Confieso que, hasta hoy,
sólo movía mis alas hasta la calle del Blasón Aragonés con fines
frikies. Me gustaba imaginar que tras la hermética puerta del número
seis existía un mundo maravilloso, oculto para los ingenuos
viandantes. Mi espejo de Alicia particular. Unos días imaginaba un
salón de juegos clandestino donde el humo y el alcohol enrojecían
las pupilas de decenas de vividores, y los gansters y las coristas
hacían su agosto. Otros creía escuchar los pasos de Luke Skywalker
huyendo a toda pastilla de las tropas de su padre Anakin, el malvado
Darth Vader. El lado oscuro acechaba detrás del timbre que no me
atreví a pulsar durante años. Y hoy puedo decir que no iba nada
desencaminado respecto a lo que se esconde detrás de la puerta
misteriosa. Una noche de sábado de principios de noviembre me dirigí
con paso firme hacia ella acompañado por otros dos aventureros
gastronómicos. Apuramos nuestras cigarretes ante el umbral y, con
decisión, apretamos el codiciado botón.
Mientras escribo estas
líneas, pienso que el mundo que escondía aquel el umbral era más
interesante de lo que imaginaba. Todo lo que encierran sus cuatro
paredes transmite un mensaje poderoso que va más allá de una
cuadrilla de tahúres y droides pululando por la sala. Las ganas de
transmitir pasión pululan por sus enormes mesas y su decoración
arriesgada, y se concentran en unos platos como el buen poeta lo hace
a través de sus versos. Bocados con mensaje, y yo que ya estaba
convencido de que más allá del maestro de Torrero todo era mudo
desierto por estas tierras. Pero ahora se me planteaba el problema
terrible de cómo transmitir al lector, con palabras, un mensaje que
se clamaba a base de carnes y verduras, de helados y salsas, de
huerta y ganado. Cada cual es esclavo de sus orígenes, y yo acudí
en busca de ayuda a los míos.
Mosca: Manolo, te
necesito otra vez. Estoy aquí, en Zaragoza.
MVM: ¿Qué pasa? ¿A
estas horas? Estoy liado con unas patatas a la riojana, no me acaban
de espesar.
Mosca: Es una cosa
rápida. ¿Puede un tallo de borraja explicar la existencia del ser
humano?
MVM: ¿Zaragoza? Umm.
Entonces sí. A mí me las pusieron con arroz y almejas y lo vi claro
Mosca: Pero qué viste,
maestro. ¿La historia, la creación, el apocalipsis?
MVM: Mierda de patata
francesa, ¿fécula o harina? ¿qué le meto a esto? Anda, déjame ya
chaval. Mírate mi poesía, que está muy de capa caída, pero ahí
lo tienes todo. San Pedro ya entra con el pescado y esto no arranca.
Como llegue el jefe con el vino y no esté la manduca nos destierra
al limbo otra vez. Agur, cuelgo.
Me faltó tiempo para
llegar a casa y abalanzarme sobre la poesía de Vázquez Montalbán.
Y no era la primera vez que pensaba en él ese día, pues el maestro
siempre me viene a la cabeza cuando tengo un plato de borrajas
delante. Conforme pasaba las páginas volví a imaginar todos los
platos entre aquellos versos. Pero para comprender la conexión entre
poesía y comida es necesaria alguna aclaración. Trataré de ser
preciso y breve, lo juro. La poesía del maestro, como la comida de la Bal d´Onsera, posee unas características que la elevan al
parnaso del arte total. En primer lugar destaca su vocación
culturalista. Al modo de Góngora, el escritor y el cocinero que
traemos aquí se recrean en detalles eruditos pero, a diferencia de
los clásicos, nunca se alejan de la experiencia inmediata
particular. Por otro lado ambos retuercen los recursos del lenguaje
hasta exprimirlos. Uno hace con las palabras lo que el otro con sus
verduras y aliños. Cada bocado un verso, cada rima un sabor. El
ritmo y la intensidad variables, los contrastes agudos, las paradojas
indescifrables, una vocación de aunar lo individual con lo social y
el conocimiento y respeto por la Historia son directrices que guían
sus obras. Pero estas semejanzas que me asaltaron una noche de
noviembre no significan nada si no las observamos a nivel práctico.
