lunes, 20 de mayo de 2013

Restaurante Tanta (Barcelona)



Trio de cebiches que justifican la visita
Como mosca vieja, uno ya está acostumbrado a su tarrito de miel que abandona en contadas ocasiones. Sólo estoy dispuesto a moverme por causas de fuerza mayor, y la curiosidad que tenía por descubrir la cocina peruana actual era, sin duda, una de ellas. Así que abrí las alas y puse rumbo a la vecina ciudad condal.

Si hay una cocina emergente en nuestros días a nivel internacional, ésta es  la bautizada como novoandina. Y no lo digo por decir, hagamos un poco de historia para situarnos en el contexto actual. La primera verdadera revolución gastronómica ocurrió hace muy poco tiempo en nuestra vecina Francia. La nouvelle cuisine abanderada por Paul Bocuse  no sólo renovó la tradición culinaria francesa, sino que se extendió por todo el mundo como la forma ortodoxa de entender la alta cocina. Cierto que apenas trascendió a nivel popular, pero tampoco era esa su vocación. Nuevas técnicas y presentaciones se extendieron por doquier. Se emplataba en la cocina y menguaban unas raciones que, por otro lado, aparecían más sofisticadas y mejor guarnecidas.  El caso es que como casi toda revolución, el sistema se estancó e institucionalizó. Asistimos así al periodo de la dictadura de la cocina francesa que puso punto final al movido siglo XX.

Espacios amplios y cómodos
Fue en el otro lado de los Pirineos donde se gestó el nuevo asalto al poder de la mano de una generación de cocineros, precisamente educados bajo las directrices bocusianas. Si la cocina francesa fundamenta su esencia en las presentaciones dignificadas de elementos clásicos, el ataque español llegará desde el mundo de la renovación técnica, de ahí su catalogación como cocina molecular. No merece la pena detenerse mucho en cuestiones de encasillamientos y ránquines, pues en síntesis, lo que ocurrió en el cambio de milenio fue la derrota francesa ante una cocina que, al principio, minusvaloró, y que terminó por dejarla anticuada, superada y arrinconada en restaurantes rancios más propios de bodas y banquetes. España estaba de moda, su cocina, como su deporte, llenaron portadas por todo el mundo. Nadie se quería perder aquello. El ingrediente, siempre de calidad, había desaparecido durante el cocinado y volvía a la vida en el plato del comensal en formas nuevas, con texturas, colores y apariencias diferentes a las esperadas. Se estableció una carrera por ver quién era capaz de hacer la mayor pirueta acrobática con cualquier elemento. Nuestro Bulli se convirtió en el buque insignia de la cocina de vanguardia, donde se formaron los mejores chefs que comenzaban a exportar la idea como una marea. Su expansión fue rapidísima y dio lugar a multitud de variantes y ramificaciones, pero siempre con la investigación y la innovación técnica como bandera y con los últimos avances científicos como compañeros de viaje.   


