Hoy es un gran día para la mosca,
y es que ha llegado la hora de volver a lanzar una mirada sobre su rinconcito
predilecto. Un año después del último chute de La Senda, me engalané con las
alas de fiesta y enfilé hacia el canal con una maraña de nervios que me hacían
temblar las seis patas. Y no era para menos, porque si la temporada anterior el
menú me trasladó al pétreo modernismo, el actual lo hace hacia otro estilo de arte bien
distinto.
La tradición académica admite
como artes mayores las nacidas para perdurar. Crear una obra para embellecer el
mundo de las generaciones futuras debe causar una sensación tan potente que justifica todos
los sacrificios de una vida. Pero el tema que hoy nos trae aquí no es la
eternidad, sino todo lo contrario. Si hay una característica especial y única
en el arte de nuestros días, es la que le convierte en el más radical de todos
los tiempos, la fugacidad.
Solar del Conejo (calle del Coso) |
El carácter perecedero del arte
efímero supone un corte de mangas a la tradición histórica. Recuperar el valor
del disfrute intenso, de lo pasajero, de lo momentáneo, de lo que nace para
morir es la novedad de la nueva mirada. Sus manifestaciones son muy variadas:
La moda, la peluquería, la perfumería; el arte corporal como el tatuaje o los
piercing; el de acción como el happening o la performance; el conceptual como
el body-art o el land-art; la arquitectura efímera…Pero los las tendencias
artísticas que a mi modo de ver hacen de lo efímero su esencia son el graffiti
y la gastronomía. De ahí que los platos de La Senda me parecían cuchilladas
brillantes de spray, unas obras nacidas para morir en breves minutos.
La palabra grafiti es la
castellanización del término graffiti, que alude a las marcas o inscripciones
sobre un muro. Se utilizaban para referirse a esta práctica en la antigua Roma,
como muestran los muros de Pompeya y Herculano. Pero la práctica de lanzar
mensajes e imágenes desde los muros de la ciudad se recuperó con fuerza desde
los años sesenta en las ciudades estadounidenses. El fenómeno se generalizó a
finales de los años ochenta de la mano del colectivo afroamericano con un
componente de protesta social cada vez mayor. Se asoció con la cultura hip-hop
en un matrimonio de lo más productivo, en especial en la etapa en la que el
grafiti se lanzaba desde la clandestinidad. Quienes hoy continúan la línea
original son tachados de vándalos y degenerados. Pero en los últimos años el
sentido cívico, o aborregamiento según se mire, ha producido una tendencia bien
distinta. Ya no se le denomina graffiti sino arte urbano o muralismo. Zaragoza
se ha convertido en una Meca para los artistas de todo el mundo. En especial
atraídos por el buen trabajo del Festival Asalto que añade, certamen a
certamen, nuevas huellas pictóricas a nuestros rincones. De su mano nuestra
ciudad ha dejado de ser gris y triste y luce un palmito a mitad de camino entre
lo hipster y lo popero.
La afinidad como artes fugaces
del muralismo y la gastronomía me permite acompañar cada plato con una obra
urbana como el buen sumiller lo haría con un buen caldo. No se trata de hacer
un maridaje en toda regla porque la asociación entre pintura y comida que se
hace aquí es más fruto de la masturbación mental que de un criterio
medianamente decente.
La primera obra que quiero traer
aquí es bien conocida por todos los ciclistas de la ciudad. Un buen día
descubrimos unas extrañas formas que brotaban del carril bici del Paseo
Echegaray y Caballero. Se trataba de coloridas frutas de máquina tragaperras
que aparecían dispersas por el suelo. La obra fue realizada por El enigma de la fruta (Madrid), que la tituló Biciojuego. Quizás es la obra más simpática de la
ciudad. Al menos a mí me alegra la pedalada cada vez que atropello la macedonia
pintada en el suelo.
El entrante que plantea La Senda
me transmite el mismo buen rollo. Dispersas sobre una pizarra aparece, en forma
de pequeños círculos, una interpretación valiente de las clásicas papas bravas.
