domingo, 24 de noviembre de 2013

Restaurante Bal d´Onsera


Confieso que, hasta hoy, sólo movía mis alas hasta la calle del Blasón Aragonés con fines frikies. Me gustaba imaginar que tras la hermética puerta del número seis existía un mundo maravilloso, oculto para los ingenuos viandantes. Mi espejo de Alicia particular. Unos días imaginaba un salón de juegos clandestino donde el humo y el alcohol enrojecían las pupilas de decenas de vividores, y los gansters y las coristas hacían su agosto. Otros creía escuchar los pasos de Luke Skywalker huyendo a toda pastilla de las tropas de su padre Anakin, el malvado Darth Vader. El lado oscuro acechaba detrás del timbre que no me atreví a pulsar durante años. Y hoy puedo decir que no iba nada desencaminado respecto a lo que se esconde detrás de la puerta misteriosa. Una noche de sábado de principios de noviembre me dirigí con paso firme hacia ella acompañado por otros dos aventureros gastronómicos. Apuramos nuestras cigarretes ante el umbral y, con decisión, apretamos el codiciado botón.


Mientras escribo estas líneas, pienso que el mundo que escondía aquel el umbral era más interesante de lo que imaginaba. Todo lo que encierran sus cuatro paredes transmite un mensaje poderoso que va más allá de una cuadrilla de tahúres y droides pululando por la sala. Las ganas de transmitir pasión pululan por sus enormes mesas y su decoración arriesgada, y se concentran en unos platos como el buen poeta lo hace a través de sus versos. Bocados con mensaje, y yo que ya estaba convencido de que más allá del maestro de Torrero todo era mudo desierto por estas tierras. Pero ahora se me planteaba el problema terrible de cómo transmitir al lector, con palabras, un mensaje que se clamaba a base de carnes y verduras, de helados y salsas, de huerta y ganado. Cada cual es esclavo de sus orígenes, y yo acudí en busca de ayuda a los míos.


Mosca: Manolo, te necesito otra vez. Estoy aquí, en Zaragoza.
MVM: ¿Qué pasa? ¿A estas horas? Estoy liado con unas patatas a la riojana, no me acaban de espesar.
Mosca: Es una cosa rápida. ¿Puede un tallo de borraja explicar la existencia del ser humano?
MVM: ¿Zaragoza? Umm. Entonces sí. A mí me las pusieron con arroz y almejas y lo vi claro
Mosca: Pero qué viste, maestro. ¿La historia, la creación, el apocalipsis?
MVM: Mierda de patata francesa, ¿fécula o harina? ¿qué le meto a esto? Anda, déjame ya chaval. Mírate mi poesía, que está muy de capa caída, pero ahí lo tienes todo. San Pedro ya entra con el pescado y esto no arranca. Como llegue el jefe con el vino y no esté la manduca nos destierra al limbo otra vez. Agur, cuelgo.

Me faltó tiempo para llegar a casa y abalanzarme sobre la poesía de Vázquez Montalbán. Y no era la primera vez que pensaba en él ese día, pues el maestro siempre me viene a la cabeza cuando tengo un plato de borrajas delante. Conforme pasaba las páginas volví a imaginar todos los platos entre aquellos versos. Pero para comprender la conexión entre poesía y comida es necesaria alguna aclaración. Trataré de ser preciso y breve, lo juro. La poesía del maestro, como la comida de la Bal d´Onsera, posee unas características que la elevan al parnaso del arte total. En primer lugar destaca su vocación culturalista. Al modo de Góngora, el escritor y el cocinero que traemos aquí se recrean en detalles eruditos pero, a diferencia de los clásicos, nunca se alejan de la experiencia inmediata particular. Por otro lado ambos retuercen los recursos del lenguaje hasta exprimirlos. Uno hace con las palabras lo que el otro con sus verduras y aliños. Cada bocado un verso, cada rima un sabor. El ritmo y la intensidad variables, los contrastes agudos, las paradojas indescifrables, una vocación de aunar lo individual con lo social y el conocimiento y respeto por la Historia son directrices que guían sus obras. Pero estas semejanzas que me asaltaron una noche de noviembre no significan nada si no las observamos a nivel práctico. Ilustraré cada plato de la Bal d´Onsera con un fragmento montalbaniano en el que se manifiesta la conexión.

