miércoles, 3 de julio de 2013

Sidrería El Trasgo (Zaragoza)

Gastrosidrería El Trasgo, un valor seguro para todo
el abanico gastronómico

La mosca tiene un antojo, y cuando eso ocurre nada puede interponerse en su camino. La mosca quiere un chuletón, y lo quiere de El Trasgo, como Dios manda. No hay nada cómo sentir ese apetito de carnaza del Cromagnon que todos llevamos dentro. Entonces uno se arregla un poco, sale a la calle y dirige su vuelo hacia Pamplona Escudero 28. La única decisión que se ha de tomar, en estos casos de apretón primitivo, es la de elegir la corvina a la sal o el chuletón a la piedra. Un delicado e inagotable subidón de proteínas te va invadiendo hasta saciar al cavernícola. Pero esta semana estoy apesadumbrado porque me he quedado con las ganas puestas. Por dos veces el comedor lleno y, como uno no es dado a abusar de confianzas, mi ansia de vacuno se ha quedado martillándome la cabeza. Pero, para qué mentir, en estos casos y con los tiempos que corren, el Consejo Asesor de la mosca sólo puede aplaudir y exclamar: ¡Bravo, Chema! Algo tienes que estar haciendo muy bien. Uno se imagina difícil la tarea de sobrevivir hoy día en el negocio gastronómico, pero salir airoso de la batalla es obra de titanes.
Intachable puesta en escena
Quizá la clave del éxito de la Gastrosidrería sea la diversificación. Aquí se supera la estéril dicotomía entre la cocina de vanguardia y la tradicional de una manera un tanto radical, las hacen convivir. El enfrentamiento mediático de principios del milenio entre los defensores del genio de Ferrán Adrià y los adeptos al añorado Santi Santamaría se reduce aquí a cenizas. Uno puede estar devorando una chuleta de a kilo espalda con espalda a otro comensal que disfruta explotando en su boca esferas moldeadas a base de Alginato. No hay más debate sobre el asunto. Si es comida buena, se presenta bonita y se incluye en el menú. Y que sean los apetitos del comensal quienes decidan entre los dos mundos culinarios. Esos que jamás debieron de separarse.

Uno de los mejores servicios de pan de Zaragoza.
Es necesario moderarse con él
Desde que el físico húngaro Nicholas Kurti dio una charla en el año 1969, denominada The physicist in the kitchen, hasta hoy ha llovido mucho y se ha avanzado sobremanera en el matrimonio entre ciencia y cocina. Espumas, emulsiones, geles, esferas, humos son ya elementos corrientes en cualquier cocina del mundo. El éxito mundial de cocineros como Pierre Gagnaire, Ferran Adrià o Heston Blumenthal no podría entenderse sin dicho matrimonio. Y si hay un profesional en esta ciudad, que se desviva por mantenerse actualizado en el mundo de la cocina molecular, ese es Chema Ramón. Y lo mejor es que no se trata de un conocimiento enciclopédico y teórico, pues pone en práctica estas técnicas a diario en los fogones de El Trasgo. Amante de la sorpresa, eleva el artificio culinario a un nivel altísimo, presentando platos imposibles con una performance muy estudiada, que busca generar el asombro en el comensal, que recibe las propuestas como un bombardeo que sale de la cocina sin tregua. Es una experiencia imprescindible para todo buen comedor que difícilmente podrá vivirse en otro restaurante de Zaragoza. Además es uno de los mejores ejemplos que desmienten el tópico de que la cocina innovadora se desentiende del ingrediente original. Falacia que por repetida no deja de ser falsa. Aquí se gasta género del bueno, y éste aparece en el plato totalmente reconocible y en plenitud de facultades.
En el ejemplo que hoy traigo aquí predomina de manera clara y objetiva la cocina más experimental y moderna. Prima la sorpresa y la combinación original en uno de los menús temáticos que, periódicamente, se ofrecen en el restaurante. En este caso se trataba de uno dedicado a los años setenta consistente en tres entrantes, cuatro principales presentados por parejas y dos postres originales, al precio de 35 euros por comensal y regados por un tinto Pierola. No puedo dejar de reconocer que esta es una de las entradas que la mosca ha demorado mucho, quizá demasiado, y eso se paga a la hora de describir los platos, pues ya se sabe que la memoria de un insecto no es su punto fuerte. Soy consciente de que es una pena no haber redactado estas líneas en su momento, pero tras meditar el asunto, prefiero que un menú como este no quede condenado al ostracismo, pues la ocasión lo merece de verdad. Al menos el lector podrá recrearse con las imágenes de las elaboraciones, que de por sí dicen mucho de la calidad que se gasta en aquella cocina.

Copa de Sangría gel de cava rose con frutos rojos
El menú comenzó con la Sangría gel de cava rose con frutos rojos presentado en copa cóctel. Aquí la dificultad reside en el punto de espesura de la Sagría de cava. No debe quedar líquida, pero llegar hasta la gelatinización. Ejercicio que se supera con nota presentándola en un impecable estado de gel. La acidez de los frutos rojos variados entra en un feliz diálogo con el afrutado cava. Buena elección para predisponer y limpiar el paladar en el inicio de la comida.

