viernes, 31 de mayo de 2013

Mesón Eusebio (Zaragoza)



Mi bocado italiano favorito: Pizza Rosaria del Mesón Eusebio

Vaya alegría que siente esta mosca cuando llega alguien pisando fuerte y le rompe sus esquemas. Es una alegría que la realidad te arrebate las certezas. Algo así es lo que me ha ocurrido al conocer a Enzo, detrás de la barra del Mesón Eusebio (Calle Antonio Agustín, 24, Tel. 671 258 346). Hasta entonces, cada vez que me invadía la añoranza de Italia, acudía presto hacia la calle San Lorenzo y le daba un buen repaso a la barra del sardo Marco, en su Rincón de Cerdeña. Hastiado de la baja calidad de los supuestos restaurantes italianos de Zaragoza, plagados de desérticas pizzas y pastas recocidas a precios disparatados, hube de rastrear mucho por nuestras callejas hasta encontrar mi Rincón favorito, el de Cerdeña. Un oasis en el desierto.

Pues la sorpresa de la temporada viene a llenar este vacío imperdonable. Cualquier zaragozano de bien se habrá dejado caer alguna vez por uno de los clásicos tabernarios de la ciudad, el Mesón Eusebio. Sus tradicionales bolitas de bacalao eran uno de los habituales del tapeo y eran el bocado previo de tantas y tantas cañas. El napolitano Enzo ha tomado el relevo al frente del negocio y ha enriquecido sus propuestas, y de qué manera. Digo enriquecer y no transformar, porque ha tenido la deferencia de continuar dispensando las bolitas rebozadas que nos hacen felices a los parroquianos, y de lanzar una gran variedad de suculentos bocados con una carta de un nivel muy importante. Debo dar las gracias a mi querida Liacice, responsable de la grata locura del blog Comedieta, por dirigir mis pasos hacia esta maravilla de lugar en el entorno de la calle Heroísmo.

Pero como todas las alegrías, esta novedad viene acompañada por los inconvenientes que acarrea el éxito. Sin hacer publicidad, ni grandes movimientos en la red, poco a poco el mensaje boca a boca se ha ido extendiendo por la ciudad. Hoy son ya legión los clientes que cada noche se acercan al Mesón a devorar su comida. Toda la carta se puede pedir para llevar a casa, incluso a través del teléfono. De este modo sólo hay que acercarse hasta ahí para llevarse al hogar los sabores más puros de Italia. El horno pizzero trabaja a destajo, en especial los fines de semana. Y no es de extrañar, pues la gente que ha probado sus pizzas ya no se resigna a tragar las infames llevadas en moto a su casa. Para los que preferimos acudir a comer al local, esto supone un incordio, pues las esperas suelen alargarse en los momentos de mucha demanda. Personalmente no me importa esperar por comida de calidad que sé que va a estar hecha en el momento para mí. Hace tiempo que decidí que no es bueno esconder secretos, y si estas líneas me aumentan el tiempo de espera en futuras visitas, bienvenidas sean, pues será por una causa justa. 


Pasando a lo importante y dentro de toda la gama de especialidades con las que el maestro napolitano ha aterrizado en Zaragoza, destaca una de manera rotunda, la pizza. Hay demasiados e infructuosos debates sobre el origen y tipología de este producto, pero en síntesis podemos afirmar casi con total seguridad el origen napolitano de la misma y la división de Italia en dos mundos pizzeros separados por el distinto tratamiento de la masa, un norte que la prefiere fina y crujiente, y un sur más apegado a una base más gruesa. El punto de inflexión estaría en la capital, donde conviven ambas variedades con un predominio cada vez mayor de la delgadísima norteña. He de confesar que yo las prefería de este modo, pues para bases más mullidas desde siempre me he decantado por nuestras cocas y cañadas. Pero eso era antes de conocer las manos de Enzo y su mujer, y el secreto mejor guardado de su cocina. Lo que hace esta pareja en el Mesón Eusebio es rizar el rizo. Se debe advertir que los napolitanos hacen gala de elaborar las pizzas más saludables al no usar mantequilla a la hora de amasar, pero cualquiera que lance un bocado a una de las pizzas de la calle Antonio Agustín se dará cuenta que aquella base cruje y se disgrega y cuartea en capas como el hojaldre más delicado. La polémica está servida y hay opiniones para todo, ¿Lleva mantequilla, aceite…? Lo cierto es que no es la típica masa harinosa semejante a un bollo industrial, tan propia de pizzería franquiciada a domicilio. La pizza no se dobla ni se viene abajo al sostenerla con la mano, sino que permanece bien tersa y con cuerpo. La base no se humedece ni empapa reblandeciéndose con el jugo de los ingredientes, bien sea porque se hornea unos minutos antes de añadirle los elementos y se impermeabiliza su superficie, o porque los ingredientes son frescos y no los habituales congelados que se deshacen al pasar por el horno. Pero no todo va a ser pizza, el local nos ofrece alternativas muy curiosas y hasta exóticas para nosotros.

