado horror vacui gastronómico. Un cántico al exceso, al contraste, al lujo y a las pasiones de los sentidos. En nuestra huida de la simplicidad, la seriedad y el orden, estos platos nos encontraron con el espíritu exagerado, burlón y festivo que creíamos desterrado de los locales decentes. Pero no piense el lector que se trata de elaboraciones improvisadas, pues los esquemas de las composiciones son una obra de virtuosismo, el tratamiento y respeto a los ingredientes principales son de escuela de cocina y la reflexión respecto a los fuertes contrastes que se proponen en los platos es profunda y casi metafísica. Pero basta de literatura y vayamos al grano.


El primer pase del desfile comenzó a lo grande, como si se tratase de una fiesta de Jean Paul Gaultier, para dejar claras las intenciones. El Hojaldre vegetal con salmón ahumado y queso fundido deja, por su talle, totalmente sobrecogido al comensal. El hojaldre es el verdadero protagonista, pues pronto comprobamos que sale crujiente y caliente, recién horneado y sin las habituales humedades que lo desquebrajan. Sobre él descansa el pescado y el queso gratinado que nos hacen viajar al barrio judío de Londres, donde el salmón y el queso rellenan los bagels artesanos en una combinación única. Brotes verdes aliñados con buen aceite, barritas de cereales, crema de calabaza y un tan arriesgado como acertado pesto bailan alrededor del hojaldre en una danza propia de un salón de espejos. Son tales las piezas que componen el plato que cada bocado resulta distinto. La boca se inunda de ácidos, dulces, lácteos, vinagres, crujientes, bocados fríos y calientes…La orquesta funciona, la opertura ha levantado al respetable, la función ha empezado.


Decidimos continuar con el Gratén de patata con ternera, champiñones y jugo de piquillos. Y de nuevo la marca de la casa dejaba su impronta. Una multitud de ingredientes disipaban el miedo al vacío con resultados de lo más productivo. El pastel de patata con carne se disponía en lugar privilegiado entre el ajetreo de sus numerosos compañeros. Pudimos comprobar la honestidad de un puré de patata de verdad y no de copos, y la laboriosidad con la que se trata la carne, capaz de competir con los mejores trabajos del cordero del barrio de Monastiraki de Atenas en versión vacuno local. En este caso la salsa de tomate natural, la costra de cereales, el pesto, el cebollino, el perifollo, la cebolla frita crujiente y el queso gratinado formaron la comparsa gaditana que nos arrancó las carcajadas a la hora de terminar los entrantes. Pero se acercaba el momento serio y solemne, la hora de los principales.


Un rotundo aplauso merece la inclusión del Pez de San Pedro en una carta aragonesa. Pez mediterráneo como pocos, e inexplicablemente ausente de nuestras mesas. De las mesas del corazón de la Corona de Aragón. Aquella que dominó, administró y puso en contacto todos los rincones del Mare Nostrum. Ahora parece que tenemos querencias más meseteñas e interiores, pero nuestro pasado no lo cambia ningún politicastro y ante nuestros ojos, un filete del Pez de San Pedro nos hace saltar de la silla. Y vaya cómo llegó a la mesa. Nada menos que acompañado de un refrito de piquillos y gulas sobre su lomo. El pescado estaba asado en su punto jugoso y nadaba sobre su caldo, del que dimos cuenta, pan en mano hasta dejar el plato como la estepa monegrina. El puré de calabaza y la espuma cítrica aportaron el guiño dulce y ácido con el que el comensal puede aderezar una carne que, de por sí, no lo necesitaría. Tan completo nos pareció el plato que pasamos por alto el atrevimiento excesivo de incluir la infame gula en un plato tan honesto.


Como propuesta contundente osamos apostar por el Codillo de cerdo guisado a nuestro estilo con salsa moscatel. Aquí la injusticia con la cocina estuvo en no fotografiar el interior de la pieza, pues podría apreciarse la melosidad de sus fibras. No hacía falta cuchillo ni para apoyar la carne que se deshacía con la caricia del tenedor. La salsa de moscatel, aunque engordada con algo de harina era lo suficientemente intensa y dulce que requiere este corte del cerdo. Ni que decir tiene que los fríos inviernos que estas moscas sufrieron en el corazón de Baviera resucitaron ante la pieza. Casi echamos de menos una buena jarra de cerveza en la mano, pero el Borsao joven del año cumplió con su cometido como un amante cometiendo el pecado de la traición en la habitación de un Hotel. Así pues, esta vez la lujuria, más que la gula, fue la culpable de que el plato volviese reluciente a la cocina.

