viernes, 15 de noviembre de 2013

Restaurante La Scala (Zaragoza)





Andaba esta mosca husmeando los menús con ciertas aspiraciones que últimamente han inundado el centro de nuestra ciudad cuando recayó en el restaurante La Scala, uno de los pocos que todavía no había catado. El restaurante se ubica en la calle Sanclemente, una situación privilegiada para ofertar un menú de gama alta. No tenía muchas referencias del mismo, pero sí las suficientes para saber que sólo tiene algunos guños de la inspiración italiana que sugiere el nombre, y que trabajaban muy bien el arroz. Así que a verificar estas premisas y a degustar su menú de fin de semana nos encaminamos cuatro moscardones de buen comer hacia sus puertas un mediodía de sábado de comienzos de un verano que ya se intuía en el horizonte.


La impresión que nos causó a los cuatro comensales que acudimos aquel día fue unánime, una ocasión perdida. Un local con un diseño y ambiente muy bien concebidos, junto a una cocina de un nivel envidiable no puede ofrecer resultado tan mediano como el que se nos ofreció. Los espacios están muy bien estudiados, y junto con la afortunada iluminación, otorgan el protagonismo a la comida, como siempre debiera ocurrir en una buena sala. Impecable en la selección de ingredientes y en el trabajo que se realiza con ellos en la cocina. Platos muy bien ejecutados aunque con escasa originalidad en su concepción. Sólo se asumen riesgos en contadas ocasiones y se tiende a apostar por valores seguros, aunque siempre con algún guiño a la innovación y experimentación muy de agradecer. Así que si el sitio está bien y la comida es buena, debemos explicar lo que a nuestro entender frustró aquella comida.


Lo que determina si una orquesta sinfónica es de primer nivel no es tanto la calidad de cada uno de sus miembros como la armonía y complicidad que se establezca entre ellos. Y en el caso de La Scala, un elemento pinchó repetidamente aquel día desmereciendo la enorme calidad de todo el resto, y eso en los días que corren es un error de los que duelen. El personal de sala no estuvo a la altura del nivel del restaurante. En el día de marras los camareros se mostraron con bastante desgana, trabajaron poca diligencia y en ocasiones lindaron con la desidia. El engreimiento que se muestra desde la toma de la comanda, en la cual tratan al cliente de manera paternalista, negándose a atender ninguna consulta sobre los platos y sin apenas mirar a los clientes, que deben cantar forzosamente los platos al ritmo de cornetín castrense. Pero toda la impaciencia con la que apremian al cliente para elegir sus platos se difumina a la hora de traerlos desde la cocina. Es una lástima que el manejo de los tiempos entre el montaje del plato en la cocina y su servicio en sala eche a perder gran parte del valor de los platos. Prácticamente todos ellos llegaron a la mesa fríos, desaprovechando la labor de unas buenas manos en los fogones. Era evidente que la cocina aguantaba bien el ritmo de las comandas, pero los platos se aletargaban montados a la espera de unos camareros que no llegaban jamás. 


Los gestos de desagrado y cansancio se repitieron durante todo el servicio. Lo cierto es que tratándose de la cofradía del moscardón los tomamos más a risa que con indignación. No hay que perder el buen humor, solemos pensar, ni aunque estés pagando un buen parné por algo que, en aquel caso, no nos estaban ofreciendo. Pero como todo lo dicho anteriormente se quedaría en apreciaciones vagas si no viene acompañado de argumentos, ahí van los nuestros en forma los platos que aquel día desfilaron ante nosotros. Todos ellos pertenecen al menú que se ofrece bajo la denominación de Menú de Temporada por 26 euros, con suplementos adicionales para varios de los platos, cayendo en esto en una práctica tan habitual en estos días como censurable.


El entrante de bienvenida se agradeció más por el gesto detallista que por el resultado, pues se trataban de unas tiras de berenjena acompañando a un humus que pasó sin pena ni gloria. El problema es que el aperitivo llegó fuera de tiempo, como casi todo aquel día. Ya con el vino servido y la comanda hecha, el vasito con el aperitivo apareció casi a la vez que los entrantes. No cumplió la misión de entretenimiento y pasatiempo para la que fue diseñado. 


El primero de los platos en llegar fue el Carpaccio de atún con helado de lima y vinagreta de soja. Se trata de un plato con muchos aciertos. La calidad y el corte del ingrediente principal es muy notable, y la combinación con el helado de lima es brillante y asume los riesgos que a uno le gusta ver en una cocina. La temperatura ambiente a la que se sirve es la idónea para poder disfrutar del atún en toda su plenitud. Encontramos, al fin, un carpaccio que no está recién sacado de la cámara. El acompañamiento de ensalada sobre la que descansa el helado no tiene ningún sentido y resta valor visual al plato, pero lo compensa el aliño de buen aceite de oliva, así como la sal en escamas con la que se trabajó el plato. Se agradeció que la soja pasara totalmente desapercibida.


El desfile prosiguió con el Risotto de calamar con jugo de carabineros. Quizá era el plato en el que tenía puestas más expectativas, y por ello, el que más me defraudó. Uno de los errores fue el largo tiempo que pasó desde que salió de la cocina hasta llegar a la mesa, pues el arroz ya había formado la despreciable capa exterior endurecida y oscura. Pero en cuanto a gusto tampoco la cosa fue para echar cohetes. Lo que espera uno cuando pide un plato con carabineros es una oleada de océano en la boca, y en este caso sólo dibujaba un leve recuerdo de sabor de marisco. La galleta de parmesano y el perifollo decorativo no aportaron casi nada al conjunto y quedaron como meros brindis a la galería.