La más aromática de las pizzas zaragozanas
Lo primero que llama la atención del cliente al cruzar las puertas de la taberna es el propio ambiente de su interior. Permanece como un bar de tapas de hace décadas, con todo el sabor de las mismas, y sin necesidad de apuntarse a la moda retro,porque éste jamás dejó de ser lo que es. Una pequeña barra y una sala con mesas en alto y barricas para apoyar las consumiciones. El refinamiento es escaso, pero la higiene está muy cuidada. No hay malos olores a aceites ni humos, pese a tener la cocina pegada a la barra. En los días de buen tiempo, el establecimiento cuenta con unas mesas de terraza en la calle. Lugar muy cotilla de los que nos gusta a quienes tenemos querencia de verduleros, y donde se pueden consumir las recetas napolitanas al aire libre.

Otro de los alicientes que nos ofrece es la presencia del propio Enzo. Observará el lector que se acerque a la taberna, que se trata de un gran conversador. Escuchándole uno se hace una idea de cómo transcurre la vida en una ciudad como Nápoles. Se nota que conoce y ama esta tierra en la que ha venido a parar, pero cuando el tema viaja hacia la ciudad mediterránea de la que proviene, sus ojos se encienden y habla la añoranza. Hablar del Nápoles y de Maradona enciende su voz. Los barrios de su ciudad aparecen en cada frase. Las recetas tradicionales de su tierra son un tema inagotable para él, explicando el origen y la elaboración de cualquier plato casero con verdadera devoción. Consigue que te apetezca probarlos todos, así que debemos referirnos ya a la carta para decidir con qué bocados podemos empezar a catar los vinos aragoneses e italianos que se exponen a lo largo de la barra. Para los amantes de la cerveza, junto a la nuestra local, podemos encontrar alguna de las referencias más consumidas en Italia.

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Dentro de la carta que se expone en la imagen, me gustaría recomendar cuatro especialidades además de la consabida pizza. En una primera visita de aproximación no se debería dejar pasar ninguna de ellas, pues todas son originales, sugerentes y sabrosas. Para acompañar las primeras cañas podríamos comenzar con un surtido de tres de los mejores fritos que me he encontrado últimamente por estos lares. Todos ellos se sirven directamente de la freidora, no descansan reblandeciéndose en la barra como en tantos antros. Se debe esperar por ellos, pero es un tiempo bien invertido a la vista de cómo salen de la cocina estos rebozados bocados.

La Mozzarella in carrozza porta un secreto
El primero que pediría sería la Mozzarella in Carrozza por su sutileza, así se apreciará mejor el sabor del extraordinario queso fundido. Se trata de una especialidad desconocida por aquí, ya que siempre nos encontramos con la mozzarella fundida sobre una pizza o un engendro de esos que llaman panninis. Aquí la bola de queso se ha rebanado enharinado e introducido entre dos trozos de pan. El conjunto se ha rebozado con esmero y frito en aceite limpio. Se logra una bola dorada que al romperse descubre el misterio fundido que lleva dentro. Es el primer lugar donde vamos a apreciar la calidad del queso que se gasta en el Eusebio. Sin duda una de las claves de su éxito.

El siguiente bocado quizá no resulte tan llamativo en un país tan croquetero como este. Viene bajo la denominación de Croquetas de Arroz “Arancini”, porque así es como se llama a este bocado en la otra orilla del Mediterráneo. Lo que nos debe resultar más llamativo a los comedores de croquetas de bechamel es que aquí la base se ha sustituido por el arroz. Un arroz nada pastoso y bien trabajado a base de verduras y carne picada. Se aprovecha el almidón del arroz para hacer las bolas compactas antes de rebozarlas. Otra manera de croquetear divertida y contundente.

El queso se derrite entre láminas de pan bien rebozadas
El tercer frito no viene de Nápoles, pues habita la misma barra desde la que se sirve desde hace décadas. Se trata de las bolitas de bacalao clásicas del Mesón Eusebio de toda la vida. Enzo ha llegado al barrio sin prepotencia. Respeta la tradición del local anterior y mantiene estos bocaditos en la carta. La medida estándar es de veinte bolitas, pero con diez sería suficiente para probarlas. Cada unidad viene insertada en su palillo. En cuanto a textura yo las situaría a mitad de camino entre el buñuelo y la croqueta. En todo caso van bien surtidas de bacalao y desaparecen bastante más rápido que lo que tardan en servirse recién fritas.
Dejando el tema de los fritos no me perdería la oportunidad de catar el sabroso arenque ahumado. Aquí no se sirve en montadito, ni sobre tostada. Cada lomo de pescado, que permanece conservado en aceite y cayena, sirve de base para unas láminas asadas y encurtidas de berenjena aromatizadas con varias hierbas aromáticas. El resultado es complejísimo y acertado. Intensidad del filete de pescado ahumado, picante potente del aceite, y un toque de vinagre y hierbas de la conserva de las láminas de verdura, forman un conjunto en el que podemos recrearnos mientras la pizza sale del horno.

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Por último llegamos al tiempo de la estrella. En la imagen se pueden valorar las diferentes especialidades de la casa. Concretamente son once las posibilidades que se brindan y todas ellas, excepto mi favorita, comparten una base de tomate y otra, acertadamente gruesa, de mozzarella. Sobre las virtudes de la base no me extenderé más, pero cabe destacar que todos los ingredientes son frescos y que alguno de ellos viene en crudo, como debe hacerse. Algunas verduras y todas las hierbas aromáticas se disponen sobre la pizza una vez ya está sacada del horno, con lo que se logra que desprendan unos aromas más intensos y queden bien al dente, al cocinarse únicamente con el calor que emana de la propia pizza. Otro aspecto destacable es el precio. Aquí no hacen falta fórmulas de dos o tres por una, pues el precio está tan ajustado que resulta increíble. El tamaño de la pequeña es más que suficiente para una persona, y la grande se puede compartir entre dos o tres personas sin riesgo de quedarse con ganas de más. Se amasan en forma rectangular, lo que les da un aspecto más casero y se sirven sobre una plancha metálica que facilita el corte y la manipulación de las porciones.