Si hay algo de lo que ya había oído hablar sobre el restaurante Flor era la dignidad de sus postres. Es tal su elaboración y complejidad que deben pedirse al comienzo para no eternizarse en el momento de la verdad. Se trata de uno de los extraños casos en los que el postre no se considera un complemento de la comida, ni ese punto dulce que pone finiquito a un ágape. Aquí el postre tiene, al menos la misma entidad que el resto. Y digo al menos porque el trabajo y diseño es, incluso, mayor. Si en los platos el barroquismo y el horror vacui dictaban su ley, aquí se lleva a un extremo casi festivo. Se trata de la exaltación de los contrastes, de los colores, de las paradojas y de los misterios carnales.


Comenzamos con la Semiesfera de chocolate crujiente y caramelo con sorbete de mandarina. Como Scarlett O´Hara con puños cerrados, a Dios pongo por testigo que la imagen no está retocada. El mismísimo hemisferio norte salió de la cocina envuelto en crujiente chocolate helado. El interior estaba conformado de redundante chocolate y dorado caramelo, que nos permitió saciarnos hasta la extenuación. La crujiente oblea, la tierra de bizcocho, la fruta madura completaron una decoración recargada y con nervio. Ni que decir tiene que agradecemos sobremanera que el sorbete fuese de cítrica mandarina y no de la consabida vainilla que siempre nos enchufan por decreto junto al chocolate.

Y por último, con el Pastel hojaldrado de cerezas y frutos rojos con helado de queso fresco llegamos al extremo del Plateresco. Un plato casi escultórico, de un detallismo extremo, más propio del gremio de joyeros que del de cocineros. Una base de un hojaldre tan bien levantado como el que nos recibió, aloja una viva crema de cereza que es coronada por un mezclum de frutos rojos de verdad, de los que explotan en la boca y la inundan de jugo. Gotas cítricas, chocolates, polvo de azúcar y bizcocho escoltan cual condenado a muerte al helado de queso. Y vaya si le dimos matarile. Luchando a cucharada en mano terminamos el helado y con él el carnavalesco plato.

Poco resta comentar como conclusión. Comer en la Flor supone una inspiración de aire fresco. Los sentidos se desbocan y el comensal puede aparcar por unos instantes los dictados de la cordura y la contención que gobierna nuestras vidas y destinos. El trajín de la cocina sacando platos, el de los camareros llevándolos a las mesas y cargando oscuros cafés, el de los clientes necesitados de un empujón y de ánimos. Todo circula, nada se instala para siempre entre sus paredes. Un lugar para volver siempre. El corazón de Huesca latiendo a ritmo acelerado.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Restaurante La Scala (Zaragoza)





Andaba esta mosca husmeando los menús con ciertas aspiraciones que últimamente han inundado el centro de nuestra ciudad cuando recayó en el restaurante La Scala, uno de los pocos que todavía no había catado. El restaurante se ubica en la calle Sanclemente, una situación privilegiada para ofertar un menú de gama alta. No tenía muchas referencias del mismo, pero sí las suficientes para saber que sólo tiene algunos guños de la inspiración italiana que sugiere el nombre, y que trabajaban muy bien el arroz. Así que a verificar estas premisas y a degustar su menú de fin de semana nos encaminamos cuatro moscardones de buen comer hacia sus puertas un mediodía de sábado de comienzos de un verano que ya se intuía en el horizonte.


La impresión que nos causó a los cuatro comensales que acudimos aquel día fue unánime, una ocasión perdida. Un local con un diseño y ambiente muy bien concebidos, junto a una cocina de un nivel envidiable no puede ofrecer resultado tan mediano como el que se nos ofreció. Los espacios están muy bien estudiados, y junto con la afortunada iluminación, otorgan el protagonismo a la comida, como siempre debiera ocurrir en una buena sala. Impecable en la selección de ingredientes y en el trabajo que se realiza con ellos en la cocina. Platos muy bien ejecutados aunque con escasa originalidad en su concepción. Sólo se asumen riesgos en contadas ocasiones y se tiende a apostar por valores seguros, aunque siempre con algún guiño a la innovación y experimentación muy de agradecer. Así que si el sitio está bien y la comida es buena, debemos explicar lo que a nuestro entender frustró aquella comida.


