domingo, 15 de diciembre de 2013

Restaurante Don Pascual, noviembre 2013 (Zaragoza)


Esta mosca cede la palabra a los clásicos para introducir la segunda visita al Don Pascual. Nadie mejor que el maestro Platón para describir la realidad del panorama gastronómico zaragozano, y lo que supone un Restaurante luminoso como éste en un mundo tan plagado de sombras. Y para hablar de sombras nada mejor que este pasaje del libro VII de La República donde describe su teoría del conocimiento a través del mito de la caverna.

“- Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello, de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en un plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas
-Ya lo veo- dijo
- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de materias; entre los portadores habrá, como es natural, unos que vayan hablando y otros que estén callados.
- ¡Qué extraña escena describes- dijo- y qué extraños prisioneros!
- Iguales que nosotros- dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino sombras proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?
(…)
- Entonces no hay duda- dije yo- de que los tales no tendrán por real ninguna otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados”.


Pues no encuentro mejor manera de expresar el sentimiento que me ataca tantas veces cuando visito muchos de los manteles de la ciudad. Buena comida, gente atenta, locales más o menos agradables, pero casi siempre con dosis muy rácanas de sinceridad. Es imposible encontrar la verdad en la cocina si las referencias siguen las líneas de la moda del momento, del gusto de los clientes, de la imitación de los grandes genios, de la vanguardia sacada de contexto o de la repetición de la tradición. Todos esos caminos alejan los platos de los dos aspectos que jamás se han de perder de vista: el origen de los ingredientes y el mensaje con el que el cocinero envuelve sus creaciones. Nos encontramos encadenados dentro de un comedor-caverna y sólo vemos los reflejos de los platos verdaderos. Creemos que esas sombras son los auténticos platos por culpa de la costumbre, el mayor grillete que nos inmoviliza; pero muchas son las ocasiones en las que al terminar un plato fabuloso nos invade un sentimiento de nostalgia o de desencanto. Siempre nos falta algo, un matiz de verdad, una pincelada de sinceridad, una brizna de autenticidad que nos demuestre que lo que teníamos delante no era una sombra más. Preciosa y sabrosa, pero una sombra más.

Una de las escasas ocasiones en las que creí encontrarme ante platos reales, y no siluetas reflejadas en la pared, me ocurrió en el pasado mes de mayo en la sala naranja del Don Pascual. Acaban de empezar pero, inexplicablemente, aquella comida nos pareció fruto de una madurez conceptual impropia de gente tan joven. De todo lo que se podría decir de aquellos platos quiero rescatar únicamente las tres razones por las que lo situamos como la alegría gastronómica del año en Zaragoza. En primer lugar porque tratan cada ingrediente de acuerdo a sus particularidades, y eso sólo se puede llevar a cabo desde un conocimiento erudito del mismo. Son una cuadrilla de frikies de la ciencia culinaria. Éstos se empapan las enciclopedias de cocina como los de The Big Bang Theory lo hacen con las de Star Treck. En segundo término destacamos la importancia que le otorgan a la composición de los platos. Y por composición no queremos referirnos sólo a las brillantes presentaciones, sino a la propia combinación de elementos. La búsqueda de asociaciones de sabores, texturas, colores y aromas es constante. Todo es reinterpretable y revisable. Como el alquimista encerrado en la torre del castillo han iniciado una búsqueda en la que no hay final previsible, pero sí un claro beneficiario, el comensal. Y por último, la razón principal de nuestro vasallaje a su cocina y la más radical de las tres es su ausencia absoluta de tabúes y límites. Nada está prohibido entre sus paredes. No hay verdades preconcebidas que limiten su trabajo. Suena a cursilada, pero el dicho de que nada es imposible hasta que no se intenta se lleva hasta las últimas consecuencias. Vaya placer ver un equipo que no hace ninguna concesión a las modas que llegan en oleadas invadiéndolo todo. Varían de registros con el criterio que dicta el ingrediente y no el cliente. No es una cocina para la galería. Y eso es una suerte para el negocio, pues el público deambula del amor al odio con una rapidez y crueldad imprevisible, y la única manera de fidelizar de verdad a un cliente es imponer una personalidad y unos criterios inquebrantables.