En barra o en terraza, esta es la mejor solución a la morriña de Italia
La que quiero destacar hoy aquí es la Rosaria, que se compone de mozzarella, jamón serrano, rúcula y parmesano. Es la única de todas que no lleva tomate y la capa de queso es de un grosor descomunal. El jamón, la rúcula y el parmesano se añaden en crudo sobre el mar de mozzarella fundida y se van cocinando sobre su superficie a la vista del comensal. Al morder el primer pedazo, toda la fuerza mantequillosa de la masa inunda la boca, que recibirá sucesivas oleadas de sabores, bien queso, de jamón o de tiernas hojas de rúcula. Vale la pena hasta quemarse la lengua un poco para apreciar la diferencia de los ingredientes cocinados y crudos. Además, aunque no valiese la pena, teniéndola ante uno es imposible prolongar la espera. El ataque es inminente.

martes, 28 de mayo de 2013

Restaurante La Yesería (La Almunia de Doña Godina, Zaragoza)



Y es que hay cosas que no se entienden muy bien se miren por donde se miren. Voy a intentar contar la experiencia que tuve en un restaurante del que tenía buenas referencias y grandes expectativas. Mis fuentes me hablaban de una cocina moderna y con buen criterio y, en especial, ponían el acento en el buen trabajo que hacían con las carnes. Lo que le faltaba por oír a esta mosca para dirigir su punto de mira en La Yesería, restaurante ubicado dentro de un completo hotelero en las afueras de La Almunia de Doña Godina. La ocasión llegó al recibir una invitación para un banquete, nada menos que de comunión.

Así que guardé en el armario mi ateísmo militante, hice de tripas corazón, me calcé las alas de gala y ahí que me planté dispuesto a confirmar las bondades de sus fogones. Trataré de explicar la cuestión que me trae de cabeza desde entonces. Es un hecho histórico que el ciudadano medio de hace tres o cuatro décadas salía poco a comer por ahí. De hecho, las visitas a los restaurantes se limitaban a celebraciones de especial enjundia: bodas, bautizos y comuniones. La sociedad española evolucionó como lo hicieron su poder adquisitivo y el gusto por inundar las barras y mesas de los bares y restaurantes. Éstos se multiplicaron y ofrecían bocados cada vez más suculentos e ingeniosos. Pero siempre hubo una excepción, las celebraciones. En ellas los establecimientos no modernizaron su mentalidad. Todos y cada uno de los convites a los que he asistido son un canto al dar gato por liebre, por mucha reputación y solera que tuviese el lugar. Cualquier menú del día se apañaba un poco y se le añadía la consabida tarta y su precio se multiplicaba por cinco. Además a las celebraciones con connotación eclesiástica se han sumado muchas otras a este desafuero. Hoy te sacan los cuartos en cada cena de empresa de fin de año, en cada jubilación de un compañero, en cada ágape de fin de curso y en muchas otras ocasiones del día a día.

Trato de ver la cuestión desde el punto de vista empresarial, y el desatino de estas prácticas todavía me parece mayor. Donde yo veo una ocasión ideal de promocionar un negocio y publicitar una buena cocina, solo encuentro aburrimiento y escaso nivel. La oportunidad de lucirse en un escaparate así, ante un número enorme de potenciales visitas, se desaprovecha una y otra vez por empresarios que, durante el resto del tiempo, se lamentan de falta de clientela. No señores, entérense, los curritos de este país hemos aprendido a comer bien, tenemos criterio y ya no se nos camela a base de entremeses y asado. La competencia es mucha, y a no mucho tardar habrá quien saque partido de estas ocasiones y ajuste los precios al máximo en los grandes banquetes, con la mirada puesta en el efecto retorno. Parece que nadie rompe todavía el pacto de sangre y tradición del engaño de este negocio, pero los tiempos aprietan y el ingenio se agudizará.

El caso que trato hoy no es de los peores, ni mucho menos, pero no deja de cumplir todos los requisitos del banquete estándar que se gasta por estos lares. La cosa comenzó prometedora al contemplar las instalaciones. El nombre del complejo hace referencia a la antigua actividad del edificio principal, una fábrica de yesos. Las instalaciones se han adaptado con gusto para adaptarlas al uso hotelero y de restauración. Las salas son amplias y bien decoradas. El aperitivo de bienvenida tuvo lugar en la magnífica zona exterior del recinto, donde se ha habilitado un espacio semiabierto en el entorno de un parque. Una vez dentro se nos ubicó en una coqueta sala alargada con vistas a un paisaje de ensueño.

Entrando en harina, que es lo que importa, comenzamos con los aperitivos servidos al aire libre. En primer lugar, junto a unos inexplicables snaks de supermercado, llegaron unas bandejas de ibéricos, compuestas por jamón, chorizo y salchichón. Justitos de cantidad para el número de comensales. Nada reseñable en cuanto a la calidad, que lógicamente era buena. Cumplieron su función como aperitivo, eso sí, acompañados por un muy buen pan recién tostado con aceite y tomate, y servido todavía caliente.

