martes, 21 de mayo de 2013

Restaurante Don Pascual, mayo 2013 (Zaragoza)

Atención, comedor impenitente, que a éstos hay que seguirlos de cerca. Y que placer da ver algo así en los tiempos oscuros que vivimos. Al mismo tiempo que los aficionados al buen comer y los creadores de los platos abrazamos posiciones conservadoras, todavía podemos ver cómo surgen nuevos valores valientes que lanzan mensajes honestos, alegres y sorprendentes. Tiempos en que los clientes medimos hasta el último céntimo mientras examinamos con lupa los platos que nos ponen delante. Tiempos en los que los fogones se arrojan a la exhibición fácil de platos sin riesgo ni alma. Tiempos en los que nos hemos acostumbrado a comer por Decreto lo mismo y presentado de la misma manera. Tiempos en los que cada cocina trata de conservar su clientela escondida en la trinchera, a la espera de que amaine el temporal. Tiempos de repetir las mismas combinaciones de ingredientes para no desentonar de cara a la galería. Tiempos de dictadura del mensaje único y simplón de cocina tradicional renovada (ja,ja,ja…)


Pues en estos tiempos de miedo y monotonía me he encontrado una iniciativa que nace nadando contracorriente, y vaya como nada. Tres cocineros son los culpables de esta aventura. Adrián Armingol, Patricia Eguizábal y Elena Cantón han unido sus fuerzas y su experiencia culinaria en nuestra ciudad para iniciar un camino nuevo y sugerente. El punto de partida se encuentra sobre las cenizas de lo que fue el antiguo y venido a menos restaurante Don Pascual, ubicado en Residencial Paraíso. El optimismo del trío se transmite desde la remodelación y puesta a punto que se han trabajado en la sala. Transformar algo oscuro y lleno de manifiesta dejadez decorativa en un espacio alegre y vital, casi eléctrico, no debe de ser tarea fácil. Las ganas de tirar del carro hacia delante se transmiten al futuro comensal desde el momento de hacer la reserva. Se palpa la ansiedad por ver la reacción del cliente ante las propuestas. Importan sus opiniones y, junto a los cocineros y la comida, el comensal se eleva a la categoría de protagonista, no de mera comparsa a la que intentar sacar los cuartos.

En mi visita reciente al restaurante me hice acompañar de la plana mayor del Comité Central de la sopaconmosca porque las expectativas eran grandes. Un buen trabajo de marketing a través de las redes sociales y las primeras impresiones mostradas por clientes pioneros nos habían puesto en alerta. Si algo se mueve en los fogones de Zaragoza, tendremos que poner la lupa sobre ellos y contarlo. Ésta es, pues, nuestra experiencia.

Para comenzar debemos referirnos a su propuesta insignia, el menú del día, que nace con vocación de ser cambiado semanalmente. Pudimos ver que también se trabaja la carta, que se presenta acertadamente corta y plagada de productos de temporada, commeilfaut, que cansados estamos ya de cartas de varias páginas que sólo demuestran la calidad de sus congeladores. Decidimos dejarla para otra ocasión y centrarnos en un menú del que ya habíamos oído hablar. El precio es de 16 euros entresemana y 18´90 euros el fin de semana, y lo más insólito, tratándose de Zaragoza, es que no hay sorpresas: incluye el I.V.A., el pan, el vino aragonés (Bodegas Care) y el agua.

El servicio de sala es de nivel muy alto en un doble sentido. Por un lado, llevan a cabo su labor con una impecable atención de escuela; pero el matiz que marca la diferencia es el hecho de tratar de conocer los intereses de cada mesa y atenderles de acuerdo a ellos. Hay comidas familiares, de negocios, de encuentro de amigos, de interés gastronómico o, incluso, las más interesantes, comidas de amor. En Don Pascual lo saben y diferencian el trato según interese el grado de intimidad, comodidad o complicidad con cada mesa.
Podríamos catalogar su estética como de un bistró moderno y alegre. Sillas cómodas de diseño combinadas con sofás en las zonas de pared que permiten ganar espacio a la sala. En el juego cromático ganan los colores claros y un nervioso naranja que inunda de luminosidad y dinamismo el espacio. En las mesas siguen dominando los mismos colores sobre los que se dispone unas relucientes cubertería y cristalería. El pan se sirve caliente y el rosado de Cariñena bien frío, en una curiosa cubitera de plástico.