Para comprobar si aquellas impresiones fueron sobre la flor de un día o si permanecen ya como marca de la casa se hacía necesaria otra visita. El resultado no pudo ser más satisfactorio. Reafirmaron cada una de las cualidades que ya habíamos observado, incluso superando alguna de ellas, como vamos a explicar a través de los platos que en un domingo de noviembre desfilaron ante nosotros. Incluso continúan, cual funambulista avezado, haciendo encaje de bolillos para mantener un precio inexplicablemente bajo en relación al despliegue gastronómico que ofrecen. Pero pasemos a la manduca, que de tanto Platón y Capitán Spock a esta mosca ya le está atacando el hambre.


Tras acomodarnos en una de las mesas blancas cubiertas por manteles de un tristemente olvidado color butano, decidimos acompañar la elección del menú con uno de los vinos que sirven con él. Las opciones pasan por un Care roble (D.O. Cariñena) o un Idrias (D.O. Somontano), pero ofrecen la posibilidad de cambiarlo por un blanco o un rosado de la misma referencia. Yo creo que elegimos el rosado porque nos gusta ver la original cubitera de plástico que gastan, y porque un Cariñena de los modernos siempre es un acierto, claro está. Junto con el caldo frío nos ofrecieron los entrantes de la casa, que ya vaticinaba un día de alta cocina. Sobre unas cucharillas de presentación descansaba una combinación de setitas de temporada encebolladas. Ambos ingredientes se habían dejado bien al dente, buscando sus sabores más naturales. Un minibocado intenso que logra el objetivo de abrir el apetito a base de bien. La cocina está al quite y acompaña toda la fuerza del aperitivo con un vasito de crema de pimiento que refresca, limpia y endulza el paladar que ya espera ansioso su presa.


Para los entrantes continúan con la posibilidad de pedirlos en medias raciones, lo que nos permite curiosear con más amplitud el trabajo de cocina. La serie comenzó con la Ensalada de atún rojo marinado con vinagreta de granada, y la pedimos para observar cómo tratan un producto tan fácil de arruinar, en otras circunstancias que en la anterior visita. Ya habíamos observado el dominio de la plancha con el atún, pero un marinado es otra cosa. El riesgo de que la carne se deshaga o de que la marinada se apodere del pescado es alto. El plato se compuso en forma de tartar de gruesos pedazos de atún y de carne de tomate maduro, todo ello aderezado con pepitas de granada y coronado con hojas de lechuga tiernas. El resultado fue redondo, pues cada elemento aportó al conjunto que quedó homogéneo hasta decir basta. El empaque que le dio la gama monocroma basada en el rojo, el zumo de la granada corrigiendo la acidez del tomate, y brillando sobre todos ellos el atún, que acentuó sus matices grasos con los jugos del resto de sus compañeros.


Cambiando de registro, desde una cocina de ingrediente a una decostrucción, el Timbal de judía verde y patata con bacon y jamón nos llevó dando un difícil rodeo técnico al plato de judías verdes al que siempre quisimos volver, nuestra magdalena de Proust. Si en el caso anterior se hace alarde del buen gusto y sensibilidad estética, aquí se muestra el virtuosismo técnico que se alcanza en el Don Pascual. Cada elemento del plato se trata de manera individual, pero en el proceso de ensamblaje se deja preparado para que al introducirlo en la boca se recree la esencia de un plato tan casero y tradicional. Cada uno tenemos guardado en algún lugar el recuerdo del plato de judías de nuestra abuela. No sé cómo lo lograron, pero a los tres moscardones que acudimos aquel día nos accionó el resorte de nuestra infancia. Como se ve en la imagen, el montaje es juguetón y divertido. Las judías ocupan el lugar de honor. Están cortadas en finas tiras y dejadas sin sobrecocer, conservando el verde intenso y el sabor a huerto. La salsa de tomate aparece en forma de pincelada en el fondo del plato, mientras que el jamón lo hace en forma de grandes láminas crujientes. Pero lo que llama la atención es el trabajo con el ingrediente más humilde del plato, la patata. No quisimos preguntar por mantener la curiosidad, pero todavía no sabemos si estaban cocidas, asadas, o confitadas, pero formaban un timbal que servía de base al plato. Estaban tiernas pero no se desmenuzaban ni deshacían. Parecían parcialmente caramelizadas pero mantenían el sabor del tubérculo. En fin, elevaron a la categoría de estrella el elemento que en origen se aporta al plato sólo para darle consistencia y calorías. Arte de magia.