Patata brava sobre natillas de cebolla
La patata brava sobre natillas de cebolla me hace sonreír. Esta temporada he sufrido varios intentos de reinterpretación de este clásico que rozan el nivel de vergonzantes. Éste es el único en el que verdaderamente se respeta el espíritu del original. Con sentido cubista, aquí las láminas gruesas de patata se apilan, como en un setentero Tente, conformando la forma de una clásica brava. El juego de salsas es sublime, tanto en su variedad como en su potencia. Pero si algo hay destacable entre ellas es el honrado picante que se gasta. Sé que la batalla está perdida, pero es que uno no se cansará jamás de indignarse ante la oleada de gente que odia, sin criterio, el picante y pide sin concesiones raciones y raciones de papas bravas. La consecuencia es obvia, los bares rebajan el picante hasta hacerlo desparecer para con tentar a estos pseudocomedores. Pidiendo hoy unas bravas en un local cualquiera se corre demasiado riesgo de ver aparecer unas patatas hervidas con un kilo de mayonesa que, por lo visto, es lo que se lleva. Señores, me parece muy bien que se peguen tantos atracones hipercalóricos como quieran, pero en honor a la santa verdad no les llamen bravas. Ya sé que aspiran a ser buenos comedores y amantes del picante, pero donde no hay mata no hay patata. Sigan pidiendo esos sucedáneos y acompañen sus tubérculos con salsas blancas y blandas, pero déjennos las bravas a los demás. Aquí se presentan para todos los gustos. Una salsa con el picante integrado y una blanca con el diablo rojo trazando un camino sobre ella.

Pequeña cosecha de nuestra huerta
(Plato presentado en Madrid Fusion Fruit 2012)
El surtido de entrantes termina con un plato de exposición. Aquí la cocina interpreta una humilde ensalada compuesta con buenos elementos de huerta llevándola mucho más allá. Se presenta un plato de composición complejísima donde destaca el tratamiento diverso del tomate y el derroche de laboriosidad desplegada con la tersa cebolleta. Un aceite de oliva virgen extra conjuga todos los elementos en lo que más se asemeja a una escultura que a una ensalada. El plato de estética setentera es digno de museo, y aporta el guiño temático bajo el que discurre el menú.

Huevo al salmorejo sobre nido Kadaif
Los platos principales irán saliendo emparejados sobre una pizarra grande. Los primeros en presentarse son el Huevo al Salmorejo sobre nido kadaif junto a la Trucha a la Navarra con manzana ácida y aire de bacon. El trabajo con la yema del huevo es uno de los clásicos de El Trasgo. En este caso, aparentemente se trata de un simple huevo duro, pero al abrirlo nos encontramos con la sorpresa. Toda la intensidad de la receta, tan aragonesa, del salmorejo sustituye a la esperada yema. Contundencia de matacía y huerta en el interior de la clara bien cuajada. La composición se redondea con un nido de la palestina pasta kadaif. Se ha formado una crujiente cama con sus finos hilillos para que la puesta en escena del huevo sea naturalista.

Trucha a la Navarra con manzana ácida y aire de bacon
El otro clásico aragonés de la comida casera de los setenta y ochenta, aunque sean nuestros vecinos navarros quienes recojan todo el mérito, es la trucha rellena con buen jamón. Aquí se introducen modificaciones que actualizan la receta y la presentan con gran vistosidad. El puré de manzana envuelve como en un sándwich la carne del pescado desmigada. La pena es que se trate de una trucha asalmonada y no las blancas de antaño. El aire de bacon sustituye al filete de jamón que antaño enriquecía el pescado. La espuma se mostró intensa y resistente, pues vemos, tristemente, que en muchas ocasiones se viene abajo formando desagradables charcos. Una reinterpretación muy digna que hace honor al original, pero tratándose de uno de mis platos históricos favoritos me resultó muy difícil ser objetivo y justo con las innovaciones.

Bocado de Bacalao al Ajoarriero
La segunda pizarra contenía nuevos clásicos locales de la cocina de hace unas décadas, el bacalao y el cordero. Lo cierto es que el bacalao no salió de la cocina listo para ganar el premio a la fotogenia, ya que la clave del plato venía en forma de salsa ligera, que se extendía por la superficie plana desluciendo la presentación. El pescado estaba bien de punto, jugoso pero nada crudo, como debe de ser. Se había respetado la intensidad que debe tener todo pescado desalado, y hoy también es una deferencia que agradece el cliente. Pese a lo correcto del bocado, se echó a faltar la promesa de ajoarriero que se anunciaba desde el menú. El pimiento asado era el único ingrediente reconocible de la fórmula tradicional que, en forma de cama, estaba representado en el plato. El cuerpo pide el ajo, la patata y el huevo a gritos, que el comensal, por sorpresa, encontrará en forma de recuerdo en la muy trabajada salsa.

