lunes, 18 de noviembre de 2013

Restaurante Flor (Huesca)


Horror vacui gastronómico, una tendencia afortunada
Pese a la dulzura que promete su nombre, la visita al restaurante que nos trae hoy aquí representa un grito contra la dictadura de una manera de entender el arte del buen comer. Una visión única se está implantando en el mundo de los fogones. Además, inexplicablemente, se trata de una visión ajena a los modos de vida locales, tan dados al gusto por lo desmedido y lo pasional. Los ambientes minimalistas se siguen utilizando como canon básico incluso en los restaurantes de nuevo cuño. Nadie osaría sobrecargar una sala con fuertes contrastes cromáticos, o simplemente con algún elemento decorativo que pueda alterar el equilibrio espiritual del comensal. Paredes vacías de colores neutros y tenues iluminaciones convierten muchos comedores en lo más parecido a una sala de meditación. Los clientes siguen a los camareros con pasos tenues y lentos escuchando las respiraciones de los que ya esperan sus platos en un silencio claustral. Y no es que esté mal de vez en cuando disfrutar de un ambiente de paz y serenidad para salir del estrés cotidiano, pero hacer de esto un hábito no muestra sino el provincialismo y snobismo al que hemos llegado. Los intelectuales de la filosofogastronomía lo justifican argumentando que es conveniente no distraer la atención de la comida. Y creo que están en lo cierto, pero centrar de tal modo la atención en los platos los convierten en objetos sagrados, tan ajenos al ser humano que pierden interés, pasando a convertirse en obras más propias de la urna de un museo. Un plato debe contextualizarse dentro de un ambiente y en una compañía adecuada para disfrutarse en plenitud. Y vaya entorno el que me encontré un mediodía estival en uno de nuestros grandes clásicos aragoneses. 


El restaurante Flor de Huesca se ubica bajo los Porches de Galicia en el corazón de Huesca. Lugar de paso para todos los oscenses, para los que es una referencia presente en sus vidas desde el desayuno hasta la noche. El ajetreo que lleva el local es la representación de la vida de la ciudad más real que se puede encontrar. Ahí todo es movimiento y actividad. Un ir y venir de gente que se avitualla y sale a la calle con las fuerzas y el humor necesarios para aguantar el día. Además, esta mosca, encontró en su interior la prueba más fehaciente de que lo barroco nunca ha pasado de moda, y continúa en lugares como este resistiendo contra el impulso del equilibrio, la racionalidad, la mesura, la serenidad y, en definitiva, el aburrimiento.

El espíritu barroco impregna toda la actividad que ahí se desarrolla. Movimiento, dinamismo, ambiente abigarrado de gentes y objetos. Paredes que lanzan mensajes artísticos desde las alturas, mesas y sillas que se agolpan en espera de caras nuevas, camareros veloces tratando de satisfacer ansiedades. Uno casi espera que en cualquier momento el mismísimo Caravaggio lance una instantánea en claroscuro de cualquier instante detenido. Pero no hemos venido aquí a contar el barroquismo de su ambiente, sino el que conforma sus exquisitos platos. Así que dejemos a Mozart sentado a una mesa para terminar su nuevo Requiem del siglo XXI y pasemos a lo que nos interesa, la manduca.

Al tratarse de un veraniego día de entresemana, esta mosca acudió al restaurante con el propósito de probar su menú del día junto a un moscardoncillo de gustos sibaritas. La cosa sale por 17 euros incluyendo pan, vino y un postre a elegir de su afamada carta. Precio ajustado para ver uno de los desfiles más acertados y completos de lo que mi acompañante y yo hemos denominado horror vacui gastronómico. Un cántico al exceso, al contraste, al lujo y a las pasiones de los sentidos. En nuestra huida de la simplicidad, la seriedad y el orden, estos platos nos encontraron con el espíritu exagerado, burlón y festivo que creíamos desterrado de los locales decentes. Pero no piense el lector que se trata de elaboraciones improvisadas, pues los esquemas de las composiciones son una obra de virtuosismo, el tratamiento y respeto a los ingredientes principales son de escuela de cocina y la reflexión respecto a los fuertes contrastes que se proponen en los platos es profunda y casi metafísica. Pero basta de literatura y vayamos al grano.


El primer pase del desfile comenzó a lo grande, como si se tratase de una fiesta de Jean Paul Gaultier, para dejar claras las intenciones. El Hojaldre vegetal con salmón ahumado y queso fundido deja, por su talle, totalmente sobrecogido al comensal. El hojaldre es el verdadero protagonista, pues pronto comprobamos que sale crujiente y caliente, recién horneado y sin las habituales humedades que lo desquebrajan. Sobre él descansa el pescado y el queso gratinado que nos hacen viajar al barrio judío de Londres, donde el salmón y el queso rellenan los bagels artesanos en una combinación única. Brotes verdes aliñados con buen aceite, barritas de cereales, crema de calabaza y un tan arriesgado como acertado pesto bailan alrededor del hojaldre en una danza propia de un salón de espejos. Son tales las piezas que componen el plato que cada bocado resulta distinto. La boca se inunda de ácidos, dulces, lácteos, vinagres, crujientes, bocados fríos y calientes…La orquesta funciona, la opertura ha levantado al respetable, la función ha empezado.