Tras el guirigay montado por los españoles llegó la reacción desde el frío norte de Europa. Las sorpresas terminaron por aburrir. A todo periodo clásico le sigue su barroco, y al fin, su rococó. La revolución española fue profunda, pero cumplió sus ciclos de vida de manera muy rápida. Nada que se fundamente en la sorpresa y la novedad puede durar mucho por definición. El ataque al dominio cientifista español llegó de la mano del regreso a la naturaleza y al paisaje del entorno. Y hablando de paisajes  y terruños, el mundo nórdico los tiene para cansar. Vuelve a aparecer el ingrediente en su forma más elemental y simple sobre el plato. Aquí no hay trampa ni cartón. Acusando de artificiales a los vanguardistas y con el famoso Noma por bandera, la vuelta a la pureza de la madre tierra se impuso como nuevo referente culinario. Lo más chic llegaron a ser los restaurantes con huerto, donde el comensal puede ver lo que se va a comer, o incluso recolectarlo él mismo. Casi supuso el regreso al neolítico como punto de partida de nuevo. Desde las orillas del Mar del Norte se nos invitó a reflexionar sobre lo inútil de tanto viraje gastronómico, si al final volvíamos a la línea de salida. No había posibilidad de avanzar más. Era el fin de la historia. De la historia culinaria.
Pero parece que la cosa no estaba tan clara. Los nórdicos habían olvidado un ingrediente importante de toda cocina. El más importante, el ser humano. Desnudar la gastronomía de su condición de manifestación cultural y escaparate de cualquier civilización es despojarla de su elemento esencial. Llevamos diez mil años domesticando la naturaleza y construyendo sociedades donde desarrollarnos como seres humanos, y a cada paso dejamos huellas en el camino y acumulamos conocimientos que hoy nos hacen ser quienes somos. Las cocinas del mundo se forjan a base de todas estas vivezas. Son uno de nuestros patrimonios de mayor envergadura. No hay mejor manera de comprender lo relevante de esta afirmación que viajar comiéndoselo todo. Uno llega a impregnarse de la personalidad y de la historia de cualquier sociedad probando sus guisos y oliendo sus pucheros. Y si hay una característica que defina el desquiciante mundo actual es la mezcla, el mestizaje y la globalización cultural. No son días de purezas de sangre y conservadurismo. Es importante no perder nuestros orígenes, pero más lo es comprender lo cerca que estamos hoy unos de otros. Y si hay un lugar del mundo que aglutine la mezcla y la confluencia como fundamento de su sociedad, ese es el Perú.

Profundidad hacia el patio
Como todas las cocinas triunfantes que le precedieron, la nueva cocina peruana tiene un buque insignia que pone rostro a su filosofía: Gastón Acudio. Hay muchísimos otros que, junto a él, llevan a cabo la labor de difusión de esta cocina por el mundo, pero el hombre moderno necesita de iconos con los que identificar cualquier manifestación cultural, y el cocinero Gastón se ha erigido en los últimos años como la imagen del movimiento de recuperación y puesta a punto de la tradición culinaria peruana. Se ha hablado mucho de este creador polifácetico, pero uno tiene sus querencias literarias y no puede evitar regresar al primer artículo que leyó sobre él, nada menos que del peruano más universal, Mario Vargas Llosa. Nos cuenta, don Mario, su infancia entre los pucheros y faldas de la cocina de su hogar, tras la que vino una formación de lo más ortodoxa encaminada al mundo del Derecho, que le hizo recalar en España. Fue ahí donde se rebeló contra lo que parecía su destino y salió del armario confesando su pecado. Amaba la cocina y se iba a entregar a ella. Tras el viraje se escapó a París y formó en la alta gastronomía, adquiriendo una base que le permitió acometer su gran obra. Recopilar, recuperar y traducir al lenguaje moderno toda la tradición gastronómica de su tierra natal. Y vaya tradición. Nada menos que influenciada hasta la médula por, al menos, cinco grandes culturas gastronómicas. De la confluencia de todas ellas y con una base de ingredientes autóctonos de enorme enjundia, nace una cocina con ambición universal.

Los cimientos gastronómicos los aporta, como no podría ser de otro modo, la tradición del Antiguo Perú precolombino de los Incas. Cocina indígena donde se gestó la domesticación de vegetales como la patata, el tomate o el maíz, que no es decir poco. La primera aportación la provocó la llegada de los españoles con toda su cocina a la espalda. Una cocina, ya de por sí, fuertemente definida por la tradición mediterránea y árabe. A esta coctelera vino a sumarse las exóticas aportaciones, llegadas de la costa atlántica del África Subsahariana, de la población esclava que llegaba como mano de obra en las bodegas de los barcos de los colonizadores. Por si fuera poco, los franceses expulsados por los revolucionarios de finales del siglo XVIII, escogieron Lima como destino de su exilio. Enriquecieron los platos configurando casi definitivamente la cocina peruana que hoy podemos disfrutar casi en cualquier rincón del mundo. Y digo casi, porque falta la última y poderosa aportación. La última oleada de inmigrantes llegará en el siglo XIX desde el otro lado del Índico. Chinos, cantoneses y japoneses llegan desde el océano aportando el que va a ser uno de los protagonistas de las cocinas del Perú, el arroz. Quienes consideramos el mestizaje como elemento de riqueza cultural no encontraremos en todo el planeta una confluencia de caminos similar. Una bomba de relojería a la que se debe encauzar. Un mundo de posibilidades casi infinito.