Timbal de cordero sobre patata a la pastora con su jugo
El cordero sobre patatas a la pastora nos pareció más logrado, aunque fuese sometido a la moda del timbal. Parece que si hoy una carne no se deshuesa y se le da forma geométrica se está fuera de onda. Las modas pasarán y la nostalgia de chupar un buen hueso volverá a poner las cosas en su sitio. Hasta entonces nos conformaremos con creaciones que se rindan ante el personal escrupuloso. Al personal le apasiona las patatas bravas que no piquen, el pollo blanquecino, el pescado que no huela a mar, y el sexo repletito de latex. Nos acostumbraremos al cordero sin hueso, qué le vamos a hacer. Aquí la cocina se apuntó un tanto impecable, el del sabor, y es lo que tiene un cordero crecidito frente al sutil lechal o a nuestro jugoso ternasco. A cada cual lo suyo, todas son carnes excelentes y a cada una se le debe medir en sus propios términos. Este cordero te llevaba a los pastos frescos a cada bocado. Aromas de romero redondeaban la estampa campestre. La patata también estaba trabajada de manera muy estudiada pues, pese a aparecer conformada en puré, a cada bocado explotaban todas las notas propias de su asado. Una nueva sorpresa para el comensal. El salseado se hizo en la mesa por lo que se impidió enmascarar el sabor de una carne excelente, que no necesitó de disfraz.

Creación del chef especial para la ocasión
Donde se desató la capacidad de sorpresa del cocinero fue en los postres. Ese fue el momento elegido para jugar con el comensal con un llamativo fin de fiestas. La cosa comenzó con una brocheta de helados variados servida en vaso, a la que se le añadió la pastillita mágica que se haría reaccionar para vomitar humo emulando la erupción de un volcán ante el comensal.

Postres hippies (pequeñas locuras)
Los encargados de poner fin a la fiesta fueron los postres hippies. Colgadas sobre una estructura metálica en forma de árbol, se disponían tres de los mejores recuerdos de quienes fuimos niños en los setenta. Recuerdos que discurrían entre feriantes, norias y tómbolas. Coloridas palomitas de maíz dulces, manzanitas de caramelo de un profundo bermellón y algodones de azúcar. Parecía el árbol de la ciencia de un escolar en tiempos de la Transición. Y vaya si mordimos el fruto del pecado, casi nos comimos las ramas metálicas. Con gran visión estética, el carrusel de chucherías nos entretuvo en una sobremesa amena en la que rondaron los cafés y unos buenos tragos.

Pero como al releer estas líneas veo que me ha quedado una crónica un tanto ñoña, y demasiado complaciente, no quiero dejar pasar la ocasión para hacer un par de apreciaciones muy personales. La primera es de carácter localista y tiene que ver con los vinos que gastan en El Trasgo. Es cierto que siempre son de calidad, pero también es cierto que casi siempre suelen ser de la Denominación de Origen de nuestros vecinos. Hace pocos días desayunábamos con la noticia de que casi el setenta por ciento de nuestros vinos aragoneses están saliendo hacia otros países donde triunfan certamen a certamen. Y bueno está aquello de no ser profeta en su tierra, pero en nuestras cuatro Denominaciones aragonesas tenemos caldos de una calidad contrastada. No tardaremos en tener que ir a Londres a probar un buen Cariñena, a Amsterdam a por un Somontano, a Nueva York a catar un Calatayud o a Manchester a buscar las mejores garnachas de Borja. No es que no me alegre del éxito, todo lo contrario. Entiendo que se maten por ellos ahí fuera. Pero no puedo dejar de sentirme acomplejado cuando en esta tierra se ofrecemos Riojas como símbolo de calidad y distinción. Que son excelentes es un hecho, pero que los nuestros están a la altura lo defiendo yo, junto a los críticos y catadores más reputados en el asunto. Crezcamos juntos comida y vinos. De ese matrimonio no puede salir nada negativo. Esta reivindicación no es de carácter cateto ni gremial, sino una evidencia avalada por la estadística y el crecimiento de ventas fruto de un trabajo bien hecho.

El acontecimiento gastronómico del verano: El desván
La otra nota con connotaciones negativas para mí ya la puedo contar sin riesgo de caer en lamentaciones. Por profesional y correcto que sea el servicio de sala de El Trasgo, que lo es y mucho, no ha conseguido quitarnos de la cabeza a su anterior maestro de ceremonias, David Plato, a quienes tanto nos ha hecho disfrutar presentando y dando valor a los platos que salían de la cocina. Quizá esta nota personal sea la culpable en demorar tanto la redacción de estas líneas, pero esta misma semana ha saltado la noticia que llevábamos meses esperando. David emprende una nueva aventura culinaria junto a Roberto Baquero. Este proyecto se llama El Desván y está ubicado, nada menos, en la calle Francisco Vitoria 31. Nace con vocación de cocina moderna y de calidad. Ansiosos nos tiene a la legión de devotos que haremos fila en su puerta. Suerte, brother, el valor ya lo ponéis vosotros.

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