Decidimos continuar con el Gratén de patata con ternera, champiñones y jugo de piquillos. Y de nuevo la marca de la casa dejaba su impronta. Una multitud de ingredientes disipaban el miedo al vacío con resultados de lo más productivo. El pastel de patata con carne se disponía en lugar privilegiado entre el ajetreo de sus numerosos compañeros. Pudimos comprobar la honestidad de un puré de patata de verdad y no de copos, y la laboriosidad con la que se trata la carne, capaz de competir con los mejores trabajos del cordero del barrio de Monastiraki de Atenas en versión vacuno local. En este caso la salsa de tomate natural, la costra de cereales, el pesto, el cebollino, el perifollo, la cebolla frita crujiente y el queso gratinado formaron la comparsa gaditana que nos arrancó las carcajadas a la hora de terminar los entrantes. Pero se acercaba el momento serio y solemne, la hora de los principales.


Un rotundo aplauso merece la inclusión del Pez de San Pedro en una carta aragonesa. Pez mediterráneo como pocos, e inexplicablemente ausente de nuestras mesas. De las mesas del corazón de la Corona de Aragón. Aquella que dominó, administró y puso en contacto todos los rincones del Mare Nostrum. Ahora parece que tenemos querencias más meseteñas e interiores, pero nuestro pasado no lo cambia ningún politicastro y ante nuestros ojos, un filete del Pez de San Pedro nos hace saltar de la silla. Y vaya cómo llegó a la mesa. Nada menos que acompañado de un refrito de piquillos y gulas sobre su lomo. El pescado estaba asado en su punto jugoso y nadaba sobre su caldo, del que dimos cuenta, pan en mano hasta dejar el plato como la estepa monegrina. El puré de calabaza y la espuma cítrica aportaron el guiño dulce y ácido con el que el comensal puede aderezar una carne que, de por sí, no lo necesitaría. Tan completo nos pareció el plato que pasamos por alto el atrevimiento excesivo de incluir la infame gula en un plato tan honesto.


Como propuesta contundente osamos apostar por el Codillo de cerdo guisado a nuestro estilo con salsa moscatel. Aquí la injusticia con la cocina estuvo en no fotografiar el interior de la pieza, pues podría apreciarse la melosidad de sus fibras. No hacía falta cuchillo ni para apoyar la carne que se deshacía con la caricia del tenedor. La salsa de moscatel, aunque engordada con algo de harina era lo suficientemente intensa y dulce que requiere este corte del cerdo. Ni que decir tiene que los fríos inviernos que estas moscas sufrieron en el corazón de Baviera resucitaron ante la pieza. Casi echamos de menos una buena jarra de cerveza en la mano, pero el Borsao joven del año cumplió con su cometido como un amante cometiendo el pecado de la traición en la habitación de un Hotel. Así pues, esta vez la lujuria, más que la gula, fue la culpable de que el plato volviese reluciente a la cocina.

Si hay algo de lo que ya había oído hablar sobre el restaurante Flor era la dignidad de sus postres. Es tal su elaboración y complejidad que deben pedirse al comienzo para no eternizarse en el momento de la verdad. Se trata de uno de los extraños casos en los que el postre no se considera un complemento de la comida, ni ese punto dulce que pone finiquito a un ágape. Aquí el postre tiene, al menos la misma entidad que el resto. Y digo al menos porque el trabajo y diseño es, incluso, mayor. Si en los platos el barroquismo y el horror vacui dictaban su ley, aquí se lleva a un extremo casi festivo. Se trata de la exaltación de los contrastes, de los colores, de las paradojas y de los misterios carnales.


Comenzamos con la Semiesfera de chocolate crujiente y caramelo con sorbete de mandarina. Como Scarlett O´Hara con puños cerrados, a Dios pongo por testigo que la imagen no está retocada. El mismísimo hemisferio norte salió de la cocina envuelto en crujiente chocolate helado. El interior estaba conformado de redundante chocolate y dorado caramelo, que nos permitió saciarnos hasta la extenuación. La crujiente oblea, la tierra de bizcocho, la fruta madura completaron una decoración recargada y con nervio. Ni que decir tiene que agradecemos sobremanera que el sorbete fuese de cítrica mandarina y no de la consabida vainilla que siempre nos enchufan por decreto junto al chocolate.

Y por último, con el Pastel hojaldrado de cerezas y frutos rojos con helado de queso fresco llegamos al extremo del Plateresco. Un plato casi escultórico, de un detallismo extremo, más propio del gremio de joyeros que del de cocineros. Una base de un hojaldre tan bien levantado como el que nos recibió, aloja una viva crema de cereza que es coronada por un mezclum de frutos rojos de verdad, de los que explotan en la boca y la inundan de jugo. Gotas cítricas, chocolates, polvo de azúcar y bizcocho escoltan cual condenado a muerte al helado de queso. Y vaya si le dimos matarile. Luchando a cucharada en mano terminamos el helado y con él el carnavalesco plato.

Poco resta comentar como conclusión. Comer en la Flor supone una inspiración de aire fresco. Los sentidos se desbocan y el comensal puede aparcar por unos instantes los dictados de la cordura y la contención que gobierna nuestras vidas y destinos. El trajín de la cocina sacando platos, el de los camareros llevándolos a las mesas y cargando oscuros cafés, el de los clientes necesitados de un empujón y de ánimos. Todo circula, nada se instala para siempre entre sus paredes. Un lugar para volver siempre. El corazón de Huesca latiendo a ritmo acelerado.

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