Priorat, ese gran compañero
 Con estas disquisiciones previas decidí iniciarme en el mundo de esta atractiva propuesta y me dirigí al lugar más cercano donde poder masticar toda esta teoría. El resultado no pudo ser más satisfactorio. Y eso que también llevaba mis reparos, pues la cocina de Gastón Acudio también contiene muchos de los peligros ante los que suelo tomar precaución. Al contrario de nuestro Ferrán Adrià, que nunca optó por la visión empresarial de su marca El Bulli y no abrió sucursales ni franquicias de las que llenan bolsillos y vacían prestigio, Gastón es un empresario exitoso. Viene inundando el mundo a base de varias líneas de franquicias y marcas con distintas orientaciones y dirigidas a diferentes sectores de la población. Todo un ejemplo de segmentación socioeconómica. Esto siempre me huele mal y me pone en alerta. Astrid&Gaston es la madre de todo el imperio. Familia que pronto se vio incrementada por la cadena de, más informales, bristó Tanta; las cebicherías La Mar; la especializada en anticuchos Panchita; la fusión italoperuana de los Bachiche; las hamburgueserías Papachos o la chocolatería Melate, dirigida por su mujer, Astrid, o los más populares Chicha, entre otras muchas fórmulas. Un ingenio empresarial que le pudo reportar sólo en 2008 la cantidad de 60 millones de dólares, ahí es poco.

Decidí introducirme en su mundo desde el Tanta Barcelona. Nada mejor que dejarse aconsejar por el impecable servicio de sala del local. Acudimos cuatro comedores no iniciados en esta cocina y, lógicamente, queríamos probarlo todo. Así que nos desabrochamos los cinturones y pusimos manos a la obra. El ambiente acompañaba, pues la excelente decoración del local, su especial distribución alargada que se abre al final a un patio selvático y un servicio de mesa impecable y original dejaron el protagonismo a los platos que enseguida comenzaron a llegar. Comida de calle y de abuela recuperada y presentada para servir en restaurante moderno, todo un reto.

Jugoso pan de patata y tomate
Merece la pena detenerse a comentar la calidad de la bodega y el pan que se gastan en el local. Decidimos acompañar el yantar con un par de botellas de un Priorat gracioso y muy peligroso, por su subido afrutado, nada menos que un ya inolvidable, Les Cousins. El pan de patata tremendamente jugoso llegó acompañado de tomate natural triturado en un claro guiño a la cocina catalana.

La estrella, el cebiche clásico
Comenzamos con el principal y más conocido argumento que nos llega del Perú: los cebiches. Según dicta la carta es el arte de convertir el mar en un mundo cítrico, picante y refrescante.  Elegimos el trio de cebiches que incluía el de jurel, el de corvina y el de corvina y mariscos. Todos ellos vienen en una leche de tigre distinta que permite hacerse una idea de la variedad de esta especialidad. El impacto que nos provocó fue tal, que podemos afirmar que se trató de la mejor sorpresa de la comida. Carne de pescado tersa y perfectamente marinada con un toque de cítrico muy sutil, que no devora el sabor a mar de un excelente pescado. El aliño se empapa del pescado de manera brutal. Quizá será por la falta de costumbre de nuestros paladares a estos sabores, pero la combinación extraordinaria justifica la fama que el cebiche está adquiriendo en el mundo.   