Se dispersan sobre la piedra negra con el mismo estudiado desorden que las
frutas del paseo junto al Ebro. Sobre su ración de salsa, que queda oculta a la
vista, la patata aparece trabajada al modo marca de la casa. Se ha deshecho su
forma original para resucitar con valores nuevos, a la vez que, en un alarde
técnico, conserva todo su sabor. El cocinero no arriesga con el picante, pues
lo coloca goteado sobre la pizarra para utilizarlo al gusto del consumidor.
Obras juguetonas y picantes que ponen un comienzo de comedia al menú que
acabamos de comenzar.
No hay duda de que una de las
pinturas callejeras más conocidas de la ciudad es la del Conejo. Preside el
muro que se levanta un el solar del Coso bajo que, precisamente, hoy se conoce
como el Solar del Conejo. Su presencia es tan imponente que ha sido adoptado
casi como un espíritu totémico protector por los vecinos de La Madalena. Su
autor es uno de los máximos exponentes del estilo urbano a nivel internacional.
Bajo el tag de Roa se esconde un joven artista belga que ha disparado sus
sprays por las ciudades más importantes del mundo. No es extraño encontrarse
con obras suyas en Nueva York, México D.F. o Londres, donde multitud de
visitantes acuden ex profeso a
admirarlas. Tampoco cuesta creer que las numerosas obras que pintó aquí se
encuentren en un estado de conservación pésimo, y las veamos desconcharse día a
día. Cualquier observador se dará cuenta enseguida de que estamos ante un
artista de contrastes. Pintor de blancos y negros, suele trabajar formas de
enormes animales insertas en el paisaje urbano. Luz y oscuridad, naturaleza y
sociedad, vida y muerte. No es necesario escalar ningún pico para llegar a un
monasterio nepalí donde se nos revele la dualidad del mundo. El ying y el yang
lo tenemos pintado en el Coso. Sólo hay que ir a verlo mientras el tiempo y la
humedad nos lo permita.
Si traigo aquí a Roa y sus
contrastes radicales es para hablar sobre la nueva carta de vinos de La Senda.
Quizá se trate del cambio más importante de la temporada, pues se pasa de una
carta digna pero muy básica a un mundo de referencias de lo más sugerente.
Nosotros nos dejamos guiar y la jugada salió perfecta. El Bossus Pinot Noir de
la D.O. Utiel Requena nos conquistó al primer trago. Las Bodegas Hispanosuizas
ya nos habían dado alguna alegría en el pasado, pero el reencuentro con esta
uva borgoñona fue fabuloso. La relación con la obra de Roa no es tanto por la
oscuridad total de la botella y del propio caldo como por la dualidad de mundos
que dibuja. Por un lado discurre la naturaleza, representada en la potencia de
la fruta roja madura que domina en la copa, pero la presencia de la labor
humana no es menor pues los diez meses de roble francés en bodega tienen una
presencia fundamental. Naturaleza y trabajo cara a cara, en una pugna donde el
único beneficiado es el catador.
Fotografía tomada de la entrada dedicada al arte urbano zaragozano de Mis viajes por ahí. |
Desde Nantes nos llega el
siguiente artista que, bajo la firma de Kazyus-K, podemos encontrarnos si nos
adentramos en la calle Broqueleros. No se asuste el paseante ante la mirada
directa de un gato de afilados colmillos. Acérquese a él y disfrute de una de
las cualidades más difíciles de apreciar en cualquier obra. La potencia de un
lenguaje sencillo y elemental. El artista reduce a su modelo a sus formas
geométricas esenciales. Las mínimamente necesarias para expresar su mensaje.
Del mismo modo utiliza los colores de manera arbitraria y simplificada. No hay
claroscuros ni matices, todo es color plano y primario: rojo, amarillo, blanco y
negro. Esta técnica nos impide desviar la atención del elemento principal de la
obra, la mirada. No podemos perdernos en detalles ni florituras porque no
existen. El efecto expresionista es tan intenso, que cuando hemos abandonado la
calle, la mirada del felino permanece en nuestro cerebro como la sonrisa de
aquel otro gato de Lewis Carroll, el de Cheshire, que desaparecía ante la
pequeña Alicia hasta dejar tan solo la huella de su sonrisa.