Ensalada de borrajas, langostinos, gelée de tomate y migas rojas


"(...), quizá
una sonrisa enorme como una ciudad
atardecida, malva el asfalto, aire
que viene del mar
                                   y el barman
nos sirve un ángel blanco, aunque
sepa los caminos nunca encontraré
esa barra infinita de Tiffany."

Manuel Vázquez Montalbán, Una educación sentimental (1967)

El primer pase llegó a la mesa en forma de plato con importante vocación urbana. La borraja, el tomate y las migas se conjugan como referencias que apuntan con certeza al corazón de Zaragoza. Los dos primeros como reflejo de su huerta y el tercero como invitado de los que llegan para quedarse desde las casetas de los pastores del entorno. Si esta mosca tuviese que definir Zaragoza en tres bocados, éstos serían tres grandes candidatos. Plato urbano con sabor a su huerta. A la hora de tratar los elementos se pone sobre el tapete un exquisito juego de variaciones que apuntan a la línea de flotación de la capital del Ebro. Ciudad de contrastes climáticos, sociales, históricos e incluso geográficos que aparecen reflejados en un plato certero. La convivencia de la tradición y la modernidad de sus calles se manifiesta en los distintos tratamientos de los ingredientes, que van desde la simplicidad de la borraja al virtuosismo técnico con el que se trabaja el tomate, del que desaparece hasta su referencia cromática. El exotismo de aportarle langostinos a un plato de huerta representaría la vocación marinera con la que siempre sueña la esteparia Zaragoza. Se agradeció la presencia de un secreto oculto en forma de suave crema de alcachofas, que vino a aportar el recuerdo de la amargura que nos provoca levantar la vista hacia poniente y encontrarnos con el cierzo amenazante. El poeta nos describe un paisaje urbano que evoca a mar, asfalto, cóctel, viento, bar, pérdida y crepúsculo. Una descripción tan minuciosa de la capital del Ebro como el plato que disfrutamos en primer lugar.

Steak tartar ibérico


"(...) otras sólo tienen
dos senos a punto de abrirse por su peso
de fruta para labios agostados
                                                     para manos
sin otro mundo que llevarse al alma
                                                        y en ocasiones
sólo un seno es hermoso sólo un hombro
sólo un vencimiento de la piel
                                                   sólo los labios
pero siempre hay un hombre enamorado de tanto o de tan poco."

Manuel Vázquez Montalbán, A la sombra de las muchachas sin flor (1973)

Las tonalidades verdes se tornan rojizas. Llega la hora del sexo y la lujuria con un plato y unos versos que parecen nacidos para caminar juntos. Si ya es un atrevimiento trabajarse un steak tartar a base de presa ibérica, hacerlo con una composición tan heterodoxa roza la transgresión. La presencia de la carne en el plato y en los versos despierta el instinto primitivo, anterior a la era del pecado en la que sobrevivimos. La suavidad y calidad del corte más exquisito del cerdo eleva el bocado a la categoría de alta cocina, pero toda esa elegancia y distinción se ve desclasada por un adobo pimentonero con connotaciones de matacía popular. Plato marxista en el que la lucha de clases se representa en plena batalla final entre la privilegiada presa ibérica y sus antagonistas, las explotadas especias. Pero no es esta la referencia poética que me trae a la memoria el plato, sino que se trata de algo más mundano. Los labios del comensal se abalanzarán sobre los bocados encarnados como los del poeta lo hacen sobre los senos carnales. En este caso los sinuosos pechos se han visto engalanados por un helado y un crujiente de pimiento que acentúa el valor de la desnudez y dota de distinción cada bocado, y por unas judías verdes de tersura virginal e inocente.