Ilustraré cada plato de la Bal d´Onsera con un fragmento
montalbaniano en el que se manifiesta la conexión.
Ensalada de borrajas,
langostinos, gelée de tomate y migas rojas
"(...), quizá
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany."
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany."
Manuel Vázquez Montalbán,
Una educación sentimental (1967)
El primer pase llegó a
la mesa en forma de plato con importante vocación urbana. La
borraja, el tomate y las migas se conjugan como referencias que
apuntan con certeza al corazón de Zaragoza. Los dos primeros como
reflejo de su huerta y el tercero como invitado de los que llegan
para quedarse desde las casetas de los pastores del entorno. Si esta
mosca tuviese que definir Zaragoza en tres bocados, éstos serían
tres grandes candidatos. Plato urbano con sabor a su huerta. A la
hora de tratar los elementos se pone sobre el tapete un exquisito
juego de variaciones que apuntan a la línea de flotación de la
capital del Ebro. Ciudad de contrastes climáticos, sociales,
históricos e incluso geográficos que aparecen reflejados en un
plato certero. La convivencia de la tradición y la modernidad de sus
calles se manifiesta en los distintos tratamientos de los
ingredientes, que van desde la simplicidad de la borraja al
virtuosismo técnico con el que se trabaja el tomate, del que
desaparece hasta su referencia cromática. El exotismo de aportarle
langostinos a un plato de huerta representaría la vocación marinera
con la que siempre sueña la esteparia Zaragoza. Se agradeció la
presencia de un secreto oculto en forma de suave crema de alcachofas,
que vino a aportar el recuerdo de la amargura que nos provoca
levantar la vista hacia poniente y encontrarnos con el cierzo
amenazante. El poeta nos describe un paisaje urbano que evoca a mar,
asfalto, cóctel, viento, bar, pérdida y crepúsculo. Una
descripción tan minuciosa de la capital del Ebro como el plato que
disfrutamos en primer lugar.
Steak tartar ibérico
"(...) otras sólo tienen
dos senos a punto de abrirse por su peso
de fruta para labios agostados
para manos
sin otro mundo que llevarse al alma
y en ocasiones
sólo un seno es hermoso sólo un hombro
sólo un vencimiento de la piel
sólo los labios
pero siempre hay un hombre enamorado de tanto o de tan poco."
dos senos a punto de abrirse por su peso
de fruta para labios agostados
para manos
sin otro mundo que llevarse al alma
y en ocasiones
sólo un seno es hermoso sólo un hombro
sólo un vencimiento de la piel
sólo los labios
pero siempre hay un hombre enamorado de tanto o de tan poco."
Manuel Vázquez Montalbán,
A la sombra de las muchachas sin flor (1973)
Las tonalidades verdes se
tornan rojizas. Llega la hora del sexo y la lujuria con un plato y
unos versos que parecen nacidos para caminar juntos. Si ya es un
atrevimiento trabajarse un steak tartar a base de presa ibérica,
hacerlo con una composición tan heterodoxa roza la transgresión. La
presencia de la carne en el plato y en los versos despierta el
instinto primitivo, anterior a la era del pecado en la que
sobrevivimos. La suavidad y calidad del corte más exquisito del
cerdo eleva el bocado a la categoría de alta cocina, pero toda esa
elegancia y distinción se ve desclasada por un adobo pimentonero con
connotaciones de matacía popular. Plato marxista en el que la lucha
de clases se representa en plena batalla final entre la privilegiada
presa ibérica y sus antagonistas, las explotadas especias. Pero no
es esta la referencia poética que me trae a la memoria el plato,
sino que se trata de algo más mundano. Los labios del comensal se
abalanzarán sobre los bocados encarnados como los del poeta lo hacen
sobre los senos carnales. En este caso los sinuosos pechos se han
visto engalanados por un helado y un crujiente de pimiento que
acentúa el valor de la desnudez y dota de distinción cada bocado, y
por unas judías verdes de tersura virginal e inocente.