Quien no haya probado el consomé
de cebolla y chipirón, con cebolleta agridulce y aire de borraja de La Senda
difícilmente comprenderá la sensación que deja cuando se termina. El trabajo
que realiza nuestro cocinero con su plato es similar al del pintor francés. Muy
pocos elementos, muy intensos y con tratamientos que respetan su integridad.
Quienes creían que era imposible la evolución de la cocina de La Senda debido
al alto nivel ya alcanzado, verán pisoteadas sus teorías. Nos encontramos ante
un plato que entra con paso firme y sin vacilaciones en el camino de la cocina
esencial, tan exquisita como difícil de valorar en un mundo demasiado acelerado
y barroquizante. Los estímulos nos invaden y se acumulan sin apenas dejar poso
en nosotros. Es por ello que la sorpresa nos llega en estos escasos momentos
donde un sabor sencillo nos serena el ánimo, nos asienta en el deleite y nos
impacta hasta no poder despegarnos de él. Borracho de nuevas influencias, el
cocinero no se guarda ningún as en la manga. En este plato va a por todas. Mi
sonrisa de Cheshire permanece en aquel rincón de la sala, relamiéndose de
chipirones, cebollas y borrajas. Ni más, ni menos.
Si hay un muro en Zaragoza que
siempre permanecerá ligado a una obra es aquel que, desgraciadamente, ya no la
tiene. La cobardía del consistorio municipal y el catetismo de unos vecinos nos
han borrado una de las huellas más notables de la ciudad. Fue pintado por el
mexicano Smitheone en un muro del edificio que limita un solar de la calle
Santiago. Además tenía el valor añadido de estar enfrentado a otra de las obras
más interesantes del arte urbano zaragozano, en este caso de Roa. Se podían
apreciar dos estilos tan distintos entre sí que se generaba una tensión muy
fructífera. ¿Les apetece verlo? Pues ya no pueden. El martes 18 de febrero fue
borrado por iniciativa de los vecinos del inmueble, que no encontraban la obra
de buen gusto. En fin, son opiniones, y yo no voy a dar la mía sobre su sentido
estético, ni sobre la alegría que desprenden sus vidas ni del ocre que hoy luce
su propiedad privada. La obra desaparecida pertenecía a la última etapa del
artista, dedicada a representar las culturas antiguas y dioses legendarios que buscan ser venerados por última vez. Como
no hay mal que por bien no venga, quizá con el borrado haya logrado el objetivo
de fugacidad dela manera más honrosa posible para un artista, la censura.
Para el muro más efímero, el
plato más eterno. Ya casi nadie se acuerda de cómo nació, pero todavía es más
difícil imaginar que algún día pueda desaparecer. El huevo escalfado con jamón,
bechamel de cebolla, hongos y ceniza de patata es el buque insignia de la casa.
Un plato tan aplaudido e interpretado que parece que forma ya parte de nuestras
vidas. Como una canción de los Héroes del Silencio, un gol del Zaragoza en una
tarde de domingo o el chupinazo de las Fiestas del Pilar, los huevos de La
Senda los llevamos en las entrañas seamos del color que seamos. Decía Yosi de
Los Suaves que una canción no es canción hasta que no la canta el pueblo. Pues
aquí pasa algo parecido, el comedor zaragozano ha hablado. Sólo en casos muy
contados los artistas pierden el dominio sobre sus obras, que pasan a ser
propiedad comunal. Aquí se ha dado el caso, y de qué manera. Los huevos ya son
nuestros, y los defenderemos hasta la última untada de pan. Sin embargo, la
obra del mexicano no ha tenido su oportunidad. Una pena más que purgar.