Lo que determina si una orquesta sinfónica es de primer nivel no es tanto la calidad de cada uno de sus miembros como la armonía y complicidad que se establezca entre ellos. Y en el caso de La Scala, un elemento pinchó repetidamente aquel día desmereciendo la enorme calidad de todo el resto, y eso en los días que corren es un error de los que duelen. El personal de sala no estuvo a la altura del nivel del restaurante. En el día de marras los camareros se mostraron con bastante desgana, trabajaron poca diligencia y en ocasiones lindaron con la desidia. El engreimiento que se muestra desde la toma de la comanda, en la cual tratan al cliente de manera paternalista, negándose a atender ninguna consulta sobre los platos y sin apenas mirar a los clientes, que deben cantar forzosamente los platos al ritmo de cornetín castrense. Pero toda la impaciencia con la que apremian al cliente para elegir sus platos se difumina a la hora de traerlos desde la cocina. Es una lástima que el manejo de los tiempos entre el montaje del plato en la cocina y su servicio en sala eche a perder gran parte del valor de los platos. Prácticamente todos ellos llegaron a la mesa fríos, desaprovechando la labor de unas buenas manos en los fogones. Era evidente que la cocina aguantaba bien el ritmo de las comandas, pero los platos se aletargaban montados a la espera de unos camareros que no llegaban jamás. 


Los gestos de desagrado y cansancio se repitieron durante todo el servicio. Lo cierto es que tratándose de la cofradía del moscardón los tomamos más a risa que con indignación. No hay que perder el buen humor, solemos pensar, ni aunque estés pagando un buen parné por algo que, en aquel caso, no nos estaban ofreciendo. Pero como todo lo dicho anteriormente se quedaría en apreciaciones vagas si no viene acompañado de argumentos, ahí van los nuestros en forma los platos que aquel día desfilaron ante nosotros. Todos ellos pertenecen al menú que se ofrece bajo la denominación de Menú de Temporada por 26 euros, con suplementos adicionales para varios de los platos, cayendo en esto en una práctica tan habitual en estos días como censurable.


El entrante de bienvenida se agradeció más por el gesto detallista que por el resultado, pues se trataban de unas tiras de berenjena acompañando a un humus que pasó sin pena ni gloria. El problema es que el aperitivo llegó fuera de tiempo, como casi todo aquel día. Ya con el vino servido y la comanda hecha, el vasito con el aperitivo apareció casi a la vez que los entrantes. No cumplió la misión de entretenimiento y pasatiempo para la que fue diseñado. 


El primero de los platos en llegar fue el Carpaccio de atún con helado de lima y vinagreta de soja. Se trata de un plato con muchos aciertos. La calidad y el corte del ingrediente principal es muy notable, y la combinación con el helado de lima es brillante y asume los riesgos que a uno le gusta ver en una cocina. La temperatura ambiente a la que se sirve es la idónea para poder disfrutar del atún en toda su plenitud. Encontramos, al fin, un carpaccio que no está recién sacado de la cámara. El acompañamiento de ensalada sobre la que descansa el helado no tiene ningún sentido y resta valor visual al plato, pero lo compensa el aliño de buen aceite de oliva, así como la sal en escamas con la que se trabajó el plato. Se agradeció que la soja pasara totalmente desapercibida.


El desfile prosiguió con el Risotto de calamar con jugo de carabineros. Quizá era el plato en el que tenía puestas más expectativas, y por ello, el que más me defraudó. Uno de los errores fue el largo tiempo que pasó desde que salió de la cocina hasta llegar a la mesa, pues el arroz ya había formado la despreciable capa exterior endurecida y oscura. Pero en cuanto a gusto tampoco la cosa fue para echar cohetes. Lo que espera uno cuando pide un plato con carabineros es una oleada de océano en la boca, y en este caso sólo dibujaba un leve recuerdo de sabor de marisco. La galleta de parmesano y el perifollo decorativo no aportaron casi nada al conjunto y quedaron como meros brindis a la galería.


La Lasaña de verduras, mozarella y pesto no ganará el premio a la originalidad ni a la estética, pero resulto en boca mucho más afortunado que lo que prometía su apariencia. Una pasta con la cocción correcta; una farsa jugosa de verduras que se presentan auténticas y bien tratadas; una bechamel ligera que acompaña sin empalagar; un intenso pesto más que notable que se presentó apartado del resto, al que no le restó protagonismo y un gratinado correcto conformaron un plato sencillo pero más que acertado.