Risotto de Ternasco de Aragón IGP con sus manitas y hongos


“Inútil escrutar tan alto cielo
inútil cosmonauta el que no sabe
el nombre de las cosas que le ignoran
el color del dolor que no le mata

inútil cosmonauta
el que contempla estrellas
para no ver las ratas.”

Manuel Vázquez Montalbán, Pero el viajero que huye (1990)

Con el nuevo pase, desde la cocina se nos vuelve a invitar a revisar la tradición del terruño, pero esta vez con aire más reivindicativo que el primer y nostálgico plato. Lo recibimos ante nosotros como un puñetazo encima de la mesa y una bofetada bien dada en nuestro espíritu gastronómico tan snob como ridículo. No es provinciano tratar los elementos de siempre de manera noble y con la altura que da el conocimiento preciso del producto. Lo cateto es la costumbre que hemos adquirido de buscar ingredientes lejanos y valorarlos sólo por ello. No se puede aspirar a la universalidad si no es desde lo concreto y cotidiano. Ahí teníamos un verso encerrado en loza blanca. Un verso necesario en los momentos gastronómicos de incertidumbre y búsqueda estéril a los que nos lleva la inseguridad y baja autoestima. Buscamos nuevas certezas en mundos lejanos que nunca llegamos a comprender. Nos atraen astros luminosos que no nos conducen al redentor, sino a la inutilidad que canta el poeta. Un nuevo sabor no es nada sin su contexto, y esa lección la aprendimos a base de ingredientes nada originales, pero que juntos y tratados con el mimo que desprende el amor hacia ellos, ofrecen resultados milagrosos. Por ahí desfilaron el ternasco, el arroz, las setas y el bisalto confabulados en una danza country muy local. Ingredientes que forman las magdalenas de Proust de nuestro imaginario común, y son los lugares a los que siempre volvemos a tomar las fuerzas necesarias para seguir avanzando. En este caso la carne estaba seleccionada con criterio, pues se combinaron los sabores a monte de las partes más nobles con la textura gelatinosa de sus manitas, que fue redundada por la de los boletos para darle al arroz una ligazón enciclopédica. Pero como todo paisaje urbano, el plato reproducía las contradicciones de las grandes ciudades. A la intensidad del sabor a ganado y a huerta, en forma de un único bisalto crujiente, se oponía un arroz cuya misión cumplió satisfactoriamente. Aportó cuerpo y recogió las esencias del resto, pues se trabajó de la manera más neutra posible. Si el cereal hubiese aportado su propio mensaje hubiese generado confusión, por eso se optó por desnudarlo para que el comensal aderezase cada cucharada a su gusto con la intensa salsa. Me temo que el cosmonauta del poeta era más tripero que refinado en materia culinaria, pero a buen seguro no se habría sentido inútil ante este plato.

Carrilleras y morros de ternera


“(…) la vaciedad del mundo
más allá de las pinturas ya funcionales
en las paredes, del cucú que marca
la hora del regreso, de las cuentas
de las cenas sorprendentes, especiales
recetas misteriosas de vecinas nuevas,
aventuras exóticas por mares de sofrito
y olorosas especias
o bien relojes de zozobra
y un primo hermano habitual a las cuatro
y cuarto, porteras dormidas, despiertas
súbitamente (…)”

Manuel Vázquez Montalbán, Una educación sentimental (1967)