La siguiente obra mural tiene nombre de canción. Se encuentra en la
calle Predicadores y fue realizada por Behance para el 7º Festival Asalto. He de
reconocer que tiene un significado especial para mí ya que paso ante ella cada
mañana al ir a la condena del trabajo. La pintura me anima más que tres cafés
dobles. Además tiene el aliciente de coincidir en el título con una canción del
rapero de Pittsburgh Wiz Khalifa, famoso por sus declaraciones sobre su consumo
de 10000 dólares de cannabis al mes.La canción de esta chimenea humana se
titula Workhard, playhard. Así que
cuando miro de reojo el muro con estas palabras la melodía viene a mi mente y
la adrenalina termina de despertarme. Los primeros versos rezan así:
Diamonds
all in my brain, nigger
Gold
watches, gold chain, nigger
Hundred
dollar champagne, nigger
Yeah, my
money insane nigger
Yeah, I'm
making it rain nigger
But I was
just on a plane, nigger
Diamantes, oro, vino de cien pavos… ¿Qué más se puede pedir antes de
las ocho de la mañana? Pues eso, un color, el negro. El mismo que domina el
siguiente de los platos de nuestro menú. Y además si se trata de work y de play, este es un plato trabajado y juguetón hasta las trancas. El
arroz ahumado con ali-oli de coco y ajo y panceta agridulce es un compendio de
los mejores recursos del restaurante. Desde la selección de los ingredientes,
pasando por su tratamiento hasta desembocar en la genial presentación. Sobre un
ali-oli trabado a base de leche de coco reposa un arroz negro con un brillo de black diamonds. Unos daditos de crujiente
panceta con cierto toque de exotismo aportan la montaña con la que sueña todo
plato marinero. El cocinero encierra humo sobre el plato recluyéndolo bajo una
campana de cristal a la espera de su liberación. No se asuste el lector que
quiera catarlo, el humo no lo consigue por el mismo método que utilizaría el
rapero norteamericano. O eso creo.
Aunque peque de repetitivo, lo
cierto es que los muros de Roa me fascinan. Por ello quiero utilizar otra de
sus otras llegada la hora del pescado. Decíamos que este artista se caracteriza
por sus fuertes contrastes y paradojas conceptistas. Nada mejor para
ejemplificarlo que esta pintura de la calle Pedro Atarés, una pequeña paralela
a la calle Alfonso. El artista decide como motivo, de nuevo, un animal.
Zaragoza es una ciudad alejada del mar, así que si hay un animal, en teoría,
ajeno a su entorno natural sería un pez. Pues ahí está. Colgado de la nada en
un equilibrio desconcertante. El animal está muerto. El rigor mortis se está
apoderando de un cuerpo que estuvo vivo. El color negro se apoderadel brillo que
esas escamas, ahora casi piezas metálicas, despedían un lejano día en un lejano
mar.
Otro pescado bien distinto porque
conservaba toda su lozanía fue el ingrediente estrella del siguiente plato de
La Senda. La merluza sobre humus con salsa ponzu y aire de cítricos aporta al
menú el equilibrio y la templanza de la alta cocina clásica. Aquí la carne
aparece inmaculada y jugosa, y el acompañamiento ofrece matices que no rompen
la unidad del plato, sino que dirigen su potencial hacia la armonía. La
legumbre asienta el plato sin violentarlo. Abandona su firmeza para convertirse
en hummus y no ofender la sensualidad de la carne. La salsa japonesa aporta el
juego de la sal, los cítricos y los amargos, haciendo innecesaria la espuma
ligera le da blanco al blanco y cítrico al cítrico. Adornar, adorna, pero si se
eliminase, el mensaje sería el mismo y el plato ganaría en claridad. De todos
modos se admite la concesión barroca como animal de compañía en una elaboración
tan equilibrada y renacentista.
Porque sueño no estoy loco. Es el
mensaje que reza el muro que se enfrenta a los edificios más serios y grises de
la ciudad. Compuesto por el colectivo Boa Mistura para el 7º Festival Asalto delante
de la mismísima Delegación de Gobierno, institución hoy abiertamente enfrentada
a los ciudadanos que la sufragan. Mirando a la sobria sede de gobierno
municipal. En el entorno de las catedrales desde cuyos púlpitos se lanzan
severos mensajes de miedo y tristeza. Justo ahí un mensaje nos recuerda que la
vida es algo más que cumplir las normas y luchar contra los problemas que nos
van surgiendo. Hay un lugar más allá de la vigilia, donde descansan nuestras
aspiraciones. Ahí arrancan nuestros deseos y apetitos más intensos que nos
hacen comprender, por un breve momento, para qué estamos aquí.