En la Pularda rellena con salsa de moscatel pudimos apreciar de nuevo la labor impecable de la cocina que pierde su brillo al no ser servida en su momento. La carne salió fría a la mesa y la exquisita salsa había reposado y espesado demasiado. Quitando el topicazo de presentación en cilindro, el plato estaba trabajado con esmero y acierto. La carne de ave tenía el punto jugoso pero cocinado en el que los manuales aconsejan presentarla. Los juegos de dulce y salado estaban orquestados con maestría, destacando el aporte de unas escalonias bien caramelizadas y la presencia del inconfundible moscatel en la salsa que se integraba espectacularmente en la carne. El punto neutro del puré permite aunar en él todos los sabores potentes del plato.


El dominio de las técnicas tradicionales se desplegó con contundencia en la Carrillera de ternera guisada al vino tinto. La clave de este plato debe estar en lograr melosidad en una carne que no debe perder su tersura ni la potencia de su sabor. Carnes fácilmente masticables pero enteras. Otro logro para la cocina, que terminó de lucirse con el trabajo de la poderosa salsa, que pese a llegar tarde a la mesa desplegaba unos aromas intensos de los que hacen crujir el estómago del más pintado. El trabajo de untar pan queda para la pericia de cada comensal. Disfrutamos de verdad con el plato al que, por suerte, no se pretendió reinterpretar, sino reproducir dentro de la más estricta ortodoxia.


En la Merluza con salsa de puerros y jamón se cayó en uno de los errores más habituales en nuestros días. El pescado se pasó de punto. Nunca sabremos si fue tal la elección de la cocina o si durmió el sueño de los justos sobre una mesa caliente a la espera de camarero, pero lo cierto es que estaba más bien seco. Y es una pena, pues el concepto del plato planteaba retos que nos hubiese gustado apreciar. Aquí se optó por tratar de contrastar la esencia suave y delicada del pescado con los toques salados y directos del jamón, que debería acentuar los sabores de la merluza. Nos hubiese encantado ver el resultado de tal atrevimiento, pero el estado de la carne y una salsa fría y espesada de puerros apenas nos permitió hacernos la idea de lo que se pretendía.


El error de punto del plato anterior se corrigió en la Corvina con verduras y vinagreta de azafrán. Se trata de uno de los pescados con sabor más definido y curioso. Por ello generalmente se opta por guarnecerlo y salsearlo muy poco o, sencillamente, presentarlo a la plancha o a la sal. Aquí se propone matizarlo a base de una curiosa vinagreta de azafrán. Una buena elección, pues sobre el papel no debería comerse la potencia del pescado. El resultado fue muy positivo, pues se puede apreciar cómo dos elementos tan dispares pueden establecer una amistad más que fructífera. Nos pareció una lástima, de nuevo, que el plato saliese demasiado reposado y acompañado de unas verduras de las que no comprendimos su significado en el conjunto.


Como buenos amantes de los platos dulces pudimos apreciar, con cierto agrado, que en La Scala no los minusvaloran. Se trata de una pieza tan importante en la comida como el resto de los platos, y no como mero complemento de relleno en un menú. Pedimos cuatro de ellos para hacernos una idea del concepto de postre que se gasta en el local. Nos pareció muy ingeniosa y sorprendente la Sopa de fresas con helado de coco. El camarero se encargó de deslucir el plato al traerlo bien removido, pero aun así logramos recomponer el helado en su posición original para observar un juego cromático muy pensado, y una continua y agradable lucha entre los dulces y los ácidos.


La Espuma de yogurt con helado de mandarina no era tan vistosa pero su realización fue perfecta. La textura de la espuma y la disposición en vertical de los estratos convirtieron este postre en un suculento bocado en el que se conjugaron lácteos, cítricos y refrescante menta en una proporción de manual.


Menos originales pero muy dignos resultaron el Brownie con helado y el Tiramisú en vaso. En ellos pudimos comprobar la entidad que se le quiere otorgar al postre en la Scala.


Un restaurante bueno que, mejorando el servicio de sala y ajustando algo el precio de su menú, podría llegar a ser una de las referencias importantes de nuestra ciudad. Hoy nos enteramos con tristeza, como cada vez que cierra sus puertas un establecimiento de nuestra ciudad, que ha echado la persiana el hermano vinatero de La Scala, nada menos que El Bole. Esperemos que el restaurante tenga mejor suerte y vida larga. Son tiempos de apretar los puños y seguir adelante. Suerte y al tajo.