Alejándose de los artificios y los juegos de ficción, se sacaron de la manga un platazo de repertorio tradicional tan difícil como costoso de elaborar. Nada menos que una Fabada contundente a la que no le faltaba de nada. Ni que decir tiene que nos abalanzamos sobre ella cucharas en mano para hacerle la prueba que debe superar todo aquello que merezca la denominación de fabada. Colocamos uno de los enormes judiones entre la lengua y el paladar y apretamos. El resultado nos arrancó una sonrisa, pues la legumbre se desparramaba por la boca como si fuese mantequilla. El plato, pues, se sustenta por sí mismo. Poco más se puede añadir.


Para concluir con los entrantes nos encomendamos al Carpaccio de manitas con frutos secos con cierta curiosidad, y resultó un plato brillante. Y decimos brillante no sólo por su calidad, sino porque literalmente se trataba de un juego de brillos muy bien concebido. El comensal cree encontrarse en el Salón de los Espejos de Versalles, o en Tiffany´s New York ante tanto destello. Brillan las delicadas lonchas de las manitas, brilla el aromático aceite de oliva virgen y brilla la variedad de frutos secos, que parecen más lacados que tostados. Un juego de sensibilidad que habla del estado de ánimo de la cocina. Plato ideado desde y para el optimismo, que nos inunda de glamour y fiesta.


Llega la hora de los principales, que comenzamos con la Presa asada con manzana. Este corte, por lo que podemos ver en sus propuestas de menú semanales, es uno de los preferidos del local. Se han hecho especialistas en su trabajo y eso se nota. No es un plato de lucimiento como el resto, pero no se cometió ningún error, y la carne aparece en su punto ideal. La manzana se trabajó en varias texturas diferentes, y como su combinación con la carne de cerdo siempre es acertada, el plato es un valor seguro. La pieza de presa se asa en entero con un certero sellado previo, con lo que se consigue que guarde los jugos entre la sonrosada carne. Al laminar para presentarla puede apreciarse el color de carne tierna y sabrosa.


Llega la hora del pescado, y con ella la vuelta al riesgo. Un Taco de bacalao con salsa de roquefort y berenjena crujiente atenta contra toda la ortodoxia culinaria que dicta la tradición. Blasfemia, pescado y queso son malos amigos, recitaría el verdugo antes de cortar la cabeza al cocinero hereje en la place de la Bastille. Pues qué quiere el lector que le diga. La cosa resultó de una excelencia mayúscula. De hecho, la salsa de queso azul se sirvió aparte y muy suavizada, pero hubiésemos agradecido todavía más intensidad. La pedía el momento de pecado. Cuando uno contraviene los mandamientos divinos debería hacerlo sin miramientos. Si hay que pecar, se peca hasta el fondo. De todos modos, se debe felicitar a quien ideó el plato por su valentía, pero también por su ejecución. La gruesa pieza de bacalao se laminaba casi por sí misma. Estaba jugosa y bien desalada, o sea poco, como debe ser. La salsa de roquefort se colaba entre sus fibras sitiando con sus mohos el sabor a mar. Una lucha de titanes en la que el vencedor es siempre el comensal.