El último plato del menú, el
denominado pato y maíz (maíz garrapiñado, salsa de maíz, apionabo y demiglace),
es el que me transporta a mi particular mundo onírico. Esta mosca no ha tenido
mucho contacto con el mundo rural. Ni tiene pueblo, ni jamás se ha visto
rodeado de animalitos de granja. Pero como a todo urbanita un sueño recurrente
me invade en los días de estrés. En mi visión me veo en el porche de mi granja
bebiendo una cerveza helada. Sentado en mi mecedora paso las horas siguiendo a
los patos y gallinas que desfilan ante mí. El sol comienza su puesta mientras
una misteriosa música de banjo rasga la atmósfera. Ya sé que sonará de lo más
cursi, pero este plato de pato me sentó delante de mi granja, y eso tiene un
valor que va más allá de los tiempos de cocción. El maíz es el protagonista de
cabo a rabo. Inunda el ambiente con su olor, lo alegra con su color y lo
endulza con su sabor. El pato viene como convidado a la fiesta en forma de
medallones deshuesados, que recuerdan a los del aperitivo, redondeando todo el
viaje con un regreso a la línea de salida. El círculo también se trabaja en la
decoración con un aro de maíz crujiente al más puro estilo ranchero. El currado
demiglace impregna los medallones de pato y añade un acento jugoso y sabroso a
la carne.
Uno de los más recientes muros
pintados para el 8º Asalto se puede observar desde la calle Espoz y Mina a la
altura del solar más privilegiado de la ciudad. Es por ello que no debemos
encariñarnos mucho con él, porque está llamado a desaparecer en el momento en
el que alguna constructora lance las excavadoras y las grúas sobre el solar. Lo
traigo aquí por su colorido y su carácter psicodélico. La obra del mexicano
Seherone es capaz de colocar, como haría una buena dosis de LSD, a cualquier
viandante que fije sus ojos en él. Colores contrastados y vivos sobre objetos
irreales retorcidos y deformados. Falta un solo de Jimi Hendrix para armar la
marimorena. Mirado con tranquilidad uno comienza a identificar alguna forma
concreta como el esqueleto de un lagarto circular, siluetas de animales marinos
o el largo palillo amarillo que ensartatodo el conjunto como una banderilla.
El plato dulce que cierra el menú
en el Restaurante de Torrero es el chocolate con leche, yozu, mora y
garrapiñados. Se trata de un postre con características muy similares al muro
que traemos aquí. Un enorme colorido para un festival de formas y elementos
distintos. Nada tiene sentido ni valor en el plato si aislamos y tomamos cada
una de las partes independientemente del resto. Pero todo se transforma si
cometemos la osadía de atacar el plato, romperlo, mezclarlo, machacarlo hasta
que no quede piedra sobre piedra. Entonces el sentido del plato adquiere otra
dimensión. El subidón que causa el festival de contrastes sólo es comparable al
que provoca el azúcar al diluirse en la sangre. A nadie en su cabales se le
ocurriría integrar chocolates, frutos rojos, secos y caramelo de mandarina, que
es, definitivamente a lo que sabe yozu. Una exhaltación del totum revolutum en
un menú que, recordemos comenzó con un argumento totalmente opuesto. Por eso en
pocas mesas se puede disfrutar de una sensación así. Todo encaja porque sí. No
busquemos razones gustativas porque no las hay. La violencia de todos estos
elementos luchando en la boca produce resultados alucinatorios.
La sensación que me llevo de esta
última visita es la de haberme encontrado con un cocinero con más recorrido y
riqueza. Experimenta con nuevas influencias. Se aventura por rumbos tan
peligrosos como productivos. El abanico del repertorio se abre al mundo, que es
la única manera de evolucionar posible. Habrá fracasos que deberá corregir,
momentos de incertidumbre que soportar, pero mientras evite a los dos enemigos
mortales del arte el camino hacia el Parnaso está asegurado. El aburrimiento y
la satisfacción son los peligros a los que se debe vencer. Y no es tarea fácil,
pues se debe luchar permanentemente contra ellos en una batalla abierta, unas
veces a golpe de sartén y otros con el bote de spray Montana en la mano. El
caso es vomitar colores hasta el final.