miércoles, 25 de diciembre de 2013

Restaurante Patxi Aizpuru (San Sebastián)

Ingredientes de temporada trabajados desde la experiencia y el buen gusto
La mosca está cada vez más perezosa. Los años no pasan en vano, y este insecto ya no abandona la capital del Ebro si no es con un motivo de peso. Y qué mejor excusa para mover las alas que subir hasta Donostia. Ciudad en la que el mar se hace plato y el deseo tiene forma de pintxo. Todos los gastroadictos tenemos nuestras Mecas, y una de las mías es, por derecho propio, San Sebastián. Tiempo atrás relaté mis peripecias por sus barras de pintxos, desde las más humildes a las prestigiosas, y de las tradicionales a las vanguardistas. Pero la grandeza culinaria de San Sebastián no se agota en sus tabernas ni en las tascas del puerto. La élite nacional de los restaurantes estrellados se dispersa por sus rincones con una densidad que asusta. Pero en mi última visita San Sebastián me demostró que todavía puede sorprenderme. Y no lo hizo de la mano de sus bares de zuritos, ni de sus restaurantes tan repletos de estrellas como de dígitos en la factura. La sorpresa de la última visita me la llevé de la mano de uno de los cocineros con más fundamentos de la ciudad. Hablamos nada menos que de Patxi Aizpuru, y eso son palabras mayores entre los donostiarras.


Este experimentado profesional se formó en los argumentos de la cocina tradicional vasca de calidad, pero su espíritu inconformista le llevó a participar de la renovación que se ha venido a llamar nueva cocina vasca. Un periplo por otras cocinas de España y del mundo le permitió influir y empaparse de lo que se estaba haciendo en fogones lejanos. Parece que el círculo se completa en los últimos años, pues desde Casa Urola o el Urbano trabaja unos platos en los que se sacraliza y mima el ingrediente, siempre con aportaciones personales, hasta el punto de ser considerada, con pleno derecho, una cocina de autor. Regenta este restaurante que lleva su nombre de una manera directa, lo que agradecen sus clientes más habituales. No es raro verle salir de la cocina y recorrer las mesas entre sus feligreses. Sabe que lo que ofrece es importante y le interesa la impresión de cada comensal. Que alguien que defiende a las mil maravillas un repertorio tan difícil ofrezca esa sensación de humildad y de búsqueda continua, es un reflejo del espíritu inquieto del cocinero.

Cocina abierta a la vista de la sala
Identificar una cocina de calidad, un local bien ambientado, unos platos bien presentados y un servicio de sala profesional y dispuesto, con una factura desproporcionada es un error, y el local que nos trae hoy aquí nos lo demuestra con su trabajo diario. En el Patxi Aizpuru se ofrece un menú basado en productos locales de temporada, y en platos trabajados en el momento en una cocina abierta a la vista del comedor, a un precio de 22 euros. En general son propuestas de repertorio tradicional a las que la cocina trata de aportar frescura, toques exóticos y presentaciones propias de la estética moderna.

Ambiente moderno y cómodo
Mi agenda del día me llevó al restaurante en la más estricta soledad. Y no es algo que me importe, pues siempre he disfrutado con mi compañía cuando se trata de acudir a la llamada de una buena comida. Mucha gente dejaría de salir a comer si no es en manada. Su espíritu de rebaño está, sin duda, magnificado. Unos buenos compinches permiten disfrutar los platos de un modo determinado. Se pueden contrastar ideas y criterios, discutir valoraciones, aportar matices, pero la idea de que cuantos más ojos haya sentados en una mesa mejor se ve, es una falacia. Si el lector no lo cree, le sugiero que haga la prueba. La concentración y la atención que permite la soledad, elevan la acción de comer a un nivel de mayor intimidad. La sensibilidad se agudiza como cuando estamos absortos en una buena lectura. Además permite lanzar una mirada desde otra perspectiva, y no lo digo metafóricamente. Siempre me gusta situarme en los sitios más alcahuetes de los restaurantes, pues desde ahí puedo observar las reacciones del resto de comensales de las otras mesas. Pero en esta ocasión, la necesidad de buscar calor humano me llevó a situarme frente a la enorme cristalera que se asoma a la cocina. Desde ahí pude contemplar la soltura con la que se trabajan los platos, y los gestos que demuestran la pasión por el oficio. El cocinero dirige un grupo de jóvenes profesionales que siguen su estela, pero lo curioso es que no renuncia a mancharse las manos y la chaquetilla junto a ellos, lo que define a éste apasionado de la cocina como un maestro vocacional.