Juegos entrepanes

Por juguetear un poco antes de atacar los platos fuertes, decidimos pedir un par de elaboraciones que nos llamaron la atención. Un vistoso pan con pescao y una minihamburguesa. El primero se trataba de un bocadillo de pez mantequilla, ejemplificando la influencia que la cocina japonesa tiene en la peruana. Sin duda se trata del pescado de moda y el más apto para consumir en crudo, debido a su alto contenido en grasa que da nombre al pescado. La hamburguesa resultó algo más normalita. Buena carne de buey con un toque original de salsa tártara. 

Piqueos para compartir y probarlo todo
Pero la cosa comenzó a ponerse seria cuando llegó la hora de los piqueos. Nos decidimos por ellos, porque es la manera de poder descubrir un poco de todas las propuestas. Son bandejas grandes donde se presentan muestras variadas de las especialidades. La primera contenía el llamado piqueo criollo que incluye el anticucho de ternera, la papa rellena, la causa, las croquetas de ají de gallina y las boliyucas. Destaca el gran colorido de la muestra así como lo logrado del sabor callejero de los bocados. Excelentes los bocados a base de patata y yuca, original la textura y fondo de las croquetas y más corrientes las carnes guisadas.
El segundo de los piqueos que elegimos era el chifero, donde encontramos wantanes, chiferos cha siu, alitas y berenjekaos. Los primeros resultaron ser unas sensacionales empanadillas de masa oriental y relleno fresco, picante y aromático a base de cerdo y langostinos con salsa de tamarindo. Las alitas estaban alegradas, y de qué manera, con un manto gelatinoso de salsa barbacoa punzantemente agradable e intensa. Los bocadillitos pasaron sin pena ni gloria con un pan que desmerecía el contenido, en cambio, las berenjenas rellenas de cerdo se sumergían en una salsa chi jao kay, que resultó de lo más excelente de la comida. Sabor intenso a olla vieja y sustancia que relamimos limpiando en plato y peleando por sumergir pan en ella.

Ají de gallina, habla la tradición
Tras el muestreo de los piqueos centramos la atención en los platos principales, que es donde se jugaba el tipo nuestra experiencia peruana. El resultado fue excelente, como puede verse a continuación. La primera elección fue el imprescindible ají de gallina, un guiso de pollo limeño, ají amarillo, pecanas, papas y arroz con choclo. Creo que es suficiente la imagen para comprender la magnitud del asunto. Se necesitan kilómetros de migoso pan para llegar al fondo del asunto. La integración de sabores es espectacular. La peor y más sosas de las carnes, la de pollo, posee una cualidad que la eleva al panteón de las grandes, su alta capacidad de absorber todo lo que se encuentra a su alrededor. Y si lo que se encuentra es este ají amarillo, el resultado quita el hipo. Un diez.

Muslo de pato con arroz de cilantro y caldo de cebiche
La mejor muestra de la huella francesa en la cocina peruana es el tratamiento que recibe el pato. Por ello nos decidimos a probar el muslo de pato norteño. La carne estaba estofada hasta su máxima ternura, pero no fue eso lo que nos llamó la atención. El aplauso general de la concurrencia llegó con el arroz sobre el que descansaba el enorme muslo. Arroz de cilantro salseado con el jugo de cebiche caliente. He de reconocer, y me duele como paellero confeso, que aquel arroz es uno de los mejores que me he encontrado sobre un plato ante mí. Punto perfecto, suelto y refrescado a base de cilantro, acumula en cada grano la esencia del ánade que reposa sobre él gracias al caldo de cocción, y la que el pescado ha vertido sobre el jugo de su aliño. Una nota de mar y una de tierra que expresa la esencia de una nación que contiene ambos mundos conviviendo. Síntesis de litoral y altiplano que resulta deliciosamente poética.