Risotto de Ternasco de
Aragón IGP con sus manitas y hongos
“Inútil escrutar tan alto
cielo
inútil cosmonauta el que no sabe
el nombre de las cosas que le ignoran
el color del dolor que no le mata
inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas.”
inútil cosmonauta el que no sabe
el nombre de las cosas que le ignoran
el color del dolor que no le mata
inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas.”
Manuel Vázquez Montalbán,
Pero el viajero que huye (1990)
Con el nuevo pase, desde
la cocina se nos vuelve a invitar a revisar la tradición del
terruño, pero esta vez con aire más reivindicativo que el primer y
nostálgico plato. Lo recibimos ante nosotros como un puñetazo
encima de la mesa y una bofetada bien dada en nuestro espíritu
gastronómico tan snob como ridículo. No es provinciano tratar los
elementos de siempre de manera noble y con la altura que da el
conocimiento preciso del producto. Lo cateto es la costumbre que
hemos adquirido de buscar ingredientes lejanos y valorarlos sólo por
ello. No se puede aspirar a la universalidad si no es desde lo
concreto y cotidiano. Ahí teníamos un verso encerrado en loza
blanca. Un verso necesario en los momentos gastronómicos de
incertidumbre y búsqueda estéril a los que nos lleva la inseguridad
y baja autoestima. Buscamos nuevas certezas en mundos lejanos que
nunca llegamos a comprender. Nos atraen astros luminosos que no nos
conducen al redentor, sino a la inutilidad que canta el poeta. Un
nuevo sabor no es nada sin su contexto, y esa lección la aprendimos
a base de ingredientes nada originales, pero que juntos y tratados
con el mimo que desprende el amor hacia ellos, ofrecen resultados
milagrosos. Por ahí desfilaron el ternasco, el arroz, las setas y el
bisalto confabulados en una danza country muy local. Ingredientes que
forman las magdalenas de Proust de nuestro imaginario común, y son
los lugares a los que siempre volvemos a tomar las fuerzas necesarias
para seguir avanzando. En este caso la carne estaba seleccionada con
criterio, pues se combinaron los sabores a monte de las partes más
nobles con la textura gelatinosa de sus manitas, que fue redundada
por la de los boletos para darle al arroz una ligazón enciclopédica.
Pero como todo paisaje urbano, el plato reproducía las
contradicciones de las grandes ciudades. A la intensidad del sabor a
ganado y a huerta, en forma de un único bisalto crujiente, se
oponía un arroz cuya misión cumplió satisfactoriamente. Aportó
cuerpo y recogió las esencias del resto, pues se trabajó de la
manera más neutra posible. Si el cereal hubiese aportado su propio
mensaje hubiese generado confusión, por eso se optó por desnudarlo
para que el comensal aderezase cada cucharada a su gusto con la
intensa salsa. Me temo que el cosmonauta del poeta era más tripero
que refinado en materia culinaria, pero a buen seguro no se habría
sentido inútil ante este plato.
Carrilleras y morros de
ternera
“(…) la
vaciedad del mundo
más allá de las pinturas ya
funcionales
en las paredes, del cucú que marca
la hora del regreso, de las cuentas
de las cenas sorprendentes, especiales
recetas misteriosas de vecinas nuevas,
aventuras exóticas por mares de
sofrito
y olorosas especias
o bien relojes de
zozobra
y un primo hermano habitual a las
cuatro
y cuarto, porteras dormidas, despiertas
súbitamente (…)”
Manuel Vázquez Montalbán,
Una educación sentimental (1967)
Vaya
imágenes se saca el poeta de la manga para ilustrar la falta de
sentido trascendente de la vida. Los acontecimientos cotidianos no
siguen ningún plan divino ni forman parte de un camino hacia ningún
lugar. Ellos son propiamente la vida, no hay nada más. Como aquellas
pequeñas cosas que cantaba Serrat conforman el mundo y son
importantes en sí mismas. Ya no hay héroes ni piedras filosofales.