El menú se estructura en dos medias raciones de entrantes, un plato principal y un postre artesano. Al ir tres personas con voluntad de probarlo todo, abarcamos casi todas las combinaciones. Entre los entrantes optamos por probarlos todos: el Gazpacho de cerezas, la Ensalada de caramelos de queso con vinagreta de frutos secos, el Arroz de bacalao con alcachofas y las Migas Don Pascual. Como principales pudimos seleccionar los Medallones de solomillo blanco con calabacín y salsa de ajetes y mostaza, los Rollitos de berenjena rellenos de carne con tomate especiado y crujiente de parmesano y un Bonito rojo al Orio de cítricos. El yantar se culminó con los tres postres que proponía el menú: el Hojaldre de piña caramelizada, la Sopa de yogur con helado de Ferrero Rocher y las Peras al vino con helado de mandarina.

Recibimos con alegría unos aperitivos que la casa ofrece como gentileza mientras esperamos los entrantes. Se trataban de unos mejillones al vapor como puños aliñados con vinagreta y dispuestos sobre brillantes cucharas y unos chupachup de queso crema y frutos secos. No se llevan el premio a la originalidad, pero ya pudimos apreciar que los ingredientes que se manejan ahí son de calidad importante. Y el detallazo de marcarse un aperitivo en un menú del día dice mucho de la voluntad de conquista del cliente. Nos dejamos querer, que a nadie le amarga un dulce.

Desde que, hace un par de años, alguien decidió añadir cerezas al gazpacho, la cosa se ha extendido por todas las cartas nacionales. Así que, sin ganar el premio a la originalidad, pero quedando en buen puesto en cuanto a la calidad, comenzamos la comida con este entrante fresco y muy agradecido. Se agradece que hayan huido de espesuras artificiales y se sirva bien aligerado. El toque de hierbabuena agudiza la sensación de frescura de la fruta, y el aceite de intenso verde con el que viene rociado, le aporta un aroma que emparenta el plato con sus sureños orígenes. Buena elección para comenzar ligero y poner a punto el paladar para platos de mayor envergadura.

El arroz resultó sencillamente delicioso. El punto era el idóneo, lejos del habitual pasado que suelen habitar los menús, aquí se trabajan unos granos afortunadamente justitos de cocción. El bacalao siempre es un invitado bienvenido, pero lo destacable del plato lo aportaron las alcachofas. No tanto por su sabor natural y la sutileza de su amargor, sino por haber volcado toda su esencia sobre un arroz sin engaños. Eso es integrar sabores, que cansados estamos de arroces cocidos a base de caldos con sabor a polvo a los que se añade a última hora el ingrediente principal como un convidado de piedra. Aquí todo estaba impregnado del sabor de la reina de las verduras. Se sirve con escaso aporte de sal, que es la mejor forma de disfrutar un arroz tan bien trabado.

La ensalada, como en casi todos los casos, tiene poco que comentar. Y eso es bueno porque, al tratarse de un plato de escasa complejidad, es un campo donde hay poco que ganar y mucho que perder si se cometen errores. La originalidad, en este caso, vino de la mano de los caramelos de queso. Se trata de un lingote de queso tierno, cremoso e intenso envuelto, al estilo Sugus, por una finísima y endulzada masa a la que se le ha aplicado una reciente fritura, que la ha convertido en la reina del crujiente. Una vinagreta afrutada sirve de aliño a las hojas de ensaladas variadas y coloristas.

Las migas al estilo Don Pascual son un exquisito fraude. Y no lo afirmo de manera peyorativa. Digo que son fraudulentas, porque ese no puede ser el estilo Don Pascual, cuando se trata del estilo de mi abuela. Justitas de apaño, dejan el protagonismo a las migas de pan, como debe de hacerse si se quiere respetar su origen humilde y pastoril. Resuenan mis carcajadas al ver platos de migas inundados de jamón, longaniza, panceta, morcilla o ingredientes todavía más atrevidos. Como si los pastores se subieran a los puertos con medio tocino embutido a la espalda. Un poco de sebo y algún retazo de lo haya por ahí sirven y sobran como apaño. La concesión de los granos de uva, no sólo la tolero, sino que la aplaudo. Evita atragantarse y desengrasa un poco el asunto. Éstas llegaron bien sueltas y recién salteadas y con el ingrediente que siempre echo a faltar cuando las como fuera de casa, la patata. Ese es el gran secreto para suavizar la receta y hacerla totalmente digerible. La sorpresa fue tal, que no levanté la cabeza del plato hasta no dejar una miga viva sobre él.

El criterio para elegir los platos principales me pareció ingenioso. Uno basado en la calidad del producto, como es el solomillo blanco. Otro basado en la originalidad y el exotismo, como los rollitos de calabacín. Y el último en la frescura del ingrediente, el bonito rojo a la plancha.