Buen manejo del wok oriental
No quisimos dejar pasar la ocasión de degustar una de las especialidades más relacionadas con el mundo oriental, el trabajo del wok. El resultado nos sorprendió menos pese a su vistosidad. Los ingredientes eran de excelente calidad, pero el resultado, aunque bueno, nos sorprendió bastante menos que el resto de platos. El toque agridulce que liga el plato y la correcta integración de todos sus elementos son los aspectos más destacables, que no es poco si pensamos que incluye además del saltado limeño de buey, papas, cebollas, tomates, ají y arroz.

Pez mantequilla especiado con patata, ají y maíz
No se asuste el lector por la brutal cantidad de comida que devoramos. Sepa que los comensales que aquel día se reunieron tienen el punto de saturación enfermizamente alto, y además mantienen la curiosidad de un niño ante lo desconocido. Por ello, y pese a la incredulidad del personal, decidimos terminar el ágape con un anticucho. No podíamos abandonar el restaurante sin probar el típico pincho o brocheta peruana. Lo pedimos de pez mantequilla con ají, patata y maíz, y vaya acierto. De nuevo el pescado nipón ante nosotros. Esta vez en adobo de fuerte pimentón. Pudimos comprobar en primera persona como cada bocado de pescado desprende su grasa en la boca acentuando el intenso sabor a mar. Pero aquello no acababa ahí, porque la guarnición no quedaba en segundo plato. Todavía quedaban fuerzas para sumergir las tersas patatas en el ají que recordábamos de platos anteriores. Un canto al exceso y a la gula que terminó con nuestra ansiedad y con la segunda botella de Priorat antes de llegar a los postres.

Floreado helado de tamarindo
Por refrescar un poco los exitados paladares quisimos comenzar con un postre no demasiado empalagoso que sirviera de transición. Por ello nos enfrentamos con una original tarta helada de tamarindo. Cimplió su objetivo con creces y nos alegró la vista con una presentación tan floreada como puede apreciarse. El tema dulce continuó con el famoso suspiro de limeña, realmente el único postre tradicional del que habíamos oído hablar. Se sirve en copa alta y consiste en una capa del llamado manjar blanco de yemas cubierto por un merengue italiano al oporto y espolvoreado de canela. La fama que le precede es justa, pues la crema lograda a base de yemas y azúcar es soberbia, y nos recuerda, con pena, el gran abanico de postres de yema que poblaron un día la Península Ibérica y que hoy están casi olvidados y sustituidos por mediocridades industriales. Todavía nos permitimos el caprichito de incluir un postre de dulce de leche bajo una gruesa capa de merengue flambeado. Este remate no es apto para aquellas personas a las que cualquier cantidad de azúcar les parece mucho por definición. Un postre dulce es un postre dulce, y uno ultradulce también lo es, lógicamente. Así que, con el subidón de glucosa y un buen café cargado pusimos fin a la aventura peruana.

Excepcional labor de merengue
Como conclusión puedo decir que el poso que me dejo este tipo de cocina es importante. Ya sé que no se trata de la comida de calle peruana, que en el camino se han quedado muchos matices y sensaciones, pero como cata inicial de lo que me espera me pareció sensacional. En Tanta Barcelona podemos agrandar el repertorio de sabores a los que estamos acostumbrados, conocer un lenguaje nuevo y acercarnos a una tradición construida mirando siempre más allá del propio horizonte. La adaptación de las recetas, suavizando los sabores, al gusto del gran público es lógica tratándose de una marca con vocación internacional, pero el hecho de introducirnos de manera sutil y suave en el mundo culinario del Perú resulta muy interesante.
Terminar con un Suspiro de limeña es de obligado cumplimiento

2 comentarios:

  1. Muy bueno tu artículo pero el título de sopa con mosca me desconcierta.

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  2. Con los restaurantes tan cojonudos que tenemos en nuestro pais,,, yo no voy a éste restaurante ni harto de vino!!!

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