Mucho más éxito cosecharon los vasitos de salmorejo con arenque ahumado. Con un sabor muy natural y nada pastoso en su composición, refrescaba el paladar en espera del bocado suculento de la intensa sardina de cubo.

Las croquetas son harina de otro costal. Desde la forma heterodoxa, a su escaso sabor, el asunto estaba flojo. Supimos que eran de cocido al preguntar, porque nadie se vio capaz de identificar el sabor por sí mismo, y eso ya dice mucho en su contra.

Una vez terminado el vermú nos dirigimos a la parte noble del complejo para comenzar a comer. El lugar nos resultó acogedor y el trato del personal de sala muy correcto. La mesa estaba decorada para la ocasión y pudimos conocer, por unas tarjetas impresas el menú que se nos avecinaba. La parte junior de los invitados comenzaría con unos entremeses variados y como principal, un solomillo de buey con patatas gratén. El resto comenzaría con un arroz meloso de boletus al aceite de trufa y escamas de queso de Arándiga, seguido de una paletilla de ternasco crujiente en salsa de foie y setas. El postre para todos consistía en una tarta a los tres chocolates con sopa de vainilla. El menú me pareció ambicioso, con una base muy tradicional, pero con guiños a una cocina moderna más acorde con nuestros tiempos.

Los entremeses de la juventud todavía me causan espanto. Esta es una de las razones por las que me incomodan estos eventos. Deben partir de la base de que a la gente joven no le gusta comer bien y no son capaces de valorar una buena cocina. Vuelta a los ibéricos y croquetas que minutos antes se sirvieron en el aperitivo. Pero esta vez acompañadas de ensaladilla rusa, calamares y dos langostinos. Señores, imagino que la excusa para este desatino será que sirvieron lo que se acordó con el contratante, pero incluso admitiendo el argumento, no debería darse opción a tales engendros. A nadie se le ocurriría pedir carne churrascada en una sidrería donostiarra, ni pedir un refresco de cola para acompañar un cochinillo segoviano. Hay concesiones que no se pueden consentir si se tienen aspiraciones gastronómicas elevadas. Este plato de entremeses es una de ellas.

Más dignidad, que no más acierto, presentó el plato de arroz. Excelente el punto de cocción, ligeramente al dente; menos acertada la textura, que se pretendía cremosa y resultó algo pastosa; flojo el trabajo con los boletus, que aparecían gomosos y nada tersos y muy decepcionante la aromatización con el aceite de trufa, con claros matices artificiales. Es cierto que siempre espero y exijo mucho a cualquier plato de arroz, pero mantengo la teoría de que es uno de los mejores indicadores del nivel de cualquier cocina. Incluirlo en un menú numeroso tiene un alto riesgo de fracaso, pues supone añadir factores peligrosos al asunto.

La paletilla de ternasco, aunque decepcionaba en cuanto al prometido crujiente, estaba muy bien trabajada. Asada a baja temperatura, conservando sus jugos internos y previamente deshuesada, se dejaba comer de una forma impecable. Es de agradecer que no apareciese entera, grasienta y con media tonelada de patatas panadera como todavía en pleno siglo XXI siguen preparándose en algunos restaurantes zombies. Este plato da fe del potencial de esta cocina. No me habían informado mal sobre la calidad del sitio, sino que elegí un mal plan para conocerlo. El banquete no es su fuerte, como en tantas ocasiones ocurre en nuestros buenos establecimientos.

El naufragio absoluto del menú de Comunión llegó con el plato principal de los junior. Tratar tan mal un producto tan excelente debe ser tarea complicada. El buen solomillo de buey llegó como recién salido de las llamas de Pedro Botero. Había sido incomprensiblemente maltratado y vejado. Lo que otrora fue un jugoso pedazo de carne fresca y sabrosa se había transformado en una suela quemada y reseca. No había posibilidad alguna de masticar aquel rígido músculo. 

Y lo más triste no es el tratamiento de la carne, sino la conclusión que saco del propio hecho: como al ciudadano medio posiblemente no le guste ver sangre en su plato, arruino la carne y así estará al gusto de todos. No, señores, ese no es el razonamiento honesto. La carne debe hacerse en su punto, y si hay desvergonzados y ponzoñosos que no soportan que la carne parezca carne, se vuelve con el plato a la cocina y se le achicharra bien a conciencia. Que paguen ellos su falta de educación alimentaria y nos dejen vivir a la gente civilizada.

El postre tampoco dejó ver la calidad del restaurante. La tarta no tenía riesgo y sí aires industriales. El sabor a cacao era tan sutil que fue conquistado por el empalagoso dulce. Las finas láminas de bizcocho estaban excelentes y bien empapadas de almíbar, pero separaban unas capas de crema de chocolate que más recordaban a una gelatina dulce que a distintas variedades de chocolate. La sopa de vainilla que anunciaba el menú debió de perderse por el camino, o más bien transformarse en el helado industrial que acompañaba a la tarta. Mejor resultó el detalle ornamental logrado con la gota dorada que lucía la cobertura de chocolate. Efecto resultón que no salvó un postre condenado al olvido desde su concepción.