La Lasaña de verduras, mozarella y pesto no ganará el premio a la originalidad ni a la estética, pero resulto en boca mucho más afortunado que lo que prometía su apariencia. Una pasta con la cocción correcta; una farsa jugosa de verduras que se presentan auténticas y bien tratadas; una bechamel ligera que acompaña sin empalagar; un intenso pesto más que notable que se presentó apartado del resto, al que no le restó protagonismo y un gratinado correcto conformaron un plato sencillo pero más que acertado.


En la Pularda rellena con salsa de moscatel pudimos apreciar de nuevo la labor impecable de la cocina que pierde su brillo al no ser servida en su momento. La carne salió fría a la mesa y la exquisita salsa había reposado y espesado demasiado. Quitando el topicazo de presentación en cilindro, el plato estaba trabajado con esmero y acierto. La carne de ave tenía el punto jugoso pero cocinado en el que los manuales aconsejan presentarla. Los juegos de dulce y salado estaban orquestados con maestría, destacando el aporte de unas escalonias bien caramelizadas y la presencia del inconfundible moscatel en la salsa que se integraba espectacularmente en la carne. El punto neutro del puré permite aunar en él todos los sabores potentes del plato.


El dominio de las técnicas tradicionales se desplegó con contundencia en la Carrillera de ternera guisada al vino tinto. La clave de este plato debe estar en lograr melosidad en una carne que no debe perder su tersura ni la potencia de su sabor. Carnes fácilmente masticables pero enteras. Otro logro para la cocina, que terminó de lucirse con el trabajo de la poderosa salsa, que pese a llegar tarde a la mesa desplegaba unos aromas intensos de los que hacen crujir el estómago del más pintado. El trabajo de untar pan queda para la pericia de cada comensal. Disfrutamos de verdad con el plato al que, por suerte, no se pretendió reinterpretar, sino reproducir dentro de la más estricta ortodoxia.


En la Merluza con salsa de puerros y jamón se cayó en uno de los errores más habituales en nuestros días. El pescado se pasó de punto. Nunca sabremos si fue tal la elección de la cocina o si durmió el sueño de los justos sobre una mesa caliente a la espera de camarero, pero lo cierto es que estaba más bien seco. Y es una pena, pues el concepto del plato planteaba retos que nos hubiese gustado apreciar. Aquí se optó por tratar de contrastar la esencia suave y delicada del pescado con los toques salados y directos del jamón, que debería acentuar los sabores de la merluza. Nos hubiese encantado ver el resultado de tal atrevimiento, pero el estado de la carne y una salsa fría y espesada de puerros apenas nos permitió hacernos la idea de lo que se pretendía.


El error de punto del plato anterior se corrigió en la Corvina con verduras y vinagreta de azafrán. Se trata de uno de los pescados con sabor más definido y curioso. Por ello generalmente se opta por guarnecerlo y salsearlo muy poco o, sencillamente, presentarlo a la plancha o a la sal. Aquí se propone matizarlo a base de una curiosa vinagreta de azafrán. Una buena elección, pues sobre el papel no debería comerse la potencia del pescado. El resultado fue muy positivo, pues se puede apreciar cómo dos elementos tan dispares pueden establecer una amistad más que fructífera. Nos pareció una lástima, de nuevo, que el plato saliese demasiado reposado y acompañado de unas verduras de las que no comprendimos su significado en el conjunto.


Como buenos amantes de los platos dulces pudimos apreciar, con cierto agrado, que en La Scala no los minusvaloran. Se trata de una pieza tan importante en la comida como el resto de los platos, y no como mero complemento de relleno en un menú. Pedimos cuatro de ellos para hacernos una idea del concepto de postre que se gasta en el local. Nos pareció muy ingeniosa y sorprendente la Sopa de fresas con helado de coco. El camarero se encargó de deslucir el plato al traerlo bien removido, pero aun así logramos recomponer el helado en su posición original para observar un juego cromático muy pensado, y una continua y agradable lucha entre los dulces y los ácidos.


La Espuma de yogurt con helado de mandarina no era tan vistosa pero su realización fue perfecta. La textura de la espuma y la disposición en vertical de los estratos convirtieron este postre en un suculento bocado en el que se conjugaron lácteos, cítricos y refrescante menta en una proporción de manual.


Menos originales pero muy dignos resultaron el Brownie con helado y el Tiramisú en vaso. En ellos pudimos comprobar la entidad que se le quiere otorgar al postre en la Scala.


Un restaurante bueno que, mejorando el servicio de sala y ajustando algo el precio de su menú, podría llegar a ser una de las referencias importantes de nuestra ciudad. Hoy nos enteramos con tristeza, como cada vez que cierra sus puertas un establecimiento de nuestra ciudad, que ha echado la persiana el hermano vinatero de La Scala, nada menos que El Bole. Esperemos que el restaurante tenga mejor suerte y vida larga. Son tiempos de apretar los puños y seguir adelante. Suerte y al tajo.

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