Pero pasemos ya a los platos, que son lo que nos ha traído aquí. Para acompañar el menú me decidí por un blanco refrescante y afrutado del Penedés, pues la mañana ya me había saturado de tragos de excelente txacolí. Me decidí por el blanco, pues tenía la intención de elegir platos fundamentados en el pescado, que era lo que me pedía el cuerpo tras un paseo por el puerto, que me condujo hasta el restaurante de la calle 31 de agosto. El caldo llegó acompañado de un vasito de salmorejo bien aliñado al que no le faltó el huevo duro rallado. El tomate, a tenor de su aroma a huerto, era recién cogido de la mata. Aperitivo que preparó el paladar para todo lo que se avecinaba.


El primer plato fue una declaración de intenciones. EL Tomate del país en ensalada relleno de atún rojo marinado y aguacate llamaba la atención por su colorido y su composición. Una enorme pieza entera y pelada de tomate encerraba grandes cubos de atún y aguacate. Se agradeció la huida del manido tartar con forma cilíndrica y del exceso de picado de los ingredientes. Aquí se presentan en un tamaño digno de un bocado, dejando el tomate íntegro para que el comensal lo trocee a su gusto. El marinado dejó al atún rojo en un punto muy curioso, pues su parte exterior estaba bien imbuida de la acidez requerida, mientras que el interior aparecía crudo y rojizo y permitía disfrutar del sabor auténtico de la preciada carne grasa. El aguacate, además de contraste cromático, aportó untuosidad al conjunto; mientras que la madurez del tomate lo dulcificó. Un plato refrescante y paradójicamente complejo, pues desde la simplicidad de sus ingredientes básicos se logra una gama amplia de matices y aromas.


Ya por la mañana había escuchado en el cercano mercado de la Bretxa el rumor que se extendía como la espuma. Habían llegado los primeros bonitos de Pasaia. Así que cuando lo vi aparecer en el menú casi me da un vuelco el corazón. Además la propuesta era más que curiosa: Bonito fresco de Pasaia en marmitako con sofrito de guindilla verde. ¿Qué más quería ver? Bonito fresco del bueno, guiso de los de toda la vida y toque juguetón en el sofrito. No me importó haber elegido atún como entrante, pues hace ya muchos años que los tabúes culinarios me la traen floja, así que todavía con el marinado recorriendo mi paladar, salió de la cocina un plato muy bien planteado y mejor ejecutado. El caldo espeso y concentrado del guiso lanzaba al ambiente los aromas del pescado, las verduras y las especias. Pero al dirigir la mirada al plato, lo que ahí se presentaba era algo bien distinto de lo esperado. Los mismos ingredientes que dicta la tradición, pero conjugados de manera bien distinta, aprovechando mejor sus virtudes. Uno es amante incondicional de todas las variedades de martimako que se ha ido encontrando por el mundo, pero he de reconocer que el ingrediente principal siempre me ha resultado demasiado cocinado y exprimido de sus sabores que terminan vertidos por el caldo y empapados por las patatas. Creo que aquí se aprovecha mejor la materia prima, pues las buenas tajadas de bonito se presentan bien selladas, jugosas y sonrosadas a base de un buen trabajo de plancha. Únicamente el matiz de un sofrito muy ligero de guindillas encurtidas aportaba un avinagrado sutil y acertado que acentuó las propiedades de la carne delicada. Un plato para hacer feliz a los devotos que, sin bastardar a la tradición que aparece de manera ortodoxa en el caldo, apela a la innovación para ofrecer una excelente versión del guiso centenario.


Con el repertorio catado hasta el momento, creo que fue un error no pedir alguno de los postres arriesgados que proponía el menú. Me decanté por algo más moderno y goloso, el Pastel templado de chocolate y nueces con sorbete de mandarina y fruta de la pasión. A la manera de un brownie de chocolate recién sacado del horno y bien cargado de frutos secos, el pastel resultó todo lo contundente y denso que se preveía. El sorbete de mandarina le puso el contrapunto ácido y la fruta tropical el dulzor exótico en forma de sirope. Un postre de libro, que no ganará el premio a la sorpresa, pero que estaba trabajado de manera impecable, y representó el final feliz de una gran comida.

No solo de pintxos vive el hombre
Así que nos encontramos en un lugar apropiado para degustar el trabajo de una buena cocina. Encontrará el lector un local ambientado con gusto, unas propuestas imaginativas que refrescan el repertorio clásico de la zona, una alternativa al excelente pero bullicioso pintxeo, unos ingredientes de calidad trabajados con conocimiento y pericia, y un personal profesional y atento. Casi nada por el precio de un menú. Un lugar de los de apuntar en la gastroagenda.






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