Vaya imágenes se saca el poeta de la manga para ilustrar la falta de sentido trascendente de la vida. Los acontecimientos cotidianos no siguen ningún plan divino ni forman parte de un camino hacia ningún lugar. Ellos son propiamente la vida, no hay nada más. Como aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat conforman el mundo y son importantes en sí mismas. Ya no hay héroes ni piedras filosofales. Por ello es urgente que comprendamos la importancia de la vida real sin embellecer, ya que todo lo de grotesco que hay en ella es la urdimbre del verdadero amor y la belleza. Basta ya de buscar la perfección ideal que jamás llegará, de luchar contra el paso de la edad, de buscar el sentido del universo en un bocado perfecto. El mundo que nos rodea es el nuestro y es imperfecto, decadente y, en ocasiones, hasta sucio. Más nos vale aprender a encontrar la belleza y el placer en las alarmas de los relojes, en las apneas de las porteras, en las vecinas misteriosas o en la aventura que promete una carrillera bien guisada, porque, amigos, esas son las únicas certezas que encontraremos en el camino. Y sólo a base de verdades incuestionables podremos sacarle jugo a esto del vivir. En este caso el cocinero nos propone un conjunto bien planteado donde el protagonismo de la carrillera se ve bien secundado por unos actores de reparto más que interesantes. No se ha optado por el tradicional ocultamiento de la carrillera bajo un manto de salsa de carne intensa, sino que se utiliza un ligero napado que no arruina el gusto del moflete. Los trocitos de morro, el ajete y los pimientos asados, el trigo cocido al dente y las cremas de verduras ayudan a diseñar una estampa que podría compararse a cualquier instantánea recogida en una plaza, un mercado o una coctelería. Elementos cotidianos ordenados sin un canon prefijado. Ante este plato cada cual tiene que idearse una estrategia. Debe formar combinaciones distintas y tratar de encontrar las líneas de fuerza invisibles que unen a la carrillera con los pimientos o a la portera con la cuenta de una cena sorprendente. C´est la vie, y menos mal que es así.

Higos, moscatel, chocolate blanco y yogur


“(…) cuando seas muy vieja
y yo me haya muerto
rompe espejos retratos recuerdos
ponte bragas de corista diadema de acanto
sal desnuda al balcón y méate en el mundo
antes que te fusilen las ventanas cerradas.”

Manuel Vázquez Montalbán, A la sombra de las muchachas sin flor (1973)

La noche terminó en fiesta y desenfreno. Llegó la hora dulce y un rotundo carpe diem se entonó desde la cocina y descendió al plato hecho higo. Pero a diferencia de los grandes clásicos, aquí el poeta no le pide a la juventud que se detenga en el esplendor de sus días, ni que aproveche el momento antes de que la decrepitud se apodere de los cuerpos. Aquí la protagonista es la misma vejez, con todo lo que conlleva de estrambótica, demente y escatológica, y en un alarde de paradoja de bella, original y divertida. Como el coro en un teatro griego de tragedias, los ingredientes nos advierten, desde el plato de postre, del peligro de doblar la rodilla y dejar de caminar. El higo es una fruta centenaria hoy denostada, ignorada por las grandes cocinas y desterrada al país de los alimentos viejunos. Son muy poco aprovechadas sus virtudes a la hora de endulzar y de aportar texturas complejas. Aquí el plato se viste de fiesta utilizando unos dulces y blancos confeti de migas de bizcocho y chocolate blanco. El helado de higo aparece sobre una pasta de sus semillas y flanqueado por helado de yogur. Todo el plato se ha salseado con una confitura que amalgama al conjunto de invitados. Expléndida composición de un plato dulce que nos evoca las bandejas de postres de Navidad, las tardes de chocolatería y los niños abrigados ante los escaparates de las viejas confiterías. Momentos que debemos recuperar antes de la hora del fusilamiento. Excesos de boato y calorías que un día desterramos en nombre de la mesura y la razón.

Va por ti, maestro. Diez años huérfanos, una década de aburrimiento. Si no fuera por estos raticos…    

2 comentarios:

  1. Guauuuu!! Manolo y tú, vaya pareja, poetas, triperos e imprescindibles.

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  2. Guauuuu! Me gusta mucho salir de comilona contigo y con Manolo. Poetas

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