Como conclusión podemos afirmar que, a la vista de ciertos detalles, se trata de un restaurante de calidad. El entorno, el servicio y la cocina están a un nivel alto pero con estos frustrados menús desaprovechan una oportunidad de oro. Del mismo modo que el boca a boca puede poner de moda y dar a conocer un establecimiento, lo puede convertir en un desierto. Por mi parte, espero la siguiente oportunidad de visitar La Yesería, pero será como cliente particular y no como invitado a ninguna celebración de grupo.

domingo, 26 de mayo de 2013

Hamburguesería Tommy Mel´s (Zaragoza)

La estrella de mi merienda llegó en forma de nachos
Neones, carteles retro y kilovatios y kilovatios de luz han transformado a la tranquila calle Azoque en lo más parecido a una american street que podemos encontrar en Zaragoza. Llenaron el local con todo tipo de colores pastel y decorado estadounidense; vistieron al personal con uniformes al más puro estilo Grease; confeccionaron una carta plagada de referencias al american way of life y le añadieron una banda sonora al más puro estilo tupé. Vamos, lo que se dice estar en perfecta sintonía con la tradición local.


No quisiera ponerme hoy el traje de cascarrabias, así que comenzaré afirmando que la comida que se dispensa en el local no me parece indigna, es más, resulta hasta agradable. Nada de la curiosa estética me provoca urticarias notables. El personal atiende de manera correcta y los precios están en sintonía con locales de similar oferta. Lo que me repatea las tripas cada vez que encaro la calle Azoque es lo que no se ve detrás del triunfo de una hamburguesería así. Y lo oculto en este caso es una evidencia que debería entristecer a cualquier ciudadano. Tras este aterrizaje franquiciado se esconde el triunfo de la homogenización cultural que todo lo arrasa. Y cuando digo todo sé a lo que me refiero. También en Zaragoza tenemos nuestra tradición hamburguesera, de la que sólo sobreviven unos cuantas referencias resistentes. Un servidor ha tenido la suerte de conocer a unos cuantos maestros carniceros locales que tratan, con enorme dificultad, de colocar sus productos frescos en las planchas que se dedican a asarlos y servirlos entre sus bollos redondos. Así que no puedo sino sentir impotencia, cuando veo aterrizar estos luminosos carteles y, sin más mérito ni recorrido, abarrotar sus mesas desde el primer momento. Buenas carnes congeladas que se benefician de la rentabilidad de las compras a gran escala compitiendo con mis vecinos agotados a base de capoladora. Sé que esa es la lógica del libre mercado, pero también conozco los riesgos que entraña. Podemos elegir dónde gastarnos nuestros cuartos, pero sin perder de vista que cada euro que sale de nuestro bolsillo genera un efecto mariposa, con consecuencias en muchos otros ámbitos.


Cuestiones antisistema aparte, y cansado de ver a través del escaparate a mis conciudadanos engullir sus bocadillos al ritmo de Elvis, me armé de valor, me desnudé de prejuicios y me uní a la fila que esperaba mesa ante el mostrador de recepción del local. Antes de describir la más de media carta que me trajiné en el experimento (si hay que hacer algo, se hace bien) diré, como conclusión, que la comida estaba buena, las combinaciones originales, el servicio rápido y pulcro y el ambiente menos agobiante de lo que prometía. Pero lo cierto es que no logré despojarme de mis remilgos, y con cada bocado que lanzaba a la jugosa carne de congelador, veía alejarse un poco más los locales de toda la vida que han calmado mis ansias de hamburguesa, ¿Qué le voy a hacer? Maldita conciencia.


Pese a que la estrella del restaurante es la hamburguesa estilo yanqui, preferí comenzar la cena probando los Nachos marca de la casa. Un acierto, porque no se tratan de los embustes que encontramos en las bolsas de snacks de supermercado, sino que se asemejan a los que se sirven en cualquier local mexicano. Grandes tortillas crujientes partidas a mano en los característicos triángulos y bien guarnecidos a base de guacamole, queso agrio, queso cheddar fundido, una montaña de chilli picante con carne y cebollino picado por encima. Estéticamente brillante y muy buen compañero de espera de los bocadillos elegidos.


Por no ir al grano y no abandonar el resto de la carta, decidí ver lo que se escondía, dentro de la sección de sándwiches, bajo la denominación de Crispy BBQ Chicken. La carta prometía pan de semilla relleno de pollo crujiente, salsa barbacoa con miel, queso fundido y bacon. Casi nada, ésta es la mía, pensé. Y lo que apareció, sin dejar de ser lo que anunciaba, me dejó un poco frío en cuanto al tamaño. Un ser humano de estas latitudes no se mantiene a base de estas raciones, y se siente un poco defraudado si, además, paga por él seis eurazos. Pero lo cierto es que estaba bueno. El rebozado del pollo era crujiente de verdad; la proporción del pan y los ingredientes era la apropiada; y se sirve, con acierto, muy caliente; pero me quedé con ganas de continuar. Bocadillo breve y gustoso.