Por ello es urgente que comprendamos la importancia de la vida real
sin embellecer, ya que todo lo de grotesco que hay en ella es la
urdimbre del verdadero amor y la belleza. Basta ya de buscar la
perfección ideal que jamás llegará, de luchar contra el paso de la
edad, de buscar el sentido del universo en un bocado perfecto. El
mundo que nos rodea es el nuestro y es imperfecto, decadente y, en
ocasiones, hasta sucio. Más nos vale aprender a encontrar la belleza
y el placer en las alarmas de los relojes, en las apneas de las
porteras, en las vecinas misteriosas o en la aventura que promete una
carrillera bien guisada, porque, amigos, esas son las únicas
certezas que encontraremos en el camino. Y sólo a base de verdades
incuestionables podremos sacarle jugo a esto del vivir. En este caso
el cocinero nos propone un conjunto bien planteado donde el
protagonismo de la carrillera se ve bien secundado por unos actores
de reparto más que interesantes. No se ha optado por el tradicional
ocultamiento de la carrillera bajo un manto de salsa de carne
intensa, sino que se utiliza un ligero napado que no arruina el gusto
del moflete. Los trocitos de morro, el ajete y los pimientos asados,
el trigo cocido al dente y las cremas de verduras ayudan a diseñar
una estampa que podría compararse a cualquier instantánea recogida
en una plaza, un mercado o una coctelería. Elementos cotidianos
ordenados sin un canon prefijado. Ante este plato cada cual tiene que
idearse una estrategia. Debe formar combinaciones distintas y tratar
de encontrar las líneas de fuerza invisibles que unen a la
carrillera con los pimientos o a la portera con la cuenta de una cena
sorprendente. C´est la vie, y menos mal que es así.
Higos, moscatel,
chocolate blanco y yogur
“(…) cuando seas muy vieja
y yo me haya muerto
rompe espejos retratos recuerdos
ponte bragas de corista diadema de acanto
sal desnuda al balcón y méate en el mundo
antes que te fusilen las ventanas cerradas.”
y yo me haya muerto
rompe espejos retratos recuerdos
ponte bragas de corista diadema de acanto
sal desnuda al balcón y méate en el mundo
antes que te fusilen las ventanas cerradas.”
Manuel Vázquez Montalbán,
A la sombra de las muchachas sin flor (1973)
La noche terminó en
fiesta y desenfreno. Llegó la hora dulce y un rotundo carpe diem
se entonó desde la cocina y descendió al plato hecho higo. Pero a
diferencia de los grandes clásicos, aquí el poeta no le pide a la
juventud que se detenga en el esplendor de sus días, ni que
aproveche el momento antes de que la decrepitud se apodere de los
cuerpos. Aquí la protagonista es la misma vejez, con todo lo que
conlleva de estrambótica, demente y escatológica, y en un alarde de
paradoja de bella, original y divertida. Como el coro en un teatro
griego de tragedias, los ingredientes nos advierten, desde el plato
de postre, del peligro de doblar la rodilla y dejar de caminar. El
higo es una fruta centenaria hoy denostada, ignorada por las grandes
cocinas y desterrada al país de los alimentos viejunos. Son muy poco
aprovechadas sus virtudes a la hora de endulzar y de aportar texturas
complejas. Aquí el plato se viste de fiesta utilizando unos dulces y
blancos confeti de migas de bizcocho y chocolate blanco. El helado de
higo aparece sobre una pasta de sus semillas y flanqueado por helado
de yogur. Todo el plato se ha salseado con una confitura que amalgama
al conjunto de invitados. Expléndida composición de un plato dulce
que nos evoca las bandejas de postres de Navidad, las tardes de
chocolatería y los niños abrigados ante los escaparates de las
viejas confiterías. Momentos que debemos recuperar antes de la hora
del fusilamiento. Excesos de boato y calorías que un día
desterramos en nombre de la mesura y la razón.
Va por ti, maestro. Diez
años huérfanos, una década de aburrimiento. Si no fuera por estos
raticos…
Guauuuu!! Manolo y tú, vaya pareja, poetas, triperos e imprescindibles.
ResponderEliminarGuauuuu! Me gusta mucho salir de comilona contigo y con Manolo. Poetas
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