Pero hemos querido dejar para el final un plato monumental. El Calamar relleno de verduritas con su tinta resume toda la filosofía Don Pascual, y apunta los nuevos caminos que a buen seguro surcarán desde la cocina. De un plumazo se supera el concepto de mar y montaña, tan manido que ha quedado relegado al mundo de las cartas viejunas. Aquí los elementos aparecen por su valor individual y como tales son tratados. Al calamar se le invita a la fiesta por su capacidad para integrar sabores en sus carnes tiernas y por su forma que le corona como el cáliz de los mares. En su interior se presenta una farsa de distintas verduras empapadas de la esencia marina. Ni que decir tiene que entre ellas destacaba una cebolla tan dulce que nos hizo recrear las raciones de calamares encebollados con las que se alimentaba el patético y genial protagonista de las novelas de Eduardo Mendoza. Toda la cutrez castiza de las tabernas de los bajos fondos barceloneses se recupera para presentarla en un plato digno de una mesa cardenalicia. Una salsa marinera intensa y su alter ego dulce y sutil en forma de crema de calabaza rematan un plato al que la tinta del téutido termina de redondear. Por si fuera poca la complejidad que se encierra, y en búsqueda del equilibrio total, unas hebras de pasta de cereal aportan el crujiente desde lo alto del plato, para resguardarlas de las humedades de la parte de abajo. Se puede atacar desde cualquiera de sus flancos, todos llevan al mismo lugar. Habrá que probarlo para descubrirlo.

Para explicar el espíritu femenino que desprende la cocina del Don Pascual, nada mejor que contemplar cómo salen los postres hacia las mesas. Y cuando digo femenino no me refiero a esa visión machista que adjudica a las mujeres valores de sensibilidad y buen gusto. Me río cada vez que escucho ese comentario digno de concursante de Top Chef. Esta cocina es femenina por guerrillera y por su fuerza. La fuerza necesaria para ser fiel a unos valores que jamás se cuestionarán. Con lástima vemos bastardar los principios que creíamos sólidos en buenos y legendarios restaurantes, aquí se resiste con los mismos argumentos con los que empezaron. Riesgo, búsqueda, conocimiento, entrega e incertidumbre, ingredientes necesarios para hacer algo grande. Viendo trabajar al personal de cocina uno piensa que si en ese momento el edificio arde en llamas nadie perdería la concentración ni la vista del plato en el que se están volcando. Y si se trata de dulces, aquí va una muestra de su repertorio.


El asunto comenzó con un plato denominado sencillamente Chocolates. Está compuesto por una sopa de chocolate blanco sobre la que navega una porción de bizcocho muy cargado de cacao y de una densidad que le hace primo hermano del brownie. Escoltando la flota, unas bolitas de cereales aportan el toque simpático de desayuno mañanero. Capitaneando el velero una bola de helado cremoso inspirado en los populares Ferrero hace las delicias de los más golosos y necesitados de cariño.


Mayor complejidad observamos en la Gelatina de miel con nueces garrapiñadas. Vuelven los recurrentes frutos secos, pero esta vez aparecen caramelizados en la base del plato, sustentando a la estrella del postre, la gelatina de miel. Logran con ella una forma innovadora de aportar los matices dorados y aromáticos desarmándola de su capacidad para empalagar todo lo que toca. Recurso técnico que se sacan de la manga y al que rematan con dos bolas de helado de toffee en las que los tostados del caramelo se imponen al azúcar.



Pero la virguería técnica del día se la lleva el Esponjoso de queso con cítricos. Dos enormes cubos esponjosos, a los que se les ha ataviado con dos rodajas secas de exótica carambola a modo de peineta, se presentan acompañados de confitura y gajos helados de mandarina. Ya de por sí queso y cítricos son una asociación de riesgo, pero si el queso está trabajado en una textura tan inestable, el equilibrio del plato es dificilísimo. Ya habíamos probado el esponjoso, pero en la versión de garnacha, que tantos elogios cosechó. En este caso el sabor es mucho más sutil. El queso asoma con sus lácteos en el fondo de una estructura que se transforma en crema con el simple calor de la lengua. La acidez de la fruta rompe esa suavidad y despeja la boca de tanta delicadeza. Es entonces cuando se comprende lo afortunado de la extraña pareja. Un plato de los que hay que comer para despejar las dudas. Un trabajo con la grandeza de lo imprevisible. Eso es mucho decir en días donde sólo aspiramos, como Harry el Sucio, a que los planes salgan bien.

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