El solomillo viene fileteado, alternado con rodajas de calabacín y salseado con una salsa aromatizada a base de mostaza y ajetes. Un plato de nivel importante. La carne aparece jugosa y sonrosadita en su interior, mientras que el calabacín permanece prácticamente crudo, al dente y crujiente. El salseado es lo que es, salseado. Y lo digo harto de engullir aburrido carnes recocidas con su salsa que impiden distinguir el ingrediente principal. Una buena salsa debe acompañar y, a lo sumo, acentuar o matizar los sabores principales. Aquí el toque de mostaza y de ajetes es muy sutil y en ningún momento se apodera del plato.
Mucho más original, pero con menos valía, se presentó el siguiente plato principal. Muy visual y efectista, pero no logra armonizarse todo lo que ahí se pone en juego. Jamón y queso en versiones cruda y en forma de tópica galleta de parmesano respectivamente. Y a la combinación, potencialmente tan mediterránea y brillante, de la berenjena y la carne picada no se le saca todo el partido posible. Todo excelente al tratarse de buen género, pero con una estructura diferente, se hubiese logrado un resultado mayor que el de la suma de sus elementos.

Donde se pone a prueba de verdad un menú del día es en la plancha. Ahí el ingrediente no puede jugar sucio. No hay trampa ni cartón. Y aquí es donde mejor parado salió el restaurante. El filete de bonito estaba trabajado con buen gusto, riesgo y ganas de conquistar. Sobre una plancha muy caliente y sin excesos oleosos, la gruesa pieza de pescado rojo quedó crujiente y sellada por fuera y jugosa y crudita por dentro. No necesitaba nada más, pero el aliño de aceite que respetaba al pescado sin invadirlo alegraba el plato; el Orio no camuflaba la intensidad de la carne y el amargor que aportaba una afortunada naranja estofada, convirtió en sublime el plato. Éste es uno de los casos en los que ni las palabras ni las imágenes pueden dar fe verdadera de la magnitud del asunto. Todavía hoy saboreo aquel filete, que sólo tuvo un punto negativo, que se terminó.

Comenzamos el capítulo de dulces a base de un hojaldre sobre el que se disponían varias láminas de piña caramelizada. El puré de manzana y la cucharada de helado artesano acompañaron bien a este postre que resultó fresco y nada abusivo. La virtud principal la encontramos en un hojaldre bien armado, en el que la mantequilla había abierto el clásico abanico de capas que evita el riesgo de convertirse en un bollo industrial.

El segundo de los bocados dulces consistía en una sopa de yogur con fruta fresca y helado de Ferrero. Agradecimos mucho la sinceridad del restaurante al confesar que el helado no era de la casa, sino de origen artesanal, rural y turolense; tres cualidades que le suman un valor añadido importante. Si no haces algo con tus propias manos, encárgaselas a los mejores. Al igual que el anterior, nos resultó relativamente ligero gracias al cremoso yogur en el que navegaba el resto de invitados.

En último lugar llegó el postre que demostró la potencia que tiene el Don Pascual en el trabajo del dulce. No lo consideran un añadido a la comida, sino que forma parte esencial de su estructura. La labor de las peras al vino es excelente. La carne de la fruta permanece tersa y totalmente embebida por el tinto caldo. Acompaña a la fruta un helado de mandarina de una tonalidad subida que lo aproxima a la radiactividad, pero del mismo origen y sutileza que todos los anteriores. Pero no termina ahí la cosa, pues lo mejor estaba por llegar. Junto a los elementos conocidos, apareció un bocado de una tipología indescriptible. A mitad de camino del bizcocho borracho y del suflé compacto, una jugosa masa de harina, huevo, leche y azúcar integraba el vino como una esponja recién estrenada para la ocasión. Resistía sin desintegrarse en la boca. El dulzor de la masa se matizaba a base de taninos. Abre este postre una ruta por la que vaticinamos futuros dulces éxitos.

Poco se puede aportar al asunto como conclusión. Nos han lanzado una de las propuestas más alegres y valientes de los últimos tiempos. Sólo resta por ver si serán capaces de mantener el nivel tan alto de calidad y creatividad. La intención de renovar continuamente el menú es peligrosa y nada fácil, así que, por nuestra parte, seguiremos reincidiendo en cada ocasión que podamos. El comienzo ha sido muy esperanzador y la moral de la tropa se ve elevada. Un paisaje que nos recuerda a tiempos menos nublados.

1 comentario:

  1. He comido de maravilla a un precio increíble. Merecer la pena disfrutar de está variada, bien trabajada y original carta. El único inconveniente es el frío (era un día de mucho frío en la calle) cada vez que se abría la puerta, entraba mucho frío. A pesar de eso, repetiré (con jersey de lana)

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