miércoles, 26 de junio de 2013

Restaurante La Fartalla (Zaragoza)



Debo comenzar confesando, en beneficio de este establecimiento, que esta mosca ha disfrutado en varias ocasiones con el menú del día que ofrecen aquí. El resultado siempre ha sido satisfactorio hasta el día que hoy quiero traer aquí. Si en ocasiones anteriores pude saborear una cocina casera, con buen fondo e intención, basada fundamentalmente en productos frescos de mercado, en esta ocasión el panorama se dibujó de manera bien distinta. Incluso recuerdo el cocido legendario que La Fartalla ofrece semanalmente a sus habituales. Así que ignoro las causas del desatino que un viernes del mes de mayo, este rincón zaragozano cometió con los pocos comensales que acudimos a probar el fruto de sus fogones.

Puede ser que la crisis económica, esa maldita peste que todo lo mancilla sea la responsable del bajón de calidad. Quizá no sea algo tan grave, y sólo sea fruto de un mal día. A todos nos pasa y todo tiene disculpa. Esperando que se trate de algo coyuntural, y que la calidad de La Fartalla vuelva a renacer pronto, paso a exponer el menú, que esta mosca y su fiel acompañante de los viernes sufrieron aquel fatídico día. Aprovecho la ocasión para tratar de demostrar con ejemplos gráficos lo que nunca se debería observar en un menú del día.

El despliegue inicial comenzó prometiendo con optimismo el mismo nivel que otras veces habíamos visto en el restaurante en cuestión. La mesa se montó en un santiamén, y pronto llegaron la cestilla de buen pan y el vinazo que, como casi siempre, llegó desafortunadamente en estado gélido. La atención es rápida y eficaz, y el trato amable y cordial. Se nos tomó nota y comenzamos con el desfile de desaguisados, que no tardaron en llegar en tétrico desfile.


Comenzamos con unas prometedoras patatas a la Riojana, que se quedaron en patatas hipercocidas  e insulsas. El recocimiento era tal que era literalmente imposible pincharlas con el tenedor para llevárselas a la boca. Se deshacían a cada envite y, cuando lograba llevármelas a la boca no lograba encontrar el sabor, que debía permanecer escondido por alguna parte del plato. Un mísero trocito de lo que parecía chistorra acompañaba a la patatada en el plato. Toda una oda al hambre de postguerra que creíamos olvidado. Un puré de patatas es un puré de patatas, y unas patatas a la Riojana deberían ser otra cosa. Al pan, pan, y al vino, vino.


La cosa no mejoró mucho con la llegada del plato de verduras. Se trataban de unas aragonesísimas  borrajas, que no es poco decir. Pero tristemente éstas traían consigo el peor error que se puede cometer al tratarse de este producto. Eran, evidentemente de bote. Sólo hay una cosa que pueda empeorar lo insulso y falto de tersura de unas verduras descongeladas, que son las de los botes de conserva. Hay que ser consciente de la responsabilidad que entraña dar de comer a la gente que se encuentra fuera de casa, y desde luego con estas borrajas el nivel cae hasta el nivel de desatino. Las patatas eran primar hermanas del plato anterior. La única solución para terminar el plato dignamente fue embadurnarlo con el buen aceite que se nos ofreció para, de este modo, camuflar la falta absoluta de apaño con el que se sirvieron.


Los segundos platos resultaron de una tristeza supina. El bistec, que vino acompañado de unas desoladoras patatas, estaba demasiado hecho y había perdido todos sus jugos, bien en la plancha o bien el su espera dentro del frigorífico. Por si fuera poco, no se trataba precisamente de un corte de primera. No se puede trabajar una carne de guisar con la plancha. Si en la carnicería hacen la distinción a la hora de ofrecerla y cobrarla, en los restaurantes debería hacerse la misma distinción. Gato por liebre, se llama a este truco culinario.


Pero lo del lenguado alcanzó el nivel insuperable. Acompañado por unas hojas de lechuga, un filete descongelado y rebozado con huevo se hundía y reblandecía en el agua que continuaba saliendo de la guarnición de ensalada. Fue necesario desnudar el lomo de su cobertura para poder comer el pescado con unas mínimas condiciones de humanidad. Sirva la imagen del plato como testimonio del pinchazo que el restaurante sufrió en aquel día, fatídico para el gusto por el buen comer. 


Los postres siguieron la tónica general de todo lo anterior. Unas fresas con nata de bote, que enseguida se desmontó, y unas natillas que al menos eran caseras, de polvo, pero caseras pusieron final al menú. Día triste y nublado de mayo, que empeoró con una comida triste y nublada. El caso es que volveré, pero volveré con la esperanza de encontrarme lo que alguna vez hallé en ese mismo lugar. Lo importante es que no falte optimismo. Es el último tesoro que nos queda en estos tiempos tan modorros.   


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