Neones y guiños retro
Finalmente llegó la hora de las hamburguesas. He de aclarar que al hacer la comanda se pregunta al comensal cómo quiere de hecha la carne y su tamaño. Las tienen en versión de 160 o de 250 gramos. Como pensaba pedir, al menos, tres por aquello de que una cata amplia sería más productiva, opté por las versiones reducidas de la Viva Las Vegas, la Tommy Mel´s y la The Atomic. Esto fue lo que salió de la cocina:


La primera de ellas, sobre la que se afirma que era la favorita de Elvis, fue la que menor nivel presentó de las tres. Es normal, llevando la referencia de alguien que se alimentaba a base de hamburguesas, helados y plátanos. Muy simple, pero con la virtud de ser la que mejor dejaba apreciar el sabor real de la carne. Componen sus capas una base de lechuga, cebolla roja y una cubierta de crema de queso con nueces y cebolla crujiente. Buen conjunto, pero cuando rondo la cifra de siete euros por un bocadillo espero algo más de fundamento. (PVP 6´95 euros)


Fundamento que sí que llevaba la siguiente. La que porta el nombre de la casa se trata de una gran hamburguesa. Los ingredientes son abundantes y bien trabajados. A la acertada salsa de la casa, le suceden capas de lechuga, tomate, cebolla roja, pepinillo y una cubierta de queso cheddar fundido, bacon crujiente y cebolla caramelizada. Excelente combinación contundente y sabrosa.(PVP 6´90 euros)


La más agradable resultó la picantona The Atomic, que se resume en una hamburguesa acompañada de chili con carne y quesos variados gratinados. No se andan con chiquitas a la hora de trabajar el picante, y eso es algo muy de agradecer en nuestros días. Sabor a esa cocina Tex Mex que nos ofrece alguna alegría de vez en cuando. Casi diría que se trata de un bocadillo brillante. (PVP 6´40 euros)
Para quitarme el enchilamiento de la boca decidí no abandonar el local sin probar alguna de las propuestas dulces de la carta. Al tratarse de comida yanqui nada mejor, pensé, que ordenar un pedazo de pastel de queso. Lo preferí a las habituales variedades de limón o frambuesa. Y la cosa tuvo su gracia. La mantequillosa base estaba excelente, y no tan brillante el resto, pues frente a la suavidad de nuestras quesadas, la masa de este postre resultó un poco mazacote. Bien el conjunto y muy apropiado para volver a la calle con un toque goloso.



Así pues, he tratado de ser objetivo con la experiencia resaltando virtudes y defectos, para que no se me tache de manipulador. No volveré y mis razones tengo, pero ninguna de ellas tiene que ver con la calidad de lo que ahí se sirve. Productos muy dignos al ritmo de rock&roll. A cada cual, lo suyo.

martes, 21 de mayo de 2013

Restaurante Don Pascual, mayo 2013 (Zaragoza)

Atención, comedor impenitente, que a éstos hay que seguirlos de cerca. Y que placer da ver algo así en los tiempos oscuros que vivimos. Al mismo tiempo que los aficionados al buen comer y los creadores de los platos abrazamos posiciones conservadoras, todavía podemos ver cómo surgen nuevos valores valientes que lanzan mensajes honestos, alegres y sorprendentes. Tiempos en que los clientes medimos hasta el último céntimo mientras examinamos con lupa los platos que nos ponen delante. Tiempos en los que los fogones se arrojan a la exhibición fácil de platos sin riesgo ni alma. Tiempos en los que nos hemos acostumbrado a comer por Decreto lo mismo y presentado de la misma manera. Tiempos en los que cada cocina trata de conservar su clientela escondida en la trinchera, a la espera de que amaine el temporal. Tiempos de repetir las mismas combinaciones de ingredientes para no desentonar de cara a la galería. Tiempos de dictadura del mensaje único y simplón de cocina tradicional renovada (ja,ja,ja…)


Pues en estos tiempos de miedo y monotonía me he encontrado una iniciativa que nace nadando contracorriente, y vaya como nada. Tres cocineros son los culpables de esta aventura. Adrián Armingol, Patricia Eguizábal y Elena Cantón han unido sus fuerzas y su experiencia culinaria en nuestra ciudad para iniciar un camino nuevo y sugerente. El punto de partida se encuentra sobre las cenizas de lo que fue el antiguo y venido a menos restaurante Don Pascual, ubicado en Residencial Paraíso. El optimismo del trío se transmite desde la remodelación y puesta a punto que se han trabajado en la sala. Transformar algo oscuro y lleno de manifiesta dejadez decorativa en un espacio alegre y vital, casi eléctrico, no debe de ser tarea fácil. Las ganas de tirar del carro hacia delante se transmiten al futuro comensal desde el momento de hacer la reserva. Se palpa la ansiedad por ver la reacción del cliente ante las propuestas. Importan sus opiniones y, junto a los cocineros y la comida, el comensal se eleva a la categoría de protagonista, no de mera comparsa a la que intentar sacar los cuartos.

En mi visita reciente al restaurante me hice acompañar de la plana mayor del Comité Central de la sopaconmosca porque las expectativas eran grandes. Un buen trabajo de marketing a través de las redes sociales y las primeras impresiones mostradas por clientes pioneros nos habían puesto en alerta. Si algo se mueve en los fogones de Zaragoza, tendremos que poner la lupa sobre ellos y contarlo. Ésta es, pues, nuestra experiencia.

Para comenzar debemos referirnos a su propuesta insignia, el menú del día, que nace con vocación de ser cambiado semanalmente. Pudimos ver que también se trabaja la carta, que se presenta acertadamente corta y plagada de productos de temporada, commeilfaut, que cansados estamos ya de cartas de varias páginas que sólo demuestran la calidad de sus congeladores. Decidimos dejarla para otra ocasión y centrarnos en un menú del que ya habíamos oído hablar. El precio es de 16 euros entresemana y 18´90 euros el fin de semana, y lo más insólito, tratándose de Zaragoza, es que no hay sorpresas: incluye el I.V.A., el pan, el vino aragonés (Bodegas Care) y el agua.

El servicio de sala es de nivel muy alto en un doble sentido. Por un lado, llevan a cabo su labor con una impecable atención de escuela; pero el matiz que marca la diferencia es el hecho de tratar de conocer los intereses de cada mesa y atenderles de acuerdo a ellos. Hay comidas familiares, de negocios, de encuentro de amigos, de interés gastronómico o, incluso, las más interesantes, comidas de amor. En Don Pascual lo saben y diferencian el trato según interese el grado de intimidad, comodidad o complicidad con cada mesa.
Podríamos catalogar su estética como de un bistró moderno y alegre. Sillas cómodas de diseño combinadas con sofás en las zonas de pared que permiten ganar espacio a la sala. En el juego cromático ganan los colores claros y un nervioso naranja que inunda de luminosidad y dinamismo el espacio. En las mesas siguen dominando los mismos colores sobre los que se dispone unas relucientes cubertería y cristalería. El pan se sirve caliente y el rosado de Cariñena bien frío, en una curiosa cubitera de plástico.

El menú se estructura en dos medias raciones de entrantes, un plato principal y un postre artesano. Al ir tres personas con voluntad de probarlo todo, abarcamos casi todas las combinaciones. Entre los entrantes optamos por probarlos todos: el Gazpacho de cerezas, la Ensalada de caramelos de queso con vinagreta de frutos secos, el Arroz de bacalao con alcachofas y las Migas Don Pascual. Como principales pudimos seleccionar los Medallones de solomillo blanco con calabacín y salsa de ajetes y mostaza, los Rollitos de berenjena rellenos de carne con tomate especiado y crujiente de parmesano y un Bonito rojo al Orio de cítricos. El yantar se culminó con los tres postres que proponía el menú: el Hojaldre de piña caramelizada, la Sopa de yogur con helado de Ferrero Rocher y las Peras al vino con helado de mandarina.

Recibimos con alegría unos aperitivos que la casa ofrece como gentileza mientras esperamos los entrantes. Se trataban de unos mejillones al vapor como puños aliñados con vinagreta y dispuestos sobre brillantes cucharas y unos chupachup de queso crema y frutos secos. No se llevan el premio a la originalidad, pero ya pudimos apreciar que los ingredientes que se manejan ahí son de calidad importante. Y el detallazo de marcarse un aperitivo en un menú del día dice mucho de la voluntad de conquista del cliente. Nos dejamos querer, que a nadie le amarga un dulce.

Desde que, hace un par de años, alguien decidió añadir cerezas al gazpacho, la cosa se ha extendido por todas las cartas nacionales. Así que, sin ganar el premio a la originalidad, pero quedando en buen puesto en cuanto a la calidad, comenzamos la comida con este entrante fresco y muy agradecido. Se agradece que hayan huido de espesuras artificiales y se sirva bien aligerado. El toque de hierbabuena agudiza la sensación de frescura de la fruta, y el aceite de intenso verde con el que viene rociado, le aporta un aroma que emparenta el plato con sus sureños orígenes. Buena elección para comenzar ligero y poner a punto el paladar para platos de mayor envergadura.

El arroz resultó sencillamente delicioso. El punto era el idóneo, lejos del habitual pasado que suelen habitar los menús, aquí se trabajan unos granos afortunadamente justitos de cocción. El bacalao siempre es un invitado bienvenido, pero lo destacable del plato lo aportaron las alcachofas. No tanto por su sabor natural y la sutileza de su amargor, sino por haber volcado toda su esencia sobre un arroz sin engaños. Eso es integrar sabores, que cansados estamos de arroces cocidos a base de caldos con sabor a polvo a los que se añade a última hora el ingrediente principal como un convidado de piedra. Aquí todo estaba impregnado del sabor de la reina de las verduras. Se sirve con escaso aporte de sal, que es la mejor forma de disfrutar un arroz tan bien trabado.

La ensalada, como en casi todos los casos, tiene poco que comentar. Y eso es bueno porque, al tratarse de un plato de escasa complejidad, es un campo donde hay poco que ganar y mucho que perder si se cometen errores. La originalidad, en este caso, vino de la mano de los caramelos de queso. Se trata de un lingote de queso tierno, cremoso e intenso envuelto, al estilo Sugus, por una finísima y endulzada masa a la que se le ha aplicado una reciente fritura, que la ha convertido en la reina del crujiente. Una vinagreta afrutada sirve de aliño a las hojas de ensaladas variadas y coloristas.

Las migas al estilo Don Pascual son un exquisito fraude. Y no lo afirmo de manera peyorativa. Digo que son fraudulentas, porque ese no puede ser el estilo Don Pascual, cuando se trata del estilo de mi abuela. Justitas de apaño, dejan el protagonismo a las migas de pan, como debe de hacerse si se quiere respetar su origen humilde y pastoril. Resuenan mis carcajadas al ver platos de migas inundados de jamón, longaniza, panceta, morcilla o ingredientes todavía más atrevidos. Como si los pastores se subieran a los puertos con medio tocino embutido a la espalda. Un poco de sebo y algún retazo de lo haya por ahí sirven y sobran como apaño. La concesión de los granos de uva, no sólo la tolero, sino que la aplaudo. Evita atragantarse y desengrasa un poco el asunto. Éstas llegaron bien sueltas y recién salteadas y con el ingrediente que siempre echo a faltar cuando las como fuera de casa, la patata. Ese es el gran secreto para suavizar la receta y hacerla totalmente digerible. La sorpresa fue tal, que no levanté la cabeza del plato hasta no dejar una miga viva sobre él.

El criterio para elegir los platos principales me pareció ingenioso. Uno basado en la calidad del producto, como es el solomillo blanco. Otro basado en la originalidad y el exotismo, como los rollitos de calabacín. Y el último en la frescura del ingrediente, el bonito rojo a la plancha.

El solomillo viene fileteado, alternado con rodajas de calabacín y salseado con una salsa aromatizada a base de mostaza y ajetes. Un plato de nivel importante. La carne aparece jugosa y sonrosadita en su interior, mientras que el calabacín permanece prácticamente crudo, al dente y crujiente. El salseado es lo que es, salseado. Y lo digo harto de engullir aburrido carnes recocidas con su salsa que impiden distinguir el ingrediente principal. Una buena salsa debe acompañar y, a lo sumo, acentuar o matizar los sabores principales. Aquí el toque de mostaza y de ajetes es muy sutil y en ningún momento se apodera del plato.
Mucho más original, pero con menos valía, se presentó el siguiente plato principal. Muy visual y efectista, pero no logra armonizarse todo lo que ahí se pone en juego. Jamón y queso en versiones cruda y en forma de tópica galleta de parmesano respectivamente. Y a la combinación, potencialmente tan mediterránea y brillante, de la berenjena y la carne picada no se le saca todo el partido posible. Todo excelente al tratarse de buen género, pero con una estructura diferente, se hubiese logrado un resultado mayor que el de la suma de sus elementos.

Donde se pone a prueba de verdad un menú del día es en la plancha. Ahí el ingrediente no puede jugar sucio. No hay trampa ni cartón. Y aquí es donde mejor parado salió el restaurante. El filete de bonito estaba trabajado con buen gusto, riesgo y ganas de conquistar. Sobre una plancha muy caliente y sin excesos oleosos, la gruesa pieza de pescado rojo quedó crujiente y sellada por fuera y jugosa y crudita por dentro. No necesitaba nada más, pero el aliño de aceite que respetaba al pescado sin invadirlo alegraba el plato; el Orio no camuflaba la intensidad de la carne y el amargor que aportaba una afortunada naranja estofada, convirtió en sublime el plato. Éste es uno de los casos en los que ni las palabras ni las imágenes pueden dar fe verdadera de la magnitud del asunto. Todavía hoy saboreo aquel filete, que sólo tuvo un punto negativo, que se terminó.

Comenzamos el capítulo de dulces a base de un hojaldre sobre el que se disponían varias láminas de piña caramelizada. El puré de manzana y la cucharada de helado artesano acompañaron bien a este postre que resultó fresco y nada abusivo. La virtud principal la encontramos en un hojaldre bien armado, en el que la mantequilla había abierto el clásico abanico de capas que evita el riesgo de convertirse en un bollo industrial.

El segundo de los bocados dulces consistía en una sopa de yogur con fruta fresca y helado de Ferrero. Agradecimos mucho la sinceridad del restaurante al confesar que el helado no era de la casa, sino de origen artesanal, rural y turolense; tres cualidades que le suman un valor añadido importante. Si no haces algo con tus propias manos, encárgaselas a los mejores. Al igual que el anterior, nos resultó relativamente ligero gracias al cremoso yogur en el que navegaba el resto de invitados.

En último lugar llegó el postre que demostró la potencia que tiene el Don Pascual en el trabajo del dulce. No lo consideran un añadido a la comida, sino que forma parte esencial de su estructura. La labor de las peras al vino es excelente. La carne de la fruta permanece tersa y totalmente embebida por el tinto caldo. Acompaña a la fruta un helado de mandarina de una tonalidad subida que lo aproxima a la radiactividad, pero del mismo origen y sutileza que todos los anteriores. Pero no termina ahí la cosa, pues lo mejor estaba por llegar. Junto a los elementos conocidos, apareció un bocado de una tipología indescriptible. A mitad de camino del bizcocho borracho y del suflé compacto, una jugosa masa de harina, huevo, leche y azúcar integraba el vino como una esponja recién estrenada para la ocasión. Resistía sin desintegrarse en la boca. El dulzor de la masa se matizaba a base de taninos. Abre este postre una ruta por la que vaticinamos futuros dulces éxitos.

Poco se puede aportar al asunto como conclusión. Nos han lanzado una de las propuestas más alegres y valientes de los últimos tiempos. Sólo resta por ver si serán capaces de mantener el nivel tan alto de calidad y creatividad. La intención de renovar continuamente el menú es peligrosa y nada fácil, así que, por nuestra parte, seguiremos reincidiendo en cada ocasión que podamos. El comienzo ha sido muy esperanzador y la moral de la tropa se ve elevada. Un paisaje que nos recuerda a tiempos menos nublados.