viernes, 14 de junio de 2013

Restaurante La Casucha (San Juan de Mozarrifar, Zaragoza)



Por algo lleva la fama. Arroz de dioses.
Es vox populis que una de las mejores manos para el arroz por estos lares es la que maneja los fogones de La Casucha. Establecimiento que ha cambiado varias veces de ubicación para recalar, en la última temporada, junto a la plaza del Ayuntamiento de San Juan de Mozarrifar. Cuando escuché hablar de él por primera vez se encontraba en Montecanal, pero al surgir la necesidad imperiosa de comer un buen arroz, hace unos días, se me había alejado un poco más de la ciudad. No me supuso un gran trauma acercarme a San Juan por ser una localidad a la que debía una visita por varios motivos. Uno de ellos tiene que ver con su nombre. Hay bastante controversia sobre su origen, pero los estudios más fiables establecen que Mozarrifar proviene bien del vocablo árabe manzil (estación o parada al final de una jornada de viaje), o de Mansaf (estación o parada a mitad de una jornada de camino). Ambas referencias nos llevan a situarlo como un lugar de paso. Uno de esos lugares que tanto gustan a esta mosca. De esos acostumbrados a recibir al viajero y donde nada que venga de fuera resulta extraño. La otra razón por la que me atrae la visita es de un tipo bien distinto, más bien contrario al anterior. Nuestra desmemoria histórica olvida que en las naves de la antigua Papelera de las Navas, el régimen franquista instaló desde 1938 uno de los campos de concentración más importantes de Aragón. Ningún resto de los crímenes y abusos que se cometieron ahí. No pido un museo de la Memoria, como sería lo propio en cualquier país civilizado de Europa, pero un mínimo reconocimiento a las víctimas que purgaron en ese lugar el pecado de defender la libertad, no estaría de más. Así que decidí acudir a hacerles mi pequeño e íntimo homenaje. Un lugar de dolor al que fui a en busca de placer. En este caso gastronómico. Así que tras el momento de justicia histórica y recuerdo me dispuse a comprobar lo que tantas veces había oído afirmar: el mejor arroz de Aragón.

Comedor angosto y axfisiante
Debo reconocer que, además de ser una de mis comidas favoritas, las razones que me empujaron a la carretera en busca de un sabor entran en el ámbito de la investigación gastronómica. Tras mil y un fracasos en la búsqueda del bocado perfecto, o al menos de algo que se parezca, esta mosca blogera se percató de un error de partida, no tenía referencias que guiasen mi búsqueda. Sin método preciso deambulaba probándolo todo sin discriminación, y como resultado solo obtenía desasosiego y dispersión. Así que me dispuse a limitar la búsqueda en base a unos requisitos mínimos que considero que debe  contener dicho manjar.


1.         No puede tratarse de un producto ofrecido directamente por la naturaleza, pues eso no permitiría apreciar la mano, el peso de la sabiduría y el esfuerzo del ser humano.

2.         No sirven elementos crudos por el mismo motivo. La historia de la cocina es la historia del tratamiento de los alimentos para hacerlos más asimilables y atractivos. Sin cocinado no hay labor creativa.

3.         Debe tratarse de un plato integrador. Lo sublime debe resumir una síntesis de ingredientes de todos los ámbitos posibles: animal, vegetal, mineral, tierra, mar, aire... Un elenco en el que estén representados todos los órdenes que nos puedan ofrecer alimentos.

4.         No pueden dominar las nuevas técnicas, porque limitaría el carácter histórico de la cocina. Eliminar, a base de sifones y alginatos, los procesos practicados durante siglos por las generaciones pasadas, supodría una posición arrogante por nuestra parte. Uno adora y valora la vanguardia culinaria como un eslabón más de la historia, pero considerarla como su final y su meta insuperable es un ejercicio de total ignorancia. Pasará de largo como todas las tendencias han hecho tras su hegemonía.  

5.         Pese a contener gran variedad de elementos, el bocado perfecto tiene que tener uno que sirva como base y evite el riesgo de dispersión. Este debe ser un elemento integrador y que asuma y respete al resto.

La mesa de los tres enanitos
Se me ocurren muchas otras características, pero hoy no se trata de elaborar un tratado gastronómico, sino de orientar la búsqueda. Conforme iba pensando en el tema, un plato de nuestra cocina más tradicional se iba conformando en mi mente: la paella. Contiene todos los requisitos anteriores de manera única. Así que decidí buscar mi Itaca culinaria en una de las posibles propuestas arroceras de La Casucha. Y por adelantar la conclusión a la experiencia, regresé junto a mi Penélope tal y como partí: desconcertado.

Acudimos al restaurante tres de los más vocacionales asesores de la mosca llamados por una propuesta de menú del mes de junio que centraba su propuesta en el arroz. La cosa comenzaba, tras un aperitivo de bienvenida, con unos entrantes para compartir a base de una ensalada de tomate, jamón y mozzarella, seguida de unos langostinos al vermouth. A continuación se proponía un arroz de nécoras y gambas, o las alternativas del confit de pato con salsa de pacharán o el lomo de merluza con salsa de cava y almejas. Acompañaría la comida una ibicenca sangría de cava y pan con tomate. Se terminaría con un postre de la casa y el café. A continuación se va a exponer cómo vivimos la experiencia. Las aspiraciones eran muchas y las propuestas atractivas.

El pan perdió el tomate por el camino
Para comenzar es preciso detenerse en la impresión que nos causó el local al cruzar el umbral. Aquello era una estampa de libro de lo que viene llamándose un bar de cañas. Una barra concurrida recibe al visitante exponiendo un largo repertorio de fritos y montaditos. Y eso no debería ser un problema. Bien es sabida nuestra afición a los lugares populacheros, castizos y de ambiente rural profundo, pero nuestras aspiraciones culinarias comenzaron a torcerse al comprender que el comedor era el espacio angosto que se abría junto al bar. Sin separación de espacios se amontonaban unas pocas mesas sin apenas espacio entre ellas en un ambiente ciertamente custrofóbico. Pero como estábamos inmersos en la misión arrocera, hicimos de tripas corazón y fuimos acomodados los tres en una mesita que a duras penas serviría para dos en cualquier otro restaurante. Agazapados cual animales en su cubil solicitamos el menú de junio para los tres. Dos de ellos con el deseado arroz y el otro con el confit como principal por aquello de curiosear más variedad de platos. El ambiente todavía se enrareció más al llegar los comensales de una enorme mesa que resultaron demasiado bulliciosos para un espacio tan minúsculo como aquel.

Refrescante y dulce sangría de cava
La primera en la frente no llegó cuando apareció el cestillo de pan sin tomate. No es que sea algo fundamental, pero si veíamos traicionar el menú antes de comenzar, nos podríamos cómo iba a continuar el asunto. La sangría de cava resultó ser lo que era, una mezcla demasiado dulce para acompañar cualquier comida. Pero es de justicia decir que eso sí era lo anunciado en el menú, así que cargaríamos con la empalagosa bebida por merecimiento propio.

Tristes montaditos de la barra como aperitivos para salir del paso
Pero lo que confirmó nuestras sospechas fue ver aparecer como aperitivo tres de los montaditos que habían sobrado del cañeo de la barra. Los tres eran diferentes y sin mucha imaginación. Los ingredientes eran buenos, y lo digo en pasado porque se notaba que lo fueron en el momento en el que se prepararon, y de eso hacía ya mucho tiempo, a tenor de lo reblandecido del pan. Cumplimos como gente educada y logramos terminarlos con la dignidad suficiente para no dar que hablar más de lo necesario.

La mozzarella brillaba sobre el resto, ¿las vetas del jamón?
El primer entrante en llegar fue la ensalada, que aun siendo pequeña ocupó casi toda la diminuta mesa. Para no mentir nos pareció bien concebida y elaborada. La típica caprese con unas lonchas de jamón nada reseñable. Los tacos enormes de mozzarella sí que nos llamaron la atención, y serían la envidia de cualquier ensalada del mismísimo Capri. Pero el asunto que mosqueó a las moscas no fue nuestra ensalada, sino la de nuestros vecinos, y ya estamos con la murga de los impares de siempre, pero es que no hay derecho. La mesa de al lado estaba ocupada por una pareja que también se decidió por el mismo menú, y su ensalada era del mismo tamaño que la nuestra para tres. Y no me desagradaría tanto si a la hora de pagar me hiciesen el mismo descuento que en los platos o en la bebida, que merece otro comentario. Una jarra, la misma que la de nuestros dos vecinos, debería habernos bastado a los tres, a la vista del gesto de reproche con el que se nos sirvió la segunda a mitad de la comida. Esta vez decidimos no pasarlo por alto y pedimos otra porque era necesaria y como acto de justicia con el abuso habitual que se hace con los números impares casi todos los restaurantes. Dos jarras o dos botellas para tres, o tres para cinco deberían servirse por decreto y no como favor, del mismo modo que todos pagamos la factura sin rechistar.

Salsa al vermouth muy por encima de los langostinos
Dejaré el tema de las cantidades a un lado, porque nos volvió a pasar lo mismo con la ración de langostinos al vermouth que llegó a continuación. Pero esta vez la dignidad del plato no estuvo a la altura del anterior. No puedo afirmarlo con seguridad, pero aquellos langostinos daban una terrible sensación de cocidos previamente al salseado. Si no es así, estaban demasiado cocinados. Separar la carne de la cáscara era misión imposible, y la excelente salsa no estaba nada integrada en los langostinos. Una mala ejecución para un plato que pasó sin pena ni gloria.

Las patatas nadaban en exceso de grasa
Tampoco nos pareció muy acertado el confit, pero al tratarse de un elemento tan agradecido en sí mismo la cosa no pasó a mayores. Es muy difícil malograr un muslo confitado de ánade, y ese no fue el caso. Solventamos el problema del exceso de grasa cambiando el confit a otro plato, y la ausencia total del esperado toque anisado del pacharán con buen humor. Se dejó comer bien y disparó todas las esperanzas de la comida hacia lo que vendría a continuación, la verdadera razón que nos había dirigido a La Casucha, el arroz.

Magistral arroz presentado en mesa
Tras todos los errores de los platos anteriores las perspectivas de encontrarnos un arroz vulgar nos rondaban la cabeza, pero nada más lejos de la realidad. Poco se puede añadir al calificativo de divino. La mano que convirtió el simple cereal en aquella obra no parece de este mundo, sino del más allá. Cumplía todas las características canónicas y preceptivas que debe cumplir un buen arroz. La más importante es el punto de cocción y esa era su virtud principal. El riesgo a maltratar el grano y que este se abra expulsando el líquido absorbido y quedando hinchado y con las puntas abiertas es grande. Típico error de las paellas de los malos menús del día, que en otras ocasiones se trata de evitar con otro error, como es dejarlo demasiado crudo para evitar la rotura del grano, con lo que se acorta la fase de absorción de líquidos y el arroz queda duro y soso. La clave es que el grano quede lo suficientemente cocinado para que se impregne de los sabores que le aporta un buen caldo sin llegar a quebrarse y expulsar el almidón, que es el elemento que retiene la sustancia de todos los ingredientes. Aquí la experiencia del maestro arrocero es la que le permite jugar con éxito con la temperatura de cocción, la cantidad de líquido, los tiempos y la conveniencia o no de sofreír el grano antes para sellarlo. Y como aquí cada maestrillo y cada zona tienen su librillo, mejor no meterse. Como puede apreciarse en la imagen, este arroz tiene el punto perfecto.

Así se trabaja un grano. Excelente
 El otro aspecto fundamental a la hora de valorar este plato es el propio gusto que ha sido capaz de retener el arroz. En este caso se optó de manera clara por el mar. Las nécoras, gambas y calamares vertieron sus penetrantes sabores y aromas en un fumet ya de por sí potente. El resultado fue muy correcto. Demasiado, teniendo en cuenta que los ingredientes, que no eran ni mucho menos de mala calidad, no eran de un nivel demasiado elevado. Ni un grano en la paella, y eso que el único fallo, y esta vez reconozco que se trata de un gusto muy personal, es que no se generó el delicioso socarrat, fruto de la reacción de Maillard, por la que los granos pegados a la paella se oscurecen y adquieren unas cualidades tostadas que aquí se echaron en falta.

Ni que decir tiene que el arroz se sirvió a la llamada manera rusa, presentando en la paella el arroz y sirviéndolo en raciones compensadas a vista del comensal. Uno prefiere la manera Albufera, que consiste en repartir cucharas, generalmente de madera, entre los comensales, y comer directamente de la paella. Reconozco que este método generaría la incomodidad de muchos clientes timoratos y la repulsa de los escrupulosos, así que nos conformaremos con el emplatado digno y profesional que nos brindaron.

El postre pasó sin pena ni gloria
En los postres regresamos al mundo de los humanos para terminar el menú con una nada memorable porción de tarta de queso con frutos rojos. Éstos estaban totalmente congelados, que siempre es preferible a que estén fermentados como en otras ocasiones en otros lugares de cuyo nombre no quiero acordarme. La tarta estaba buena pese a haberse quemado en su parte exterior, pero lejos de resultarnos algo negativo, era la evidencia de que era casera de verdad. Y comer algo artesanal, y animamos a La Casucha a que siga por ese camino, siempre conlleva estos riesgos.

Para terminar, el consejo de asesores concluye que aquel día no pudo descubrir una buena cocina, ni un menú bien concebido, ni mucho menos observó atisbos en su búsqueda del bocado perfecto. Pero de todos modos recomienda encarecidamente la visita a La Casucha a todos aquellos que quieran probar un ejemplo de arroz maravilloso. Pongan la mente en modo arrocero, ignoren la lejana ubicación del restaurante, lo incómodo del espacio, el bajo nivel del resto de las propuestas gastronómicas indignas de acompañar al genial arroz, y dispóngase a disfrutar de una experiencia inolvidable.

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