martes, 31 de diciembre de 2013

Gastrosidrería El Trasgo, diciembre 2013 (Zaragoza)

La corvina a la sal llega con espectáculo incluido
Reencontrarme con los platos de Chema Ramón en El Trasgo siempre es motivo de alegría. Cualquier lector que haya pasado por su sala o que sencillamente conozca su barra de tapeo sabrá de lo que hablo. La cocina es buena cuando es buena, y no hay más explicación. Cuántos cartuchos de impresora se habrán exprimido en dilucidar el combate fraticida entre la cocina tradicional y la vanguardia molecular, y los encendidos debates entre todas las escuelas de ambos bandos. No ha habido debate más infructífero, aburrido e interesado. Va siendo hora de ser conscientes de que ninguna posee la verdad absoluta, y de que la calidad de una cocina no depende del estilo al que se adscriba. Podré ser tachado de mosca ecléctica pero será, de nuevo, una acusación estéril. Tras años de gastrodevaneos por el mundo y miles de platos llevados a la boca, sólo puedo afirmar que el único criterio válido para valorar la calidad de un bocado es que esté trabajado con pasión y honestidad. El hecho de que se trate de una simple anchoa en salmuera recién lavada y afeitada, un guiso perolero trabado a base de horas de chup-chup o unas esferas del más inverosímil ingrediente, ya no me importa. Si uno puede entrar en catarsis tanto ante un Francis Bacon como ante la Familia de Carlos IV de Goya, también puede aplicarse el cuento para los asuntos del buen comer.

Cocina total, comida redonda
Para demostrar esta afirmación nada mejor que acudir a la Gastrosidrería El Trasgo, donde se puede saltar de un estilo de cocina a otro en menos que canta un gallo, o mejor, en lo que tarda en salir el siguiente plato. Para ello es necesaria una mentalidad de cocinero total como la que dirige el establecimiento. Una figura que reflexione con la misma intensidad sobre el punto de un chuletón, los tiempos de cocción de una fabada, o la reinterpretación de un huevo frito cósmico. Todo un atelier de ideas en continuo cuestionamiento, que hace crecer los platos desde la fuerza de su alumbramiento hasta su equilibrada madurez. No hay nadie tan obsesionado con la innovación en la capital del Ebro, pero tampoco hay nadie que escuche las impresiones de los comensales como Chema. Estos dos valores, trabajo y humildad son los ingredientes fundamentales de una cocina que ha llegado a ser referencia para muchos. Absorbe ideas de todo y de todos, y estudia la mejor manera de llevarlas al plato en un camino largo y sin tabúes. Para dar fe de esta cocina total, puede el lector contemplar la última comida que los moscardones se marcaron en El Trasgo. Cocina de ingrediente, de tradición, de innovación, de sorpresa y de erudición. Un largo recorrido impecablemente presentado, servido y regado desde el aperitivo al postre.


Por si fuese poco lo que nos esperaba en materia del beber, comenzaré advirtiendo que la escuadrilla de ataque entró al comedor por la puerta grande, o sea con una Ámbar en la mano. Debimos apurarla, pues sobre la mesa nos esperaba un traguito de sidra natural recién escanciada para recordarnos el espíritu de sidrería de El Trasgo. Pero la cosa no se relajó, pues el aperitivo que nos entretuvo mientras elegíamos los platos vino acompañado de un elegante vermú casero cargadito de cítricos y hierbas aromáticas. Para los platos aceptamos la sugerencia de un magnum Solar Viejo (Rioja) que, afortunadamente, no abusaba de la madera como hacen otros de su zona. La cosa no terminó ahí, pues por cortesía de la casa, los postres vinieron acompañados por un descorche de un curioso espumoso valenciano de demasiado fácil entrada. Los tradicionales chupitos elevaron el momento del café a la categoría de sobremesa. Releyendo este párrafo, mi amor por mi hermoso y entrenado hígado aumenta. ¡Qué grande eres, pequeño!


El asunto comenzó con un aperitivo de los que avivan la memoria. Untar mantequilla en pan caliente es una práctica que nos retrotrae a la infancia a todos los que rondamos las cuatro décadas. Venimos de tiempos preindustriales en materia gastronómica. Vimos nacer los Donuts y los tigretones. Llegó el imperio de los panes de leche y las cremas de cacao. Se generalizaron los tristes cereales y el muesly. A todo nos apuntamos, incluso a la blasfemia de desterrar a la magdalena por los cupcakes. Pero nuestros desayunos infantiles, por mucho que hoy queramos aparentar modernidad, los presidían la galleta María y el pan recién subido de la panadería de la esquina. Ya de vuelta al presente, al placer del olor a mantequilla, se sumó el de verla derretirse al contacto con la rebanada caliente. Ese es el momento en el que se activa la trufa para advertir de que eso no es sólo un guiño a nuestros orígenes, sino un bocado de una elegancia premeditada y medida desde la cocina. La tristeza de despedir al enorme bloque de mantequilla se compensa con la llegada del servicio de pan caliente marca de la casa, que acompañará al comensal durante todo el recorrido.


El primer entrante llegó en forma de plato de ingrediente, un Atún rojo macerado con sake, soja y cítricos, con cherry salvaje y brotes. Catalogarlo como plato de ingrediente puede falsear el espíritu que encierra. Es cierto que el elemento estrella es un atún rojo de calidad extrema, pero el tratamiento no es el habitual. La maceración parece realizada más por una pócima mágica que por ingredientes culinarios. Los cítricos y amargos amansan la intensidad y el salado de la soja. Pero el respeto al valor de la carne se consigue tanto por el equilibrio de los elementos de la maceración, como por la ajustada duración de la misma, pues el plato se elaboró en el momento sin dejar que aquellos filetes perdiesen tersura, color y frescura. El toque innovador y personal del autor distingue este plato frente a otros más habituales en nuestra ciudad y mucho más fieles a la ortodoxia oriental.


En el siguiente entrante; la Berenjena en esponja, gambas y su salsa, y miso deshidratado; la labor técnica adquiere todavía más relevancia. Son varios los fogones zaragozanos que en los últimos tiempos se han lanzado a trabajar la esponja. Los resultados son variopintos, abizcochada, cremosa, gelatinosa o cercana a la mousse. Los hay para todos los gustos. A nosotros la consistencia de la berenjena nos pareció muy acertada, pero quizá pudo lograrse a base de bajar la temperatura del plato. Nos hubiese gustado comprobar cómo se comportaba en caliente. Es pedir una doble pirueta mortal con tirabuzón, pero si no es a Chema, a quién se le va a pedir. El acompañamiento fue arriesgado pero todas las dudas se resolvieron al catarlo. El miso acentuaba el sabor de la huerta, y las gambas ligeramente crudas, comme il faut, con su salsa caliente vertida ante el comensal, dialogaban con la berenjena en un plato con vocación mediterránea y aspiración de continuar creciendo.


El entrante vocacional vino de la mano de las Lechecillas y alcachofas, aceite de sésamo y gelatina de romero. Siendo devoto de las menuceles y del amargor de las esmeraldas de la huerta, un plato así no puede resultar mal. El cocinero nos tenía ganados, pero es de justicia advertir que las alcachofas estaban tiernas y sabrosas, y las lechecillas en el punto de plancha adecuado, huyendo del error habitual de dejarlas gomosas o crudas. Los ingredientes llevaban escasos segundos en el plato, y eso es un valor añadido que casi nunca advertimos. Los platos pierden su esencia en minutos, y ni todas las mesas calientes del mundo levantan un plato que se le ha pasado su climax. Este llegó en el momento del orgasmo, cuando los aromas estallan. Pero es un plato con unos ingredientes con sabores tan pronunciados y característicos, que el aceite de sésamo nos sobraba. Es cierto que aportó el toque exótico a un plato tan castizo, y eso es algo por lo que merece la pena apostar siempre.


La estrella de la comida llegó en forma de montaña blanca sobre una mesa auxiliar. Se trataba de una Corvina a la sal, y de un tamaño que podría alimentar a toda la infantería persa de Jerjes en un día de combate contra los griegos. Se trata de un pescado blanco de sabor intenso habitual tanto en las costas de Sudamérica como en las atlánticas norteafricanas. Por allá la suelen trabajar en sensacionales ceviches, y por acá en frituras, rebozados o asados. 


Pero en El Trasgo, se ha innovado una fórmula particular y original, cocinarlo a la sal. El espectáculo es digno de disfrutar. La costra de sal, se flambea con un compuesto que aporta unos matices complejísimos a la carne, al filtrarse entre la gruesa capa blanca. Han encontrado una fórmula perfecta. La solución a una ecuación que estaba todavía sin plantear. El despiece del pescado y el emplatado se hacen junto a la mesa. Se deshecha la piel, que ha sufrido defendiendo a la carne blanquísima durante la batalla con la sal y el fuego. Unas patatas asadas acompañarán a los filetes que con habilidad van cayendo sobre la loza. Un toque de aceite y pimienta molida en el momento es el único aliño que recibe. El resto lo pone el océano.



Si comenzábamos el partido con un aperitivo que llamaba a la nostalgia, en el postre se me saltaron las lágrimas. Por fin podía probar el dulce de moda neoyorquino sin salir de Zaragoza. La referencia en el menú no dejaba lugar para la duda. Lo anunciaba bien clarito, Cronut, mermelada de naranja amarga y mantequilla de vainilla. La que se avecinaba era tremenda. El cronut se trata de un híbrido entre el afrancesado cruasán y el donut yanqui concebido por el visionario Dominique Ansel. Como otros descubrimientos de la gran manzana, el cronut se extiende por el planeta a ritmo vertiginoso. En origen fue ideado como una masa de croasán fermentada y luego frita con la forma anular del donut. Se rebozan en azúcar y se rellenan con vainilla de Tahití. Para los más curiosos, se vende take away en la pastelería originaria a la friolera de cinco dólares. Esa misma versión se puede adquirir en Zaragoza (Bakery Zurita) a mitad de precio que en Nueva York, pero lo que teníamos delante en El Trasgo era algo bien distinto. La fórmula original recuerda en exceso al donut, que por qué no decirlo, es la parte más débil del tándem. Los fieles al cruasán mantequilloso preferiríamos el predominio de la luna creciente sobre la rosca universal. Comparto con nuestro autor la experiencia de descubrir cómo sabe verdaderamente un cruasán al comerlo por primera vez en Francia, después de haber probado su versión spanish bollo. Así lo entiende nuestro cocinero, que ha ideado el negativo del cronut. En su creación, un sublime cruasán acoge en su interior a su pareja americana. Se presenta como bocado caliente que se puede conjugar al gusto con la típica mermelada de naranja amarga inglesa y con un gran dado de la mantequilla de Tahití original. Una vuelta de rosca más al ingenio, que deja más protagonismo a los elementos, al cruasán y a quien se lo va comer. Un dulce más libre que mejora a todas luces a su primo yanqui, y por el que se hace imprescindible una visita a esta cocina total.

1 comentario:

  1. Yo he ido varias veces y volveré otras muchas mas. El mejor sitio de Zaragoza para disfrutar comiendo